Decía George Orwell que la trama de su novela alegórica «Rebelión en la granja», publicada en 1945, seguía «tan fielmente el curso histórico de los soviets y de sus dos dictadores que sólo puede aplicarse a aquel país, con exclusión de cualquier otro régimen dictatorial». Se equivocaba Orwell. Los regímenes totalitarios se parecen tanto que su novela puede ser aplicada antes y ahora, aquí y allá. Veamos.
En la Granja Solariega, el Comandante, un cerdo gordo y viejo, respetado por los demás residentes de la granja, dice tener un sueño que desea compartir con todos. Reunidos en el corral, bajo la sombra del árbol mítico, habla: «Camaradas, ¿qué sentido tiene vivir como vivimos? Nuestra vida es desgraciada, laboriosa y corta. ¿Acaso nuestra tierra es tan pobre que no puede garantizar vida digna a los que habitan en ella? ¿Qué debemos hacer entonces? ¡Trabajar día y noche, en cuerpo y alma, por el derrocamiento de la raza humana! Ese es mi mensaje, camaradas: ¡la rebelión! Trasmitid este mensaje a los que vengan después, para que las generaciones futuras sigan luchando ʻhasta la victoria siempreʼ».
Expulsados los opresores (terratenientes, propietarios y similares), la granja pasa a llamarse Boliterra. Los cerdos Napoleón (Napo, para los amigos) en papel de gran jefe, Bola de Nieve y el insoportable Chillón, con su programa de radio, se asumen como los pensadores de la granja y entre ellos elaboran un sistema basado en las enseñanzas del Viejo Comandante, resumido en siete mandamientos o motores productivos: 1. Todo lo que camina sobre dos patas es un enemigo. 2. Todo lo que camina sobre cuatro patas o tiene alas es un amigo. 3. Ningún animal llevará ropa. 4. Ningún animal dormirá en una cama. 5. Ningún animal beberá alcohol. 6. Ningún animal matará a otro animal. 7. Todos los animales son iguales. Motores cambiantes a medida que avanza la revolución, para ajustarse a los caprichos de los cerdos en su nuevo papel de usurpadores caciques de la granja, merecedores de pleitesía.
Sus discípulos más fieles, incapaces de pensamiento propio, aceptan a los cerdos como maestros, absorben todo lo que se les cuenta y lo trasmiten a los demás animales en reuniones del club de defensa de la rebelión. A cuenta de que la gestión y la organización de la granja dependen de su esfuerzo intelectual, los cerdos se conceden raciones extra de leche, manzanas y el grueso de la cosecha.
Organizados por Bola de Nieve, los Comités Animales (llamados también Misiones) fueron un fracaso. La educación de los cachorros fue secuestrada por Napoleón a fin de convertirlos en custodios incondicionales de la revolución, mejor dicho, de los capitostes. Y Bola de Nieve, siempre en discordia con Napoleón y acusado de traidor, se exilió para escapar a la sentencia de muerte emitida en su contra. «La valentía no basta —dijo Chillón—. La lealtad y la obediencia son más importantes». Las ovejas, como de costumbre, solo atinaron a repetir su mantra: «¡Cuatro patas, sí; dos patas, no!»
Ahora los mandones engordaban por el exceso de raciones dispuestos para ellos, y en violación del cuarto mandamiento, dormían en las camas de la casa patronal, envueltos en sábanas y mantas como recompensa debida al trabajo supremo que ahora realizaban.
Los animales fueron enfriando su entusiasmo por la revolución cuando el frío y el hambre los agobiaban sin pausa. Durante días enteros los animales no tuvieron para comer más que paja y remolacha, un hecho que había de ocultarse al mundo exterior. A tal fin, Chillón inventó historias en su programa radial para evadir -sin conseguirlo- explicación a la miseria en que todos (menos los privilegiados) vivían. Mientras tanto, Napoleón el mandamás se escondía en su fuerte, custodiado por perros de aspecto feroz. Quienes protestaron fueron sometidos a juicios sumarios y fusilados en el acto, a pesar de que el sexto mandamiento lo prohibía.
A la yegua Trébol (ahora llamada Yuleisy) se le llenaron los ojos de lágrimas. «No era eso lo que habían querido al ponerse a trabajar, hacía años, por el derrocamiento de la raza humana. No eran esas escenas de terror y masacre lo que buscaban la noche en que el Viejo Comandante los había incitado a la rebelión. Si hubiera tenido alguna imagen del futuro, habría sido la de una sociedad de animales liberados del hambre y del látigo, todos iguales, cada uno trabajando de acuerdo a su capacidad, los fuertes protegiendo a los débiles. En cambio —no sabía por qué—, habían llegado a un momento en el que nadie se atrevía a decir lo que pensaba, en el que perros feroces y gruñones andaban por todas partes y en el que había que presenciar cómo despedazaban a camaradas que habían confesado crímenes atroces bajo presión de tortura».
Al final, no hubo sino un solo mandamiento: «Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros».
Feliz navidad, apreciados lectores. Nos reencontraremos en enero, con ánimo renovado.
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