He conocido seres con personalidades avasallantes e incólumes, con claridad de propósito y rumbo claramente definido. Incluso podría decir que son seres excepcionales, básicamente incomparables, a quienes la vida los ha puesto a jugar duro y no se han doblegado. Algunos tienen una sombra que pareciera que los siguiese, porque es natural que de tanto lidiar con la dureza de la vida, al corazón le vayan saliendo callos. Pero otros que he conocido, contrario a lo que pudiese entenderse como una visión oscura de la existencia, son ejemplo de bondad y sencillez.
A veces sueño con familiares que han fallecido. Se aparecen en lo más profundo de la noche y establecen una conversación tan vívida que tengo la sensación de que el sueño es absolutamente tangible y ajeno al mundo de las fantasías. Una de esas personas con quien suelo conversar de manera directa es con mi abuela materna, quien tanta influencia ejerció en mi vida.
En una ocasión la familia materna tuvo la suficiente cantidad de dinero para dar la cuota inicial para comprar un camión Ford, nuevo de agencia, con el cual se podía hacer negocio con pueblos circunvecinos a la ciudad de El Tocuyo. Mi tío Pepe era el hijo primogénito de un total de cinco hermanos y no solo tenía en sus hombros el peso de ser el líder económico del grupo familiar, sino que era el encargado de manejar el camión nuevo por las intrincadas carreteras laberínticas del estado Lara.
Pues resulta que no tenía quince días de haberse estrenado el camión cuando en una curva siguió de largo y todo el capital de la familia se esfumó de golpe y porrazo. El camión nuevo quedó inservible y mi tío salvó la vida milagrosamente. Cuando llegó a casa, aporreado y herido, mi abuela encendió la cocina e hizo una comida copiosa y por demás sabrosa. Pasta en salsa de cordero para celebrar que mi tío seguía vivo. Después de comer, mi abuela se sentó y les dijo a todos: “-Bueno, es tiempo de comprar otro camión”.
Boquiabiertos e impresionados, sin un centavo en el banco, tanto el abuelo como los hijos pensaron que se trataba de un desvarío de mi abuela, quien dijo que al día siguiente hablaría con el dueño de la agencia de vehículos para que le hiciese un crédito y poder comprar un camión nuevo, de agencia, como el primero.
Dicho y hecho, se presentó temprano a hablar con el dueño y le explicó de manera clara, firme y cordial que la única forma posible de poder saldar la deuda contraída era que le fiara un segundo vehículo. El temple con el cual pronunció cada palabra hizo una especie de eco que todavía sus hijos recuerdan. El hombre era aplomado y gordo. Callado, encendió un habano y miró de manera fija y penetrante a mi abuela. Estas fueron las palabras que le dijo: “- Por una razón que no comprendo, usted me ha transmitido una gran confianza. Llévese el camión del color que más le guste y si lo estrella no se preocupe, que le fío un tercero”.
Esta vez fue mi abuela quien salió manejando el camión, con su esposo de copiloto y los cinco hijos en la tolva. Llegaron a la casa, hicieron pasta con salsa de conejo y en un año pagó las dos deudas contraídas.
A veces, cuando las contrariedades aparecen como si fuesen hierba, evoco alguna de las maneras como mi abuela lograba salir de los enredos propios de la vida y siento que mis problemas se minimizan. Ella venía de la Italia en ruinas de la postguerra, en donde tenía que agarrar la escopeta cada vez que alguien tocaba la puerta de la casa y en donde la diferencia entre la vida y la muerte era poder contar ese día con un poco de granos con los cuales alimentar a una familia.
De origen campesino, había logrado leer lo suficiente para tener una buena cultura, particularmente histórica, a quien la vida la puso en el protagónico papel de ser testigo vivencial del horror de la segunda, de las dos más grandes confrontaciones bélicas del siglo XX. Se casó a los veinte años y murió antes de cumplir los setenta, con cada arruga del rostro surcada en forma triple por los avatares de tiempos difíciles.
¿De dónde sale esa gente excepcional, pujante, dura y consecuente con su sistema de valores? La respuesta se da sin ambages. Esa gente se forma precisamente de lo duro de la existencia y ese carácter solo lo puede dar la circunstancia en la cual una persona se desarrolla. Sea para perderse en lo malsano o para cultivar lo mejor de sí, es la vida dura la que forja los grandes temples y las grandes personalidades.
Porque cuando vemos con lupa a cada uno de estos seres, no se detienen por nimiedades ni los espanta la incertidumbre, sino que la vida se asume como el gran campo que hay que conquistar y cada cosa que se hace o se piensa tiene el fin último de sobreponerse a las adversidades.
A veces, cuando veo a uno que otro que se sale con las suyas y hace de su vida una épica diaria del hecho de vivir, no puedo dejar de pensar en la madre de mi madre, quien tantas lecciones de vida me legaron y a quien tanto he admirado.
@perezlopresti