Hay sobre el ánimo del pueblo venezolano un viento político iracundo y agazapado. Será, si no llega a negro, gris. Cuando este tiempo pase a la historia, se comprenderá en su magnitud la realidad de una crisis política de proporciones abrumadoras.
Ese ambiente enrarecido la hemos vivido antes y no es ajeno a los avatares del espíritu en la actualidad.
Con el correr de los años los estudiosos conocerán el final; nosotros ahora, introducidos en sus circunstancias, protagonistas a la fuerza de los hechos, sencillamente lo sufrimos y nos lamentamos. No hay otro camino. Algunos tendrán gestos patrióticos, insignes y hasta sublimes; otros no.
Ahora nos limitaremos a hacer canalillos para el alma y, en lo posible, resignarnos entre hálitos de las dolencias hondas.
Debida a esa cognición, uno meramente narra eventos, los escribe en una cuartilla y los lanza al voleo cual hojas mustias y secas sobre un país – construido para ser querido – y ahora convertido en abatimiento, desidia y soledad.
Hubo un tiempo en nuestras ciudades y pueblos, que las fuentes públicas solían tener una gárgola de piedra o metal como adorno. Uno se sentaba a su lado igual a un “pathos” nostálgico y dejaba correr la ensoñación.
Eso es imposible ahora en la Venezuela destruida, al no haber fuentes ni bancos de piedra. Los ancianos y las parejas de enamorados deben acurrucarse en las esquinas como sombras de un céfiro asustadizo, ya que los recintos públicos han quedado para los vendedores de cachivaches y los asientos hace tiempo se hallan despedazados y en el suelo.
Al ser en la actualidad Caracas capital lo más parecido a una montaña de bazofias, habrá que tener paciencia, esperar y seguir malviviendo a golpes de saltos callejeros, sobre un tráfico infernal e incontrolado, al que se le añade basuras por doquier.
Vamos a relatar algo: En ciertas plazas de Inglaterra y en otras ciudades de Europa, los ayuntamientos han ubicado en bancos figuras históricas que cualquier andante puede hablar con ellas.
En Londres, por ejemplo, el poeta irlandés, exilado y pobre, Oscar Wilde, mira sin ver el paisaje monótono, casi hiriente, de una ciudad donde amó mucho y, en reciprocidad, recibió desprecio, un juicio horroroso y prisión. Cuando era joven había escrito: “¡De qué cosas más pequeñas depende la felicidad!”.
Y uno sabe bien de esa marabunta hiriente. Nuestras plazas y avenidas se han ido convirtiendo en eriales, escabrosas en demasía, llenas de seres humanos abandonados a su doliente suerte, y bajo la indiferencia de las autoridades y posiblemente del mismo Dios, ya que muy posiblemente al Creador se le olvidó que a los venezolanos los tenía registrados en el libro de la vida.
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