Eligio Damas: ¡Muera la dictadura de Maduro! ¡La salida es ya!

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Nota: Este artículo lo escribí en el 2014. Y como siempre, al hallarlo, me provocó decirme, “las sorpresas que da el archivo”. Repito, tome nota el lector, fue escrito hace 7 años. Lo repongo porque es una demostración de cómo la dirigencia opositora se engañó a sí misma y a los suyos con un diagnóstico que constituye, en buena medida, la principal causa de su derrota. Y lo que es peor, la causa que sigan siendo derrotados y estén ahora como plato trizado. Y aún quedan algunos especímenes, extraños, casi fósiles, que siguen apegados a la misma retórica y se niegan incorporarse a la lucha legal o, si lo hacen, poco interés en ella prestan, pues sueñan con volver a aquellos tiempos. Instalaron en los suyos la falsa idea que, siendo esta una dictadura, la única opción válida era la violencia, guerra y particularmente la invasión; una guerra que la hiciesen otros, para no solo sacar del poder a quienes lo sustentan, sino aniquilarlos. Dado ese cuadro “dramático”, intenso e internalizado, se hace difícil deshacerlo, por lo que están pagando un alto precio.

Mucho esfuerzo he puesto para dejar sentadas mis diferencias con el gobierno y también con la oposición, sobre todo con esa a la que alude el trabajo que repongo; la que le impuso a todo el universo contrario al gobierno una forma de lucha no sólo equivocada, sino por demás absurda. Por eso, espero que este gesto, no sirva sólo para que alguien o unos cuantos, se conformen con decir “este carajo dice esto porque es madurista”, lo habitual, lo conveniente, el estereotipo, sino para pensar seriamente de cuánto error y daño hubo en aquello que, entonces a mi compadre y a mí, en aquel tiempo, nos parecía infantil.

Los clandestinos de los tiempos de Pérez Jiménez e insurrectos de la década del 60, asumieron su rol de tales, se vieron obligados a hundirse en la clandestinidad porque, la represión no fue como de juguete, como parece ser el caso del personaje que aparece en el artículo o crónica que sigue, que es más un chiste dramatizado que otra cosa.

¿Pero saben en qué se parecen unos y otros? ¿En qué? Pues que no terminan de reconocer que se equivocaron y siguen con los mismos santos y señas y rezos.

Como de costumbre, mi compadre y yo, nos encontramos, sin previa cita, más bien por la rutina, en la cafetería cercana a nuestras casas. Mientras hablábamos las mismas cosas de siempre, nunca de la salud, porque en eso también coincidimos, pensar que empava, llegó un pequeño pero muy nuevo automóvil del cual bajó un señor de unos 45 ó 50 años. Mientras entraba a la cafetería, nosotros que nos hallábamos en la parte externa de la misma, donde dispuestas están mesas y sillas para la clientela, observamos y leímos, con asombro y luego como quien lee un chiste gracioso, un letrero enorme que ocupaba todo el vidrio trasero del vehículo:

– ¡Muera la dictadura de Maduro! ¡La salida es ya!

Nos miramos las caras una y otra vez y reímos sin discreción un largo rato sin hacer ningún comentario. No hubo necesidad de hacerlo.

Sólo diré por ahora que, a mi compadre y al suscrito, nos tocó vivir, como militantes clandestinos, los últimos años de la dictadura de Pérez Jiménez y luego estuvimos entre los fundadores del MIR. Es decir, tuvimos la oportunidad de conocer en vivo y en directo el proceder de dos períodos dictatoriales, el antes mencionado y los posteriores de Betancourt y Leoni, aunque en alguna escuela ideologizante, al hablar de historia, los llamen democráticos obviando los procederes.

Estando allí riendo, aunque ahora con discreción, llegó un amigo abogado opositor que, por amigo y conocedor de lo que habíamos vivido, porque él también lo vivió, intentamos que compartiese con nosotros aquel chiste. En verdad lo hizo, aunque no de muy buena gana por razones obvias y porque conocía al personaje dueño del pequeño vehículo. No obstante, se quedó allí para hablar con nosotros, pues solemos hacerlo, sacarle provecho y hasta disfrutar de ello.

No había transcurrido mucho tiempo, cuando de la cafetería salió el “audaz opositor” que portaba en su carro aquel desafiante letrero. Habiendo visto al personaje que nos acompañaba se acercó a saludarle e intercambiar algunos comentarios con él. Por supuesto, hubo las habituales presentaciones.

– “Te presento a los viejos amigos fulano y zutano”.

– “Este es mi amigo fulano de tal.”

Todo ese ritual acostumbrado lo cumplió nuestro amigo, sin pensar o recordar que quienes allí estábamos, aparte de lo que ya sabíamos, solemos darle rienda suelta a esas malas costumbres que cargamos desde niños.

Mi compadre, carupanero al fin y como tal, igual que nosotros los cumaneses, en exceso liso, se dirigió al propietario del vehículo y le pregunto, como ingenuamente, de la forma siguiente:

– “Compañero, ¿a usted no le da miedo cargar ese letrero en su carro?”

Mientras su amigo, nuestro amigo, sonreía muy discretamente, como nosotros también, el aludido miró hacia el letrero y respondió con otra pregunta:

– ¿Por qué tengo que tener miedo de cargar ese letrero, si ese carro es mío, es mi propiedad?

Luego agregó, en otra demostración que, pese todo, a uno no dejó de asombrarnos, el siguiente comentario:

– “Lo más que me puede suceder es que, en la calle, un chavista me rompa el vidrio o uno de mis vecinos, de noche, se meta en mi garaje y haga lo mismo.”

– ¿Sólo a eso le teme usted? Esta vez pregunté yo, intentando no se percatase de nuestra indiscreción.

– “Bueno”, respondió el hombre “inocente”, “tanto como temerle no. Porque ellos, los vecinos, saben bien que, si eso hacen, tengo como cobrármelas.”

– “Donde vivo”, continuó con audacia, “sólo hay dos o tres chavistas que ni hablan porque nos temen y, cuando nos viene en gana; les caceroleamos y ellos saben cómo es la vaina.”

Sintiéndose como en confianza, continuó hablando:

– “Si es en la calle donde rompen el vidrio, sin que sepa quién, mando a montar otro y vuelvo a poner el letrero para que sigan calándoselo.”

Tuve tentado a preguntarle qué significaba, al referirse a sus vecinos, lo de “ellos saben cómo es la vaina” y “tengo como cobrármelas”, pero opté por callar, porque lo demandaba la sutileza que exigía aquella conversación.

Volvió mi compadre a preguntar como si estuviese sorprendido:

– ¿Pero no teme usted que en plena calle le detenga la policía represiva de la dictadura o de noche le allanen la casa para lo mismo?

– “Caray amigo”, habló como percibiendo a mi compadre inocente, “que van a detenerle a uno esos policías por lo escrito en ese vidrio. Ellos en nada se fijan, a nada le paran.”

Mi compadre y yo sonreíamos y por dentro de cada de nosotros, fue una como estentórea carcajada subterránea. Mientras que el amigo de ambos, que estaba como testigo, se sobaba la barbilla, indeciso entre reírse o calentarse. Su problema es que no sabía si molestarse con nosotros por irónicos o con su amigo y compañero opositor por caído de la mata.

Estando así las cosas, nuestro amigo, amigo y compañero de causa de aquel personaje como salido de la luna menguante, quien la palabra dictadura la tenía vacía, le tomó por el brazo, se despidió de nosotros con amabilidad y le invitó, sin alzar la voz:

– “Mejor vayámonos, que este par de jodedores nos están ganando el debate.”

Y nosotros nos quedamos riendo, ahora con muy poca discreción y luego, muy pronto, nos despedimos como quienes habían sacado el día y hasta por cumplir las normas clandestinas. Pues al hablar, los dos amigos opositores, el audaz, valiente y arriesgado podía regresar y sabemos que él, “sabe cómo cobrárselas”.

 

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