Educación cultura, democracia, libertad… Términos todos relacionados entre sí, nociones necesarias para ayudarnos a los hombres a vivir humanamente. La democracia nace en la antigua Grecia, en la ciudad de Atenas, y como resultado de una nueva convicción: la organización de la vida humana ha dejado de depender ya de la voluntad de los dioses y es la consecuencia de los propósitos y designios de los hombres. Acaso nunca haya sido mejor definido el credo democrático que en las palabras del gran estadista ateniense Pericles, cuando, en su célebre Oración fúnebre afirma: “Nuestra administración favorece a la mayoría y no a la minoría: es por eso por lo que la llamamos democracia. Nuestras leyes ofrecen una justicia equitativa a todos los hombres por igual, en sus querellas privadas, pero esto no significa que sean pasados por alto los derechos del mérito … La única actitud ante la libertad consiste en considerarnos a nosotros mismos responsables de ella y, a la vez, merecedores de ella. Merecedores y responsables en igual sentido al destino que damos a nuestra vida…”
Si algo traducen estas palabras es la visión del sistema democrático como resultado de una responsabilidad compartida entre todos los miembros de una colectividad. Y, por sobre todo, del compromiso de los integrantes de una sociedad con su libertad. Acaso la mayor virtud y el mayor peso de esa libertad sea la potestad de los sistemas democráticos para cuestionar el poder. El gobernante de hoy, reverenciado, admirado, temido, sabe que será postergado mañana, que puede ser condenado mañana. Percibir que todo mandato tiene un término, al cabo del cual el mandón actual podrá ser olvidado, podrá ser juzgado, podrá ser un delincuente mañana, hace de él un ser mucho más soportable y pasajero, soportable por pasajero.
Una sociedad sin libertad significará siempre la domesticada masificación de seres humanos reducidos a la triste condición de cosas, de objetos obedientes. Sin libertad todo bien se desvanece. Ella es la potestad natural de nuestra humanidad. Todo cuanto cercene la libertad podrá ser definido de inhumano. Será, así, inhumana cualquier razón imponiéndose en medio del conflicto, de la crueldad, de la injusticia…
Estas reflexiones me surgen a raíz de la insensata invasión de Rusia a su vecina Ucrania. En la Federación Rusa, sucesora de la antigua Unión Soviética, un tirano nostálgico del viejo poder zarista, está dispuesto, por todos los medios, a imponer al mundo el renacimiento del antiguo imperio ruso. Lo desquiciado del propósito -y, sobre todo, la manera de llevarlo a cabo: invadiendo una nación soberana y amenazando al mundo entero con la utilización de su fuerza nuclear- sería uno de los más exactos argumentos para no dejar nunca de apostar -sin importar cuáles sean sus defectos o debilidades- por la democracia, por el sentido de los gobiernos democráticos. La verdadera democracia, el genuino poder popular apoyado en la libertad de las personas, una libertad capaz de permitirles deshacerse de indeseables gobernantes, nos permite entender que solo en un auténtico régimen democrático será posible conjurar el peligro de individualidades dispuestas a cualquier locura con tal de ver satisfecha su megalomanía.
La irracional aventura de Putin: invadir la vecina Ucrania con -entre otros- el argumento de reunir a todos los seres de habla rusa, recuerda muchísimo al de Hitler reclamando los Sudetes de la vecina Checoslovaquia para rescatar a los muchos alemanes que allí había, o su propósito de atacar Polonia para reunir el viejo imperio alemán separado por un corredor, y “salvar” a los germano parlantes de la ciudad de Danzig, entregada a la protección de la Liga de las Naciones, tras el Tratado de Versalles.
La voluntad de los tiranos al interior de lo que en su libro “La sociedad abierta y sus enemigos” Karl Popper llamó las “Sociedades Cerradas”, supone que en colectividades donde está ausente la libertad de los ciudadanos, será siempre más fácil para algún jefe iluminado imponer a todos su sacrosanta voluntad. Solo en gobiernos democráticos, con instituciones respetadas y la conciencia general de la población de su poder para cuestionar las decisiones de sus gobernantes y deponer a éstos por voluntad general, podrá conjurarse el terrible peligro de aventuras como la de un desquiciado como Putin empeñado en llevar adelante sus delirios sin importar el coste de los mismos para su propio país y para toda la Humanidad.
En su trabajo “¿Qué es la política?”, comenta Hanna Arendt: “El sentido de la política es la libertad”. Ése y no otro debería ser el punto de partida de cualquier perspectiva sobre este tema. Sin embargo, hoy por hoy, y tal como lo señala Arendt, del ideal de la política como libertad y acción destinada a establecer la mejor forma de convivencia social, frecuentemente pasamos a una degradada visión de la política identificada a un solo significado: la conquista y preservación del poder por todos los medios imaginables. En el caso de un sanguinario dictador como Vladimir Putin y en una nación como la rusa donde los ideales democráticos jamás parecieran haber llegado a tomar cuerpo, dicha versión del hecho político -el ejercicio de la voluntad de uno impuesta por sobre la libertad de todos- termina convertido en eso que hoy en día contemplamos horrorizados: la visión apocalíptica de una unitaria voluntad amenazando al mundo entero con el fuego, la destrucción y la muerte.