¿Un revivals del jardín de los suplicios?…
Una Visión:
El jardín de los suplicios es una novela del escritor francés Octave Mirbeau, publicada en 1899, durante el caso (Dreyfus). La que puede tomarse como la alucinación de una imaginación voluptuosamente sádica, con unos rasgos de cuento de aventuras; pero bajo esa apariencia que puede desorientar al lector, se oculta una corrosiva imprecación a la sociedad de su tiempo que, asombrosamente (no lo advierten), se parece mucho al presente. Al alzar el vuelo desde una trama que en principio puede parecer una fantasía disoluta y marchita para tratar el tema de la descomposición política, de los excesos del colonialismo o de la corrupción de los hombres de negocios que son el alma de la burguesía francesa. A través de su protagonista, el hombre que se contagia las manos para un honorable ministro francés, Mirbeau nos relata el juego escabroso del alta política: donde el dinero y las ganancias cierran bocas, donde las intrigas se mueven para ubicarse un punto por delante del rival y donde la bajeza y la ausencia de decencia son las condiciones que aseguran el éxito. Justamente el protagonista es de aquellos que han dejado a un lado su integridad para arrojarse a una vida de tretas que debe proporcionarle una riqueza que, sin embargo, se muestra evasiva. Mirbeau nos muestra a un hombre que esta al tanto la medida de su vileza, pero para quien la afrenta es su medio: ni sabe, ni quiere salir de ella. Pese a todo, es tristemente consciente de la inmundicia del mundo en el que vive, donde las fachadas de eso que se ha dado en llamar civilización, apenas si logran cubrir la mugre que segrega el alma humana. Este personaje incógnito, al que el escritor niega un nombre tal vez para que nos encarne a todos, sale de Francia con rumbo a Ceilán dirigiendo una expedición científica, labor para la que no está calificado y es posible gracias a la magnificencia de su amigo el ministro. Durante el viaje conoce a Clara, una voluptuosa mujer que le abre la puerta de todos los goces, y a la que el sufrimiento ajeno provoca éxtasis eróticos. De la mano de Clara viajará hasta China y en un marco colmado de exóticas decoraciones orientales, Clara propone al narrador, como para sellar su encuentro, que la acompañe a visitar la prisión del pueblo, donde están las víctimas y los condenados. Él, exhausto y con repugnancia ante la idea, se niega, pero ella logrará arrastrarle, prometiéndole que tras aquel espectáculo su amor será mucho mas intenso. Y así nos sumergimos en la parte esencial del texto: la visita a la cárcel china y al jardín de los suplicios. La descripción de torturas atroces (la de la rata en el ano es especialmente escalofriante), condenados despedazados, manchas de sangre, restos de carne humana en los recipientes de flores extrañísimas, garzas carnívoras y el olor punzante y profundo de la descomposición. Lo que nos hace penetrar en lo que ya ha sido bautizado por algunos autores como el decadentismo de “El jardín de los suplicios” (1899), no son los sufrimientos en si mismos, sino el placer, cada vez mayor, que aquéllos horrores y aquella atmósfera producen en Lady Clara arrastrándola hacia el éxtasis erótico. Sexo, sangre y belleza se amalgaman en el pánico que sofoca, pero ese sobresalto es precisamente la hermosura. Lady Clara es un ser sin limites, sin márgenes en la búsqueda de sensaciones por las que desertará del hastío y como se siente fin busca la muerte, pero la expiración en el éxtasis, que, en este caso concreto, logra por la vista deliciosa del sacrificio, de la sangre y del padecimiento ajeno. La muerte convocando a la muerte. Y ese es el final. Porque al salir de la visita al jardín, entre el horror del narrador, Lady Clara va como desvanecida, como atravesada, y son encaminados, por una vieja esbirra china a un prostíbulo babilónico, donde cortesanas que bailan danzas lubricas ante un ídolo de siete falos que atenderán (como otras veces) a la desfallecida Lady Clara, que traga saliva ante una suerte de aplastante irrupción de histeria que es al mismo tiempo un espasmo gigantesco y una enorme ansia, conocerá en ese extravagante y soberbio vergel, enclavado en el fondo de una prisión, en el que diestros verdugos se consagran a atormentar y ejecutar a los procesados de todas las maneras imaginarias: masturbándolos hasta su expiración o haciéndoles sucumbir mediante el tañido de una campana. La muerte y el padecimiento, furtivos entre las flores y las lagunas, crean una discrepancia que, si bien provoca pasmos orgásmicos en Clara, son capaces de aterrorizar a ese hombre depravado, capaz de cualquier indignidad. Y es que ese fantástico jardín que Mirbeau nos propone no es sino una metáfora de nuestra sociedad, en la que ideales concepciones (felicidad, libertad, amor, democracia) ocultan o distraen nuestra atención de las angustias que se esconden en ella, eso que todos distinguimos entre la enramada, en nuestro caso urbana, pero que escogemos no mirar. Incluso cubrimos o incitamos esas agonías, enterados de que de ellos “florecen la belleza del jardín”, como si la sangre de quien los soporta, acrecentara el color de nuestras flores. ¡Sí, el jardín de los suplicios! Los arrebatos, los deseos, los intereses, los resentimientos, la farsa; las constituciones, las instituciones sociales, la equidad, el amor, la gloria, y la libertad, los recogimientos son los requiebros insaciables de ese jardín y los terribles aparejos de la renovada aflicción humana. Lo que hoy hemos visto, y vemos, lo que hemos oído, está y grita y está más allá de este jardín, que no es más que un símbolo, en toda la tierra. Por más que busquemos un alto en el crimen, un descanso en la muerte, puede que “El Jardín de los Suplicios” sea un escalofriante descenso al mismísimo abismo que nos presenta la cara más perversa y retorcida del alma humana; puede que sea una lectura a ratos dura, por la manera impúdica de describir cada tormento al que concurrimos, pero es un costo que vale la pena sufragar Porque, a veces, es en lo más profundo del infierno es donde se perfeccionan para muchos las cosas más preciosas. Se ha comentado y muchas veces con sorna que esta novela es la representación mas palmaria del decadentismo que surgió, hacia1880, El mismo es una corriente artística, filosófica y, principalmente, literaria que tuvo su origen en Francia en las dos últimas décadas del siglo XIX y se desarrolló por casi toda Europa y algunos países de América. La denominación de decadentismo surgió como un término despectivo e irónico empleado por la crítica académica, sin embargo, la definición fue adoptada por aquellos a quienes iba destinada. Él fue el reflejo artístico de la transición de la economía basada en la libre concurrencia a la economía de las grandes concentraciones financieras e industriales que se manifestó en un estancamiento económico que daría lugar a la renovación del sistema productivo, a la represión de las masas populares y la preocupación por las cuestiones de tipo social. Así como el Romanticismo, el Realismo y el Naturalismo obedecen a una lógica y a una necesidad histórico cultural, el decadentismo responde a una manera de sentir finisecular, cuando el conocimiento del alma humana también había agotado todas sus posibilidades de comprender su existencia y sus extrañas desviaciones, de algún modo se convirtió en un simbolismo, como una asonada anarquizante contra la rarefacción a la que había llegado el siglo y sus instituciones; ahora bien, aqueya insurrección se embelesaba al tiempo, en las galas de la propia ociosidad decadente, y así, lo que pudo haber sido un movimiento activista político, concluyo convirtiéndose en un movimiento cultural de indocilidad de un dandy agotado por el spleen, (en francés, representa el estado de melancolía sin causa definida o de angustia vital de una persona).
El decadentismo fue así una marginalidad, una transgresión de la ley burguesa. La novela decadente Les Zutistes, Le Chat Noir (1899), es el resultado de la confluencia de los gustos simbolistas y el peculiar espíritu rebelde de Octave Mari Henri Mirbeau. Que parte del naturalismo y llega a la novela borrascosa porque varia en ambiente que quiere describir, pero no el deseo de la descripción misma. De la realidad común o cotidiana del realismo más atroz se pasa a otro ambiente excepcional, absurdo y delicado que proporciona perfil a un sentimiento incomparable de la vida. Naturalmente la nueva circunstancia comportara un diferente modo, y es ahí donde el simbolismo facilita su importante refuerzo. Ya que este contexto distinto es único, se introduce en el deleite por la sinestesia y el rebuscamiento, y en general, un espacio de esplendor filológico indeciso cuyo aire denso trata de ser efigie de la situación asfixiante que detalla. No se trata pues de describir las desgracias de una sórdida mujer sino la vida miserable de un hombre de extraña leyenda y gusto turbio que desciende entre un esplendor ruin a todas las gradaciones de la extravagancia, de los conflictos. De alguien, representación de una raza extinguida, que se embelesa ante su propia originalidad osada y con severas aflicciones. Y es bueno ya apuntar que el decadentismo no es la ofensa de una ética cristiana, sino la ruptura de toda norma comunitaria en Pro de una intimidad especial y inquirida. Una distinción que ama el fin y en el se fascina. Cabe analizar la de los personajes y temas que se recogen en la misma. Los intérpretes viven, no una simple vida cotidiana, sino una vida de sucesos inconfundibles que afectan a seres distintivos. De otro lado, esos personajes endémicamente confusos se mueven entre la marginalidad y la abundancia. Lo que semeja a decir que el sexo, en sus formas menos frecuentes, el mal, la transgresión, la inmolación, y el celo serán los componentes frecuentes en los que la función se desdobla. Y todo ello agobiado por un escalofrío de irritación y de reproche. En cuanto a Octave Mari Henri Mirbeau conseguimos decir que, si bien su producción de novela decadente es escasa, “El jardín de los públicos” es una de las obras más definitorias de este género. En ella no se trata de la sensación de desleído o del desánimo de sentir la conclusión, sino de la víctima y del sufrimiento como manifestaciones de estética y placer, idea que nos transmite inmediatamente una sensación de singularidad decadente. No es una original historia marchita, sino una defensa atrevida por las características del hombre. En los herederos de la Francia de las luces, hoy observamos como comienzan a florecer elementos de derrumbe moral que podrían ponernos frente una especie de reedición, de una versión actual de ese revivals, de (El jardín de los suplicios de Octave Mirbeau), prontuarios se repiten como verdugos a sueldo y crecen in extenso.
Lo que nos hace entrar en el decadentismo de la novela no son los tormentos en si mismos, sino la delectación, cada vez mayor, que aquellos horrores y aquel gaseoso ambiente producen en Lady Clara arrastrándola hacia el éxtasis erótico. Sexo, sangre y belleza se amalgaman en la narración, el sobresalto nos ahoga, pero ese pavor es precisamente la hermosura, en que se regodean las nuevas elites.
Sólo los espíritus agrietados poseen aberturas al más allá.
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