Kurt Walheim tuvo su oficina cerca del campo de concentración de Jasenovac en 1942 y, como buen nacionalsocialista, no se enteró de nada ni escuchó tampoco a nadie hablar de tan siniestro lugar.
Guardias de la Milicia Ustacha desvalijando a un grupo de prisioneros a su llegada al campo. – Foto: Wikipedia – Dominio Público
Como todos, no sabía nada y solamente cumplía órdenes, como el arquitecto de la solución final, Adolf Eichmann, tal como relató durante su juicio en Jerusalén tras ser apresado por el Mossad en Argentina. Walheim tampoco sabía nada, a pesar que al lado de su despacho se perpetraron varios fusilamientos indiscriminados de civiles, mayoritariamente serbios, al parecer, y muchos detenidos fueron torturados monstruosamente por sus captores.
El gran campo de concentración de Jasenovac fue creado por los fascistas croatas -los ustachas- en agosto de 1941 y cerrado en abril de 1945 por los partisanos de Tito. El recinto carcelario fue uno de los más grandes de Europa y diversas fuentes aseguran que en el lugar, auténtica máquina del crimen, murieron algo más de 700.000 serbios, judíos, eslovenos, gitanos, comunistas, partisanos yugoslavos y así hasta un sinfín de pueblos y condiciones. Antes de la liberación del campo, el 21 de abril de 1945, los fascistas croatas asesinaron a 2.000 prisioneros como venganza por la victoria de los comunistas en la guerra. Fue la última gran orgía fascista del régimen croata de Pavelic, el último acto antes de la caída del telón de ese sainete auspiciado por Mussolini y Hitler.
Walheim era un niño bien de Viena, nacido en 1918 en la capital austríaca en una familia de clase acomodada que prefirió adaptarse, tras la anexión de Austria por Hitler, a los nuevos tiempos y aceptar, sin titubear, el nuevo orden nazi. Mejor aceptar el pérfido orden naciente que cuestionar el mismo para acarrear problemas como le pasó al judío Stefan Zweig. El mismo Kurt se afilió a una organización estudiantil nazi tres semanas antes de que entraran los nazis en el país, lo que revela su escaso patriotismo, y más tarde se enroló en el ejército alemán, la Werhmacht, donde estuvo destinado en algunos lugares donde se perpetraron algunas de las más bárbaras matanzas de la Segunda Guerra Mundial. Walheim ocultaría durante toda su vida estos hechos, en una suerte de amnesia colectiva que sufrió toda Austria, y el asunto era solo una breve mancha en su hoja de vida que no le dañaría su carrera política, primero como secretario general de las Naciones Unidas (1972-1981) y después, ya conocidos estos hechos, como presidente de Austria, entre 1986 y 1992. Quizá el bueno e inocente de Walheim pensaba como el canciller de hierro, Otto Bismarck, quien llegó a decir que «los Balcanes no merecen la vida de un solo granadero de Pomerania», llevando esta aseveración hasta el delirio criminal de acabar con toda forma de vida humana en los mismos.
El oficial nazi Kurt Walheim, disciplinado, obediente y buen seguidor del Führer, estuvo primero, entre 1942 y 1943, en Salónica, donde los nazis borraron de la faz de tierra hasta el último vestigio judío de esta ciudad que era considerada la capital sefardí de los Balcanes, y tampoco se enteró de nada de nada acerca de estos hechos, a pesar de que 60.000 judíos fueron enviados a Auschwitz, casi la mitad de la población de la ciudad en ese periodo. Hasta el cementerio judío de Salónica fue destruido, para que no quedara nada acerca de la rica vida judía de esta ciudad, y es que aquello de lo que no queda ni siquiera un fósil o una tumba es que realmente no ha existido, pensarían los nazis. Más tarde, las lápidas fueron utilizadas para pavimentar las calles de acceso a los cuarteles de los ocupantes alemanes, entre los que destacaba el pulcro y laborioso Kurt, y nunca más se supo ni del cementerio ni de las tumbas, silenciosas testigos del oprobio y la ignominia. Kurt tampoco vio nada ni escuchó hablar del asunto y se limitó a acatar órdenes.
También hay constancia de que participó en la Operación Kozara, en 1942, o al menos debió de escuchar algo acerca de la misma, pues los fusilamientos de centenares de serbios, judíos, gitanos y partisanos, junto a otros «indeseables», se realizaron a escasos metros de su oficina, y también se encontraba a apenas unos kilómetros del campo de concentración -ya citado- de Jasenovac, del que tampoco supo nada ni oyó hablar nunca. Estuvo luego destinado en Bosnia, donde los alemanes cometieron terribles operaciones de represalia contra la población civil por las acciones de los partisanos, y también alguna responsabilidad debió de tener en esos hechos porque el nombre de Waldheim aparece en la «lista de honor» de la Wehrmacht en donde son citados los responsables del éxito militar de la operación. Y, como no podía ser menos, a merced de su impecable trabajo criminal, el estado fascista e «independiente de Croacia», responsable de las mayores atrocidades cometidas en la Segunda Guerra Mundial en los Balcanes, premió a Waldheim con la Medalla de la Corona del Rey Zvonimir, la cual es de plata con racimos de ramas de roble, algo que también ocultó el respetado presidente de la muy respetable Austria. Walheim murió en su cama, muy decentemente y cristianamente después de confesarse, y nunca respondió por ninguno de estos hechos para mayor gloria de la nación austriaca.