No cabe duda de que pertenecemos a la llamada civilización “occidental y cristiana”. Ello comporta una serie de consecuencias importantes de considerar.
Sería un despropósito y una temeridad incalculables pretender incursionar en el espinoso terreno de la teología o de la religión, algo para lo cual no tenemos ni la formación, ni la competencia.
Sin embargo, no hay duda de que podemos hablar de una “antropología cristina” que nos viene legada por nuestra cultura y por la tradición y de la cual podemos sacar algunas conclusiones interesantes sobre la ética de vida y sobre las implicaciones históricas de nuestra pertenencia a eso que llaman la civilización “occidental y cristina”.
Con ese basamento, es coherente afirmar que el nacimiento de Jesús en Belén (como lo cuenta la tradición) fue un hecho que, como afirmamos en la nota de la semana pasada, partió a la historia en dos.
Ya Juan había dicho que nacería alguien a quien el “no era digno ni de atar la correa de sus sandalias” y los magos venidos de Oriente -también “dateados” del acontecimiento- se llegaron hasta el humilde pesebre a adorarle. Tal era la importancia del que venía.
Sin embargo, fue su vida posterior, los prodigios que obró, el contenido de su mensaje y sobre todo, su muerte y el misterio de su resurrección, lo que hizo que el cristianismo no hubiera sido una secta judía, sino un movimiento universal de las magnitudes que aún tiene.
Para la formación de esa antropología cristina de la que hablamos, fue clave que Jesús se hiciera hombre y naciera y viviera en el seno de una familia. Ese hecho sella una alianza particular y terrenal y una nueva relación entre el ser humano y las divinidades, completamente distinta a la que la mayoría de las religiones había considerado, incluyendo al judaísmo y al islamismo.
El Dios de Abraham, común a judíos y musulmanes, deja de ser el mismo y se “encarna” humanamente con lo que provoca una verdadera revolución en la fe y la conducta de la humanidad.
Es verdad que la Biblia y la propia palabra de Jesús, recogida por los evangelistas, pueden tener y ha tenido, decenas de versiones e interpretaciones. De hecho, el cristianismo como religión, ha conocido importantes cismas y divisiones a propósito justamente de esa interpretación.
No obstante, como decimos al inicio, no es de eso que va esta nota pues sería entrar en el terreno que ya dijimos nos es desconocido.
Lo que si nos interesa poner de relieve es cómo esa ética de la vida y de la historia que inspiró el cristianismo, se ha convertido en una de los pilares de la civilización y la cultura a la que pertenecemos.
Max Weber en su obra capital “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” retrata muy bien lo que queremos expresar. Habla (obviamente que analizando el protestantismo alemán) cómo la ética cristiana propone el enaltecimiento del trabajo (obviamente también del dinero) como un mecanismo de desarrollo de la civilización.
No cabe duda de que el norte europeo, a diferencia del sur, que se mantuvo católico, jugó un papel muy importante en la formación del capitalismo y de la propia revolución industrial. Los países mediterráneos y más australes del continente, con economías agrícolas y atrasadas, se fueron incorporando posteriormente a esta visión del mundo y del desarrollo de las naciones.
Ese conjunto de valores que tiene su correlato en la manera de organizar la sociedad y de construir los gobiernos, es el que ha ido modelando la cultura del hemisferio.
Hoy, la globalización y el papel de los medios y las redes sociales, han puesto al mundo al borde del multiculturalismo y también en los prolegómenos de una uniformidad y un relativismo ético complejo y desconocido.
A ello ha contribuido, sin duda, la muerte del socialismo como sistema de ideas y su conversión en una marca o franquicia para ganar elecciones. En efecto, sistemas como el de China, Vietnam y los intentos de Venezuela par parecérseles, confirman que las fronteras doctrinarias fueron abolidas.
Hoy día, las agrupaciones como el Foro de Sao Paulo o el de Puebla, son convenciones de negocios para acceder al poder. Odebrecht logró lo que ni la primera, ni la segunda, ni la tercera, ni la cuarta Internacional habían logrado: Unificar en intereses económicos lo que antes era un popurrí de opiniones ideológicas y políticas.
Es frente a este relativismo moral, ético y político que el mensaje de aquel niño de Belén debe ganar de nuevo pertinencia. Se trata de una tarea de quienes creemos en esos valores y en esos principios.
Su cumpleaños es un buen momento para reflexionar sobre ello.
@juliocasagar