La última vez que vi a Violeta Granera fue en Madrid. Había venido invitada por la cooperación española para participar en un foro sobre cohesión social. Y si de algo podía hablar ella era de reconciliar, de coser heridas, de unir. Su país, Nicaragua, con su historia de guerra, sufrimiento y odio, era la mejor escuela. Las esperanzas que a Violeta le había despertado la Revolución sandinista se evaporaron trágicamente. Primero, con el asesinato de su padre, que forzó el exilio familiar. Después con la llegada a Guatemala de otros refugiados: riadas de campesinos víctimas de las colectivizaciones. Y por último, a su regreso a Nicaragua, tras la derrota sandinista de 1990, con su tarea de ubicación de los cementerios clandestinos de víctimas de la represión en las zonas rurales.
«Fueron unos años de una polarización y de una intolerancia terrible. Pero llegó un momento en que la gente necesitaba reencontrarse fuera de ideologías y partidos», comentaba Granera, socióloga de formación. Y con su asociación de derechos humanos y otras organizaciones que venían del sandinismo, se dedicó a promover el diálogo en las comunidades. La sociedad se reconciliaba y los jefes políticos se confabulaban. A Daniel Ortega y el derechista Arnoldo Alemán solo les preocupaba encubrir la corrupción. «Están acabando con la institucionalidad democrática. Mientras no renovemos el liderazgo y sigamos con la exclusión social, Nicaragua no será viable».
Con su asociación de derechos humanos y otras organizaciones que venían del sandinismo, Violeta Granera se dedicó a promover el diálogo en las comunidades
De esto hace justo once años. Hoy Violeta, con 70 años, madre y abuela, lleva siete meses encarcelada en condiciones lamentables. Fue secuestrada el 8 de junio, en medio de la oleada de detenciones que extirpó de las calles a decenas de líderes opositores, entre ellos seis candidatos para las elecciones presidenciales. A Violeta la sacaron esposada de su casa, la abofetearon y se la llevaron a la cárcel de Nuevo Chipote. A ellos hay que sumar otros 130 presos políticos tras la represión de las protestas de 2018, que dejaron 300 muertos.
Tenía razón, Violeta. Ortega, su mujer, Rosario Murillo, y sus hijos, una suerte de familia Adams atroz, a medio camino entre los Ceaucescu y Kim Jong-un, han convertido Nicaragua en un gulag de locura y hambre, que atenaza ya al 19% de la población, según la FAO. Mientras, los Ortega Murillo, en el poder desde 2007, acumulan una riqueza obscena. Por eso les da igual ser parias internacionales. Les basta con la simpatía de Rusia, Venezuela, Cuba y del Grupo de Puebla, ese cúmulo de escoria donde reina, sonriente, el ex presidente del Gobierno español, José Luis Zapatero.