La decisión del presidente ruso Vladímir Putin de ordenar una invasión total de Ucrania va en contra de cualquier lógica política, incluso para un razonamiento tan autoritario como el suyo. Con su ataque no provocado, Putin se une a una larga lista de tiranos irracionales, entre los que se destaca Iósif Stalin, que creía que la conservación del poder le exigía su ampliación constante. Esta lógica llevó a Stalin a cometer atrocidades horrendas contra su propio pueblo, entre ellas provocar una hambruna que mató de hambre a millones de ucranianos.
Otro asesino en masa del siglo XX, Mao Zedong, declaró, como es sabido, que el poder político emana de la punta del fusil (o al parecer, de un misil nuclear). Mao exigió armas nucleares a mi bisabuelo, el líder soviético Nikita Khrushchev, para poder tener de rehenes a sus adversarios dentro y fuera de China.
Un pensamiento similar es lo único que puede explicar las acciones de Putin en Ucrania. Dice que quiere «desnazificarla», pero lo absurdo de dicha pretensión debería ser obvio, en particular porque el presidente ucraniano Volodímir Zelensky es judío. Entonces ¿qué busca Putin? ¿Quiere castigar a la OTAN mediante la destrucción de la infraestructura militar de Ucrania? ¿Aspira a instalar un gobierno títere, ya sea reemplazando a Zelensky o convirtiéndolo en la versión ucraniana de Philippe Pétain, el líder colaboracionista de Francia durante la Segunda Guerra Mundial?
Tal vez haya algo de eso. Pero la razón real de Putin para invadir Ucrania es mucho menos pragmática, y más alarmante. Todo indica que sucumbió a su obsesión ególatra con restaurarle a Rusia la condición de gran potencia, provista de una esfera de influencia propia bien definida.
Putin sueña con una conferencia como las de Yalta y Potsdam, en la que él y los otros líderes de grandes potencias, el presidente de los Estados Unidos Joe Biden y el presidente chino Xi Jinping, se dividan el mundo; donde tal vez él y su nuevo aliado Xi unirían fuerzas para reducir el ámbito de Occidente y extender drásticamente el de Rusia.
Igual que el escritor disidente y Premio Nobel Aleksandr Solzhenitsyn, Putin muestra hace tiempo un deseo de restaurar el reino cristiano ortodoxo de Rus (fundamento de la civilización rusa) mediante la creación de una «Unión Rusa» con inclusión de Rusia, Ucrania, Bielorrusia y las áreas étnicas rusas en Kazajistán. Ya lanzada la invasión a Ucrania, otras exrepúblicas soviéticas empezaron a preocuparse, pero como aseguró Putin al presidente de Azerbaiyán Ilham Aliyev, Rusia no tiene planes de «restaurar el imperio con las antiguas fronteras imperiales». El objeto de sus preocupaciones es la nación eslava, que se encuentra indebidamente bajo «control de terceros países [en vez del suyo]».
Pero pese al intento de Putin de hacer realidad la visión de Solzhenitsyn, sus acciones militares se alejan de ella. Incluso en su manía nacionalista, Solzhenitsyn jamás perdió de vista los principios morales básicos. Por mucho que quisiera restaurar la Rusia histórica, es imposible imaginarlo apoyando la matanza de ucranianos (y rusos) como parte del proceso. Putin, en cambio, dice que ama a Ucrania y al mismo tiempo ordena a fuerzas rusas que bombardeen sus ciudades.
Putin parece convencido de que China lo apoyará. Pero aunque lanzó la invasión pocas semanas después de llegar a una especie de acuerdo de alianza con Xi en Beijing, las reacciones de los funcionarios chinos han sido muy distantes, con llamados a la «contención» incluidos.
Puesto que Putin depende casi por entero del apoyo de China para desafiar el orden internacional liderado por Estados Unidos, mentirle a Xi no le supondría ventaja política o estratégica alguna. Y eso es lo más preocupante: Putin ya no parece capaz de hacer los cálculos que supuestamente deben guiar las decisiones de un líder. En vez de un socio en plano de igualdad, Rusia ahora va camino de convertirse en una especie de estado vasallo de los chinos.
La invasión de Ucrania también le restó a Putin el apoyo de otros aliados y simpatizantes. Algunos de sus más fieles acólitos en Occidente, desde el presidente checo Miloš Zeman hasta el primer ministro húngaro Viktor Orbán, han censurado sus acciones. Pero acaso lo más importante sea que sus arengas delirantes le restan el apoyo de los rusos. Con su bárbaro asalto a Ucrania, Putin sacrificó décadas de desarrollo social y económico y destruyó cualquier esperanza que los rusos tuvieran en el futuro. Rusia ahora será un paria internacional por décadas.
Un amigo en Kiev al que llamé para que me contara lo que está pasando me dijo que han abierto los refugios antibombardeo, y que la gente también se esconde en las estaciones del metro. «Muy Segunda Guerra Mundial», ironizó, antes de señalar lo notable que es que «un hombre que habla tanto del daño que puede causar una guerra descargue una guerra sobre una nación hermana». Y entonces me devolvió la pregunta: «Cuéntame tú qué está pasando. Ustedes, los rusos, siguen eligiendo a este fascista».
La percepción es comprensible, pero no del todo cierta. Los rusos eligieron a Putin la primera vez, pero estos últimos años no han hecho más que rendirse a su poder, porque nuestros votos ya no cuentan. Asimismo, la afirmación según la cual el 73% de los rusos apoyan las acciones de Putin en Ucrania es pura propaganda. Miles se están congregando en las ciudades rusas para decirle «no a la guerra», a pesar de las detenciones y de la brutalidad policial. Esta vez parece improbable que los rusos se rindan fácilmente. En los días y semanas que vendrán, el mundo puede esperar muchas otras señales de que los rusos no quieren esta guerra.
El estalinismo no murió hasta que murió Stalin. Lo mismo puede decirse del maoísmo. ¿Será también el caso del putinismo? (Project Syndicate)
Professor of International Affairs at The New School, is the co-author (with Jeffrey Tayler), most recently, of In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones (St. Martin’s Press, 2019). Traducción: Esteban Flamini.