Fue todo nobleza la vida de este hombre que el tiempo contemporanizó en nosotros. Sensible como la “mimosa adormidera.” Dedicó su vida al dibujo. Impartió la docencia en la escuela de Artes Plásticas. Y fue profesor de la materia en la Universidad Pedagógica donde lo sorprendió la mala jugada de la vida. Fue, en verdad, un especialista; un dibujo de Águedo no demandaba la insistencia, bastaba el primer trazo. Sus habilidosas manos transformaban la palabra “dibujo.” Como un simple y manejable término común, se convertía en el propósito buscado. Sus habilidosos dedos estuvieron a disposición de crear lo que se le proponían. Sus manos dibujaban la idea preconcebida como para quién el dibujo era un juego entretenido. Formalizar las imágenes mediante la aplicación del dibujo nunca fue para él un problema. El dibujo emergía de su actividad creadora como algo inminente que no ofrecía obstáculos. Dibujo es una palabra que brotaba de su acción de dibujante como si lo que dibujase fuesen las palabras.
Águedo Parra fue siempre un hombre sencillo; le encantaba conseguir con quien conversar; no importaba el lugar. Cuantas veces en la llamada “Feria de las verduras” nos sorprendíamos cada cual pacientemente haciendo la cola para pagar. Nos saludábamos, intercambiábamos opiniones y siempre terminábamos prometiéndonos una conversación que no cristalizó. Pero demostrábamos tanta sinceridad en nuestras proposiciones, que tanto Äguedo como yo admitíamos posiblemente las razones por las cuales nunca concretamos seriamente una habladuría. Había mucha sinceridad en todo lo que me decía. Y yo debo haber sido para él igualmente sincero
Le acompaño en su tránsito vital “Blanquita;” ignoro si procrearon. Fueron una pareja comprensible y pienso que entre ellos no hubo separación. Su repentina final de escena me conmovió profundamente. Vayan estas palabras por aquellas concertadas que nunca nos dijimos. Estas palabras mías son las tuyas que en cualquier lugar donde nos encontrábamos se prendían en nuestras bocas.
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