La última tarde de mi permanencia en la ciudad de La Habana – no hay otra tan condesciende – hace incontables de días y sus noches, recorrí muy pausadamente el paseo marítimo más radiante y asombroso que ojos humanos pudieran percibir jamás.
Una puesta sorprendente del sol en esa atalaya frente a las olas de las Bahamas y el océano Atlántico, es saber que el paraíso existe, y con él dulce encanto de vivir.
Es sabido que al añejo Malecón se debe llegar siempre con un manojo de gardenias, acompañadas con hojas de menta, limón verde y una botella de ron blanco para festejarlo haciendo el más incomparable mojito.
Si tercia, una guitarra para envolver la rumba, el son con el cha-cha-cha o un bolero de Chucho Valdés, envuelto en brisa candorosa con regodeo suelto envuelto en sandunga.
Es bien conocido, que sobre esa bahía inmensa recubierta de todas las utopías permisibles, los habaneros recuerdan aún ahora vivamente con apasionamiento, los versos de aquellos de Homero Manzi, que hablan de… “nostalgia de las cosas que han pasado, / arena que la vida se llevó, / pesadumbres que han cambiado / y amargura del sueño que murió”.
Hace un largo tiempo, con el deseo de que la nostalgia no se volviera monotonía cubierta de escamas, el escribidor comenzó a rellenar unas octavillas de mar y tierra sobre esa anchura de piedra y agua, para rememorar una historia de tierna belleza inconmensurable.
Era un mes de abril ya lejano cuando pisó El Malecón la Infanta Eulalia de España. Vino a salvar de las garras de los cañones del Maine lo que ya no tendría salvación.
Cuando ella bajó de la goleta española envuelta con los tres colores de la bandera contra los yanquis invasores, hacía calor y la aristócrata belleza, rubia a manera del sol cubanísimo, se envolvió de un traje de “mansouk” azul cielo con puntillas blancas, resguardando su resplandeciente cabello bajo una agraciada pamela rebosante de rosas rojas.
Aquella ciudad inmensa no era sino una bahía de luz rodeada de plazas, fortalezas, iglesias y conventos.
El largo tiempo no cambió la esencia innata del enorme paseo. La metrópoli, femenina ella por las eses de su nombre indígena, siboneyes, sigue siendo esencia perdurable en la isla más agraciada del Caribe, siempre al saborcillo de un sorbo de mojito.
La admirada poetisa Dulce María Loynaz, sabía profundamente que los lirios están sujetos a la tierra, pero igualmente, y lo escribió con letra menuda y hermosa, que Cuba es hoy una flor sin raíz.
Ella supo que los lirios están sujetos a la tierra, pero igualmente, y lo escribió con letra menuda, que su Cuba galanteada es un cardo herido.