Rafael del Naranco: Nostalgias habaneras

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La última tarde de mi permanencia  en la ciudad de  La Habana – no hay otra tan condesciende –  hace incontables  de días y sus noches, recorrí muy pausadamente  el paseo marítimo más radiante y asombroso  que ojos humanos pudieran percibir jamás.

Una puesta sorprendente del sol en esa atalaya frente a las olas de las Bahamas y  el océano Atlántico, es saber que el paraíso existe, y con él dulce encanto de vivir.

Es sabido que al añejo Malecón se debe llegar siempre con un manojo de gardenias, acompañadas con  hojas de menta, limón verde y una botella de ron blanco para festejarlo haciendo  el  más incomparable mojito.

Si tercia, una guitarra para envolver la rumba, el son con el  cha-cha-cha o un bolero de Chucho Valdés, envuelto en  brisa candorosa  con regodeo suelto envuelto en sandunga.

Es bien conocido, que sobre esa bahía inmensa  recubierta de todas las utopías permisibles, los habaneros recuerdan aún ahora vivamente con apasionamiento, los versos de aquellos de  Homero Manzi,  que hablan de… “nostalgia de las cosas que han pasado, / arena que la vida se llevó, / pesadumbres que han cambiado / y amargura del sueño que murió”.

Hace un largo  tiempo, con el deseo de que la nostalgia no se volviera monotonía cubierta de escamas, el escribidor comenzó a rellenar unas octavillas de mar y tierra sobre esa anchura de piedra y agua, para rememorar una historia de tierna belleza inconmensurable.

Era un mes de abril  ya lejano cuando pisó El Malecón  la Infanta Eulalia de España. Vino a salvar de las garras  de los cañones del Maine lo que ya no tendría salvación.

Cuando ella bajó de la goleta española envuelta con los tres colores de la bandera contra los yanquis invasores,  hacía calor y la aristócrata belleza, rubia a manera del sol cubanísimo, se envolvió de un traje de “mansouk” azul cielo con puntillas blancas, resguardando su resplandeciente cabello bajo una agraciada pamela rebosante de rosas rojas.

Aquella ciudad inmensa no era sino una bahía de luz rodeada de plazas, fortalezas, iglesias y conventos.

El largo tiempo no cambió la esencia innata del enorme paseo. La metrópoli,  femenina ella por las eses  de su nombre indígena, siboneyes, sigue siendo esencia perdurable en la isla más agraciada del Caribe, siempre al saborcillo   de un sorbo  de mojito.

La admirada poetisa  Dulce María Loynaz,  sabía  profundamente que los lirios están sujetos a la tierra, pero igualmente, y lo escribió con  letra menuda y hermosa, que Cuba es hoy  una flor sin raíz.

Ella supo que los lirios están sujetos a la tierra, pero igualmente, y lo escribió con  letra menuda, que su Cuba galanteada es un cardo herido.

 

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