Alirio Pérez Lo Presti: El camión de los refrescos

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Hay personas a quienes el pasado los persigue como una especie de sombra maligna que los deja atrapados en una suerte de mundo de pesadillas recurrentes. Gente que, por privación o depravación de su entorno, son devorados por las circunstancias que les ha tocado vivir. Cada evocación al pasado es fuente recurrente de malestar y se les dificulta salir de esa especie de hueco de donde no logran emerger.

Otros sortean los más indescriptibles obstáculos, se oponen a las circunstancias más oscuras, tienen en la vida una gran claridad de propósitos y alcanzan las metas que se plantean. Se implantan ante los infortunios, confrontan los accidentes y el pasado es una suerte de terreno en donde por más duras que fueron las circunstancias, se impone el temple del combativo, en quien por estructura no hay manera de vencer, porque la vida es la representación de que se está para luchar y el pasado es el ejemplo de ello, ya que se han impuesto a los acontecimientos.

Un tercer grupo, entre quienes me incluyo, vemos el pasado con cierta placidez. Tendemos a pasar la página como modo de conducirnos y recurrimos a lo vivido para saber qué se debe hacer ante una circunstancia en particular. Cada vez que tengo dudas con respecto a algo, trato de recordar alguna anécdota o conseja de mis padres y el asunto se resuelve con relativa fluidez. La experiencia vital de tener figuras parentales sólidas, afectuosas y presentes es el gran regalo que nos ha dado la vida.

Como el anecdotario de cada uno es la brújula con la cual va construyendo la realidad, a veces, cuando las cosas aprietan, evoco mi pasado y cuando el asunto es muy duro, la evocación va directa a la infancia. Soy de las personas que tuvo la fortuna de tener una infancia feliz. Crecí en una Venezuela en donde la gente desbordaba de amabilidad y casi todo el tiempo que podía, andaba en una bicicleta, a toda velocidad, dando vueltas por todas partes con una sonrisa de oreja a oreja.

Debo tener más de trescientos puntos de sutura en el cuerpo con sus respectivas cicatrices y brazos, piernas y costillas fracturadas y la mitad del pie izquierdo inmóvil. Por fortuna, no me llevaron al psiquiatra y si lo hicieron debe haber sido muy bueno porque nadie me diagnosticó déficit de atención con hiperactividad, categorización frecuente con las cual sale del consultorio un abultado número de niños del siglo XXI. Cuando yo era niño, simplemente era tremendo, que era la tipificación que se usaba en la época.

De ese anecdotario del cual suelo sacar una historia de vida cada vez que establezco comunicación con un grupo, hay una en particular que ha estado dándole vueltas a mi cabeza en estos días y es lo que me pasó con el camión de los refrescos, suerte de imperativo de aprendizaje moral que me quedó para siempre. Los camiones de refresco estaban en todas partes y había un servicio de reparto a domicilio de gaseosas una o dos veces por semana. Usualmente era un conductor y su ayudante, quienes casa por casa iban repartiendo cajas de refrescos que incluso algunos clientes pagaban a final de mes. Mis amigos solían sortear a los trabajadores del camión y de manera recurrente hurtaban refrescos y los mostraban literalmente como un trofeo. En realidad, no era por no poderlos comprar, sino por realizar el transgresor acto de robarse la bebida y luego exhibirla generando aplausos. A mí la cosa me parecía un poco rara porque mi madre siempre nos hablaba de lo malo que era robar y mis compañeros hacían alarde de lo sustraído.

Debo haber tenido menos de diez años cuando comenzó mi carrera delincuencial y aproveché que el conductor estaba en la cabina contando plata y el ayudante llevaba una caja de refresco en una carretilla hacia una casa cuando de manera ágil y fugaz me robé la bebida. La emoción fue grande y salí corriendo a mi casa, botella en mano, para mostrarle la gaseosa a mi mamá.

Llegué a la casa y le dije a mi madre que había robado la bebida, jactándome de la alegría que me producía y esperando que ella se contagiase de mi exaltación por el logro. La cosa es que para que no pudiese salir corriendo, me amarró por los pies y me dio una soberana paliza con un pedazo de manguera. Era la primera vez que me pegaba y ese día y para siempre terminó mi carrera delictiva. Me soltó los pies y yo entendí claramente que lo que había hecho era extremadamente grave y así se lo hice saber.

Mi madre me dijo que ese no era el castigo para el ladrón. Que tenía que ir a devolverle el refresco al trabajador del camión y pedirle perdón. Con la cara roja de vergüenza fui y el hombre me dijo que me quedara con la bebida, que la disfrutara y tuve que rogarle que me la aceptara porque de lo contrario mi mamá me iba a rematar al llegar a la casa. Una sonrisa de medio lado se le escapaba al repartidor. Creo que a los niños no se les debe castigar físicamente, mas viéndolo en perspectiva: ¡Qué buena fue esa paliza que me dio mi madre!

@perezlopresti

 

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