Para aquellos millones de zimbabuenses que sobrevivieron a la hiperinflación. Que este libro les haga justicia por las dificultades que tuvieron que soportar. Tomado del libro “Cuando el dinero destruye Naciones. Haslam Philip y Lamberti Russell.
Las hiperinflaciones son verdaderas antiguallas en materia económica, representan la negación absoluta de toda la economía positiva y en especial encuentran su asidero en las desviaciones fiscales y monetarias, fenómenos de la macroeconomía aplicada que aunque no tienen la misma orientación pues la primera obedece a patrones de carácter político y social y tiene un carácter discrecional, mientras que su contraparte monetaria se encarga del estudio de los niveles de irrigación del dinero, sin que este presuponga desviaciones al objetivo de estabilidad en precios, ambas comparten un fin en común el crecimiento de la economía.
La hiperinflación es, en esencia, una consecuencia de la inestabilidad de carácter político, es decir, su naturaleza y causa obedecen a factores exógenos a la economía; existe un vínculo entre inestabilidad o amenaza al Estado y la hiperinflación, sin ánimos de caer en los complejos y oscuros procesos que explican cuándo y cómo ocurren las hiperinflaciones, la tesis de Philip Cagan que la describe como un crecimiento intermensual del 50%, ya no es la única explicación, a ella se le suman los aportes de las federaciones internacionales de contadores públicos, que atienden a la existencia de hiperinflación en un rango de inflación anualizada superior al 100%, y la más actual medida de este flagelo, la ofrecida por Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, nos habla de una inflación superior al 500% anual.
Entonces una vez analizado que las metodologías para la determinación y diagnóstico de la hiperinflación son múltiples y ya no obedecen solamente a los aportes de Philip Cagan, es necesario indicar que nuestro país atraviesa por este fenómeno desde hace más de 47 meses, sin el más mínimo amago por proponer un camino para detener esta antigualla, la cual con su voracidad e implacable tránsito por nuestra muy quebrantada realidad nacional, que nos hace insospechablemente pobres hasta el punto de superar el mero guarismo y hacernos comer de la basura, huir del país y cambiar los cimientos de la pirámide demográfica, llagando hasta el punto de demoler los limites institucionales en cuanto a los ámbitos de la acción individual, y propiciar el estado de existencia natural cercano a la propuesta de Hobbes, no resulta extraño preguntarnos a quienes aún estamos aquí y a nuestros connacionales en el exterior. ¿Cómo hemos soportado tanto como sociedad?
La respuesta a esa pregunta subyace más que en la resiliencia, la antifragilidad o cualquier otro concepto que intente explicar que resulta rescatable de este naufragio colectivo, de este fracaso en el desarrollo histórico y social de todo un país, en la necesidad de relatar y compilar esta durísima experiencia, esta derrota compartida y este sentimiento de frustración generacional, las hiperinflaciones no son meras rarezas económicas, no se limitan a las correlaciones entre variables fiscales y monetarias, son la consecuencia de irrespetar de manera continua y tozuda las normas básicas de la racionalidad económica, y más allá de determinar si la medición del Banco Central de Venezuela o la del Observatorio Venezolano de Finanzas son o no cercanas o creíbles, la realidad social y el daño en el rostro humano de una nación son su verdadero y horrido legado, una faz que oculta destrucción de infraestructuras, violencia, éxodos desordenados, y en el común denominador un régimen político absurdamente tiránico, necio y torpe, es decir ilegitimo de ejercicio.
Ser ilegitimo de ejercicio también trasciende las esferas de los positivismos jurídicos y políticos, tiene un nivel de daño, una cicatriz dolorosa en el rostro de un país. Las naciones son destruidas cuando el dinero se produce en tal proporción, que su circulación destruye más allá de las cualidades monetarias, a la institución de la moneda, en toda hiperinflación una parte de los sobrevivientes buscan refugiar el acervo de confianza en un activo con valor, se produce entonces el primer síntoma de esta antigualla: la desigualdad, sólo algunos logran vadear las pantanosas aguas de la destrucción de un constructo institucional como el dinero, aparecen las recetas mágicas que imponen una dolarización en una economía postrada como la nuestra, que acumula treinta trimestres de caída libre, aunada a las distorsiones que una dolarización supondría, no se pasa por el análisis de su sostenibilidad en el tiempo y se desconoce el talante irresponsable que los perpetradores de este desastre encuentran en la impresión de dinero, para financiar los niveles de gasto público que auspician una política de populismo absolutamente inviable.
Las hiperinflaciones destruyen la capacidaddel Estadopara la oferta de servicios mínimos para la vida, son la causa subyacente tras cada falla eléctrica, en el suministro de agua potable, en las carencias de infraestructura; estas antiguallas destruyen a las naciones, los efectos nocivos de la última hiperinflación del siglo XXI, la registrada en Zimbabue, dan cuenta de la similitud en las consecuencias sociales, las descripciones que nos ofrecen Lamberti y Haslam en su crónica, se aproximan a los rigores irreconciliables con la dignidad que padecemos los venezolanos, Caracas y Harare están geográficamente lejanas pero próximas en los horrores de la hiperinflación.
Hemos vivido para contar como en un país petrolero se pudo generar este desastre colosal, un desastre en materia económica de consecuencias más lacerantes que un conflicto bélico o una catástrofe natural, hemos vivido para contar como Petróleos de Venezuela Sociedad Anónima pasó de ser una de las más eficientes petroleras a nivel mundial a convertirse en un mercado de hortalizas instalado en su hall de entrada, sobrevivimos para contarle al mundo como se comercializa con la chatarra extraída de nuestras refinerías, incapaces de producir combustible para una mermada demanda interna, sobrevivimos para contar sobre las colas interminables en las estaciones de servicio, sobre la destrucción del bolívar como moneda y sobre todo para referir como algunos atolondrados ven en los desiguales bodegones, tiendas por departamentos y construcciones que se erigen sobre este horror, un ápice de recuperación y no la demostración del triunfo de la desigualdad, la fractura del contrato social y la pobreza de cientos.
Finalmente, contaremos como los venezolanos sobrevivimos al naufragio, como terminamos sin agua, sin energía eléctrica, sin escuelas, sin hospitales y expoliados, sobrevivimos para contarle al mundo como el dinero puede destruir a cualquier nación en la misma escala que un sismo o una guerra, con la diferencia que la magnitud de la hiperinflación subyace en la fatal arrogancia de quienes asumen el poder desde la necedad y la absoluta incapacidad, así compilamos este horror y así esperamos sea contado, narrado o escrito por los casi veintiocho millones de náufragos que deambulan en estas aguas pastosas y oscuras del socialismo del siglo XXI.
Al recordar que Venezuela disfrutó desde comienzos del siglo XIX de la moneda más estable del mundo durante ochenta años y una democracia ejemplar que se exportó a muchos países, no solo de la región sino que fue un actor de primer orden en la llegada de la democracia a España, no podemos sino estar de acuerdo con la propuesta, según la cual nadie está a salvo de padecer un drama como este cuando los gobiernos hacen uso irresponsable del financiamiento monetario y el liderazgo político se desconecta de los sesos de los ciudadanos. Eduardo Fortuny Escámez.
Profesor de la Universidad de Carabobo