Desde hace ya muchos años escribo y también desde hace ya muchos años soy profesor. Y he aprendido a reunir ambas acciones en un mismo propósito: comunicar a otros —fantasmagóricos lectores o muy corpóreos estudiantes— saberes, convicciones y principios.
Escritura de voces y pasos, de actos y creencias, de experiencias y aprendizajes… Con la escritura, a partir de ella, ensayar y enseñar. Lo que sé y lo que creo, lo que distingo y quisiera contemplar… Y todo eso, comunicarlo por medio de mis voces.
Frente a la realidad que nos toca vivir: ¿qué elegir?, ¿qué desechar? Las palabras que ensayo y enseño me obligan a tomar partido, a comprometerme con ciertas opciones de vida. Todo ser humano es una individualidad guiada por pensamientos y deseos, por sueños y esperanzas, por propósitos y certezas; pero es, también, un ente social a quien nunca podría dejar de concernirle el mundo que le rodea.
Individualidad necesaria y sociabilidad igualmente necesaria. Mi tiempo y el tiempo que comparto con otros se relacionan. Mi autonomía se nutre de mi dependencia. Aprender a vivir es, de muchos modos, aprender a convivir; entender que el sentido de mis días no reside sólo en mí.
Escribir y educar me permite dialogar con el afuera. E identifico ese diálogo con ideales, opciones, prioridades, propósitos… Como educador, como escritor, me reconozco en el sentido ético de la comunicación, en el propósito de transmitir a otros memorias y verdades asentadas sobre una humana relación con el tiempo y los espacios. Como venezolano, me reconozco en la necesidad de acercar mis palabras a ese tiempo y esos espacios que contemplo como necesarios para el destino de mi país.