Una Acotación necesaria…
Desde el punto de vista ontológico podemos distinguir, como hizo Leibniz, entre el mal metafísico, el mal físico, y el mal moral. En la tradición occidental el mal metafísico ha sido considerado casi siempre como algo negativo, característico, ligado a la imperfección y a la falta de ser. Como algo no separable en un conjunto que, globalmente, se encuentra dominado por el bien. Dicha tradición es en líneas generales optimista. Incluso se ha justificado la existencia necesaria del mal como exigencia de completitud del Universo, que no sería todo lo cardinal posible si de él se excluyera el mal. Esta idea de completitud del Universo, analizada por Arthur O. Lovejoy como la gran cadena del ser, consiste en la necesidad de utilizar todas las clases posibles de seres para formar el mundo. Este principio de plenitud considera que el universo es un plenum formarum y que en él ninguna potencialidad del ser debe quedar incompleta.
Ubicando algunas pistas…
Por eso mundo es más perfecto cuantas más cosas contenga. El principio de plenitud suele ir asociado con uno de continuidad según el cual todos los seres se imbrican en un mundo incesante que pasa de un eslabón de ser a otro mediante variaciones imperceptibles. Se añade además el principio de gradación unilineal que da lugar a un orden jerárquico, esta idea de la gran cadena del ser de raíces platónicas y neoplatónicas pasó a través de la Escolástica medieval y de la Filosofía Natural del Renacimiento hasta yegar al optimismo universal de Leibniz, que le dio su forma más acabada y sistemática. Posteriormente se desplegó históricamente en la Ilustración y el Romanticismo y yegó hasta nuestra época a través de las discusiones biológicas del siglo pasado. Para la noción del mal metafísico, la noción de gran cadena del ser y los principios de plenitud y continuidad son esenciales porque permiten justificar el mal y asignarle un puesto ínfimo, pero puesto, al fin, en el extremo inferior de dicha cadena del Ser. Plotino, en su gradación ontológica colocaba el mal como el último grado del Ser. El mal está relacionado con la materia en tanto que ésta no ha sido aún ordenada por las formas ideales. La materia es el mal debido a su indeterminación, a su falta de cualidades propias. El mal ligado a la materia es el mal primario, ontológico, al cual sigue el mal moral, el vicio, que aparece en el alma, debido a la cercanía de éste a la materia. El vicio se debe a la debilidad del alma y dicha debilidad tiene su origen en que alma y materia no están separadas sino mezcladas en los seres humanos y ésta contamina a aquéya. La teoría del mal de Plotino es una reconstrucción de las teorías platónicas y está dirigida contra los gnósticos que aceptaban un principio del mal independiente. Los gnósticos consideraban dos tipos de mal: uno meramente privativo cercano a la materia y otro positivo producto de una decisión voluntaria. La dualidad está inscrita en el ser del hombre que desde su creación tiene dos almas: la terrena y la espiritual. Esta dualidad presente en el hombre, no hace más que reflejarse entre un Dios malo, el Demiurgo, creador del hombre y del mundo y un Dios bueno, cuya oposición da lugar a una concepción dramática del Universo, que anhela el triunfo del bien sobre el mal. Nuestra tradición occidental judeocristiana siempre ha rechazado la igualdad ontológica del bien y el mal. Éste último ha sido considerado siempre como un no ser, como una mera apariencia ligada a la finitud. El pensamiento cristiano medieval moduló estas teorías en gran cantidad de versiones, que tienen todas en común y como fundamento la idea del mal como carencia, imperfección y limitación consustancial a las criaturas. Dios sólo lo permite y no da lugar a él, ya que Dios sólo es responsable del ser en tanto que perfección y el mal deriva de la imperfección, limitación y carencia de los seres creados. En la consideración cristiana del mal están mezclados sus aspectos metafísicos y morales, aunque en la Patrística griega se resalta el aspecto metafísico considerándolo como una carencia en la creación, y en la Patrística latina el aspecto moral, considerándolo como pecado en tanto que privación de algún bien. Agustín considera que la cuestión del bien y el mal es objeto de la moral y parte de la noción de Dios como primer ser, inaccesible a toda corrupción y cambio. El mal de una cosa cualquiera es todo lo que es contrario a su naturaleza. El mal es una privación e implica una naturaleza a la que puede hacer daño. El ser es un producto del orden, la corrupción en tanto que desorden produce el no ser. El principio de orden asegura un lugar a todas las cosas, incluidas las defectuosas, y además el optimismo cristiano no abandona a su suerte a dichas cosas defectuosas, sino que aspira a recuperarlas mediante el movimiento ordenado puesto en marcha por la Redención. Dios no crea los males, sino que los ordena de manera que puedan mejorar y yegar a su más alto grado de perfección. En El libre albedrío, vuelve Agustín a plantear el problema del origen del mal rechazando que sea Dios su autor, y afirmando que cada ser humano que no obre rectamente es el verdadero y propio autor de sus malos actos. Dios castiga las malas acciones justamente porque éstas proceden de la voluntad libre del hombre. El mal es la privación del bien, que se identifica con el ser. Por eyo no hay ninguna cosa que sea completamente mala, porque entonces dejaría de ser, pura y simplemente. No hay mal sin bien y ambos pueden coexistir al mismo tiempo en una misma cosa, esta visión del mal como carencia y privación subordinado al bien se mantiene en toda la tradición cristiana. Para Pseudo Dionisio el mal no es algo existente, ni algo que provenga de lo inexistente, ni está en los seres que existen. Mientras que el bien viene de una causa íntegra, el mal proviene de muchos defectos parciales.
¿La existencia del mal, es accidental?…
El mal es privación y defecto, y debilidad y desproporción y error, y frustración del objetivo, de la beyeza, de vida, de inteligencia, de razón, de perfección de causas. Vemos confluir las tradiciones neoplatónica y cristiana en la consideración del mal como una apariencia, una privación; es importante la consideración del mal como producido por la mezcla de cosas desemejantes que luego veremos expuesta en Espinosa. Santo Tomás de Aquino considera el mal como una privación de un bien particular, más que como una realidad en sí. Hay que aceptar la existencia de un bien universal al que se reducen todos los bienes. Dado el paralelismo entre ser y bien, todo lo que es alguna realidad debe ser un bien particular, el mal, en cuanto tal, no es una realidad en las cosas, sino la privación de algún bien particular. El mal existe, pero no es ninguna realidad, se da en las cosas como privación, no como algo real. Se da en el entendimiento y no en las cosas, el mal es cualquier privación, bien sea de forma, orden o medida; se considera aquí desde el punto de vista metafísico. El mal moral o pecado se dice sólo de los actos que carecen del debido orden o forma o medida. La culpa viene debido al carácter voluntario del pecado. El mal moral depende por tanto del libre albedrío, retomando a Leibniz, en su Teodicea, intenta explicar la existencia del mal y justifica la bondad de Dios. Hoy puede reinterpretarse toda la teología como el intento de explicar la existencia del mal en el mundo y la cuestión del sentido de la vida, acudiendo a la existencia y actuación de un Dios bueno y providente. La teodicea, entendida como antropodicea y cosmodicea, puede considerarse el intento de explicar racionalmente las cuestiones del sentido y el problema del mal, acudiendo sólo a hipótesis naturales y humanas (económicas, sociales y políticas). El principio fundamental de toda la Teodicea es que Dios es bueno, omnisciente y todopoderoso, y después de analizar todos los mundos posibles en sus infinitas combinaciones ha elegido (con necesidad moral y no metafísica frente a Espinosa) el mundo actual como el más perfecto de todos, el optimismo leibniziano parte también de que la suma completa de males es muy pequeña respecto a los bienes y si esto no es así en nuestro mundo, es seguro que es verdad si se considera el conjunto de la creación que conocemos sólo en una parte muy pequeña. Plantea por tanto una limitación cuantitativa y cualitativa de los males respecto a los bienes. Hay poco mal y además este mal es muy poco desde el punto de vista ontológico, el mal no tiene un origen exclusivo moral. Sino que antes del mal moral, es decir, del pecado, existe un mal metafísico ligado a la imperfección y a las limitaciones esenciales de las criaturas. La concepción del mal como carencia, privación, deficiencia ontológica, es decir, como radical limitación o imperfección, propia de la tradición cristiana, se repite en Leibniz. El origen metafísico del mal, sin embargo, no está en Dios, ya que El desea siempre el bien y elige siempre lo mejor. La actuación se debe a la voluntad total, y en ésta intervienen otros motivos que pueden aconsejar a Dios que permita el mal local para asegurar el bien en la totalidad del Universo. El pecado depende de las criaturas dotadas de libre albedrío a las que Dios deja hacer sin interferir en sus acciones. Dios es la causa del material del mal, que consiste en lo positivo, y no de lo formal de éste, que consiste en la privación, el mal no es algo substancial, sino meramente algo accidental, una privación desde el punto de vista metafísico. Desde el punto de vista moral el mal depende de la voluntad humana, que es libre. La voluntad para nuestro filósofo siempre encuentra una razón suficiente para actuar y esta razón supone que el equilibrio perfecto que impide la elección es imposible. El hombre es libre e igualmente Dios, que no está sometido a una necesidad radical para actuar, por ejemplo, para crear el Universo, frente a Espinosa, para quien Dios daba lugar de forma necesaria al Universo. En cuanto al hombre, todo en él está determinado hasta el punto de que su alma es una especie de autómata espiritual que actúa en virtud de sus propias leyes y de sus estados precedentes, y sin embargo, sus acciones son contingentes y libres, aunque la felicidad de las criaturas es un objetivo de Dios, no es su único objetivo ni el supremo, y por esto, la desgracia de algunas de estas criaturas puede producirse por concomitancia, como producto de la realización de bienes más grandes, de manera que la mezcla de bienes y males resultante sea tal que el bien domine sobre el mal. Cuando Dios ha decidido crear el universo, se ha producido una lucha entre los posibles que pretenden toda la existencia y la han obtenido aquellos posibles que todos juntos produjesen el máximo de realidad, de perfección y de inteligibilidad. La creación resuelve pues un problema de máximos y mínimos, cómo producir la mayor perfección posible por las vías más simples y más fecundas, el mal metafísico depende de la imperfección constitutiva de las criaturas y de su sumisión a un plan cuyo objetivo es la consecución de un máximo de bien; el mal moral depende de nuestra voluntad y es permitido por Dios en concomitancia con dicho bien máximo.
La razón del mal físico…
El mal físico es para Leibniz, una consecuencia del mal moral. Las irregularidades que el sufrimiento y los monstruos suponen respecto de las leyes de la naturaleza sólo dependen de nuestra ignorancia; vistas desde el punto de vista de la sabiduría divina, estas aparentes excepciones son tan normales como las demás realizaciones que consideramos normales. Otra vez la causa del mal está ligada a nuestra limitación y parcialidad, resumiendo, el mal es una mera privación que no requiere para su explicación un principio positivo, tampoco hay que atribuirlo a la materia, sino que es el resultado no querido de un orden óptimo, que no podría mejorarse eliminándolo, la concepción cristiana del mal recibe una inflexión antropológica en la obra de Ricoeur. En Finitud y Culpabilidad analiza la debilidad constituyente del hombre y la expresión simbólica del mal a través de los mitos de creación, del primer hombre y del alma exiliada. Conceptualiza la fragilidad humana que hace posible la falta de, el pecado y por tanto la culpa. Sitúa la miseria humana en el carácter forzosamente intermedio de su condición, intermedia entre cielo y tierra, entre lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, entre Dios y las bestias. Una filosofía del sentimiento se propone como la más adecuada para expresar la fragilidad de ese ser intermedio que somos teniendo su objeto en la separación abierta entre la exégesis puramente trascendental de la desproporción y la experiencia vivida de la miseria. La conclusión es una visión conflictiva del ser humano, un ser constitutivamente delicado, frágil, falible, debido a que la posibilidad del mal moral está inscrita en su constitución. Esta fragilidad se basa más que en la limitación metafísica en la desproporción constitutiva del ser humano, que hace aparecer la síntesis quebrantable del hombre como el devenir de una oposición: la oposición de la afirmación originaria y de la diferencia existencial. Esta desproporción humana abre la posibilidad del mal, no es sólo el punto de inserción del mal ni sólo su origen, sino la capacidad misma del mal, el paso de esta capacidad del mal a la realidad del mismo, lo yeva a cabo Ricoeur mediante el análisis de la confesión que la conciencia religiosa lleva a cabo del mal humano y a través del estudio de la simbólica del mal. Los mitos analizados por Ricoeur son los referidos al origen del mal: Los mitos de creación consideran que el origen del mal es coextensivo al origen de las cosas, es el caos que se enfrenta al acto creador de Dios, los mitos de caída en cambio consideran el mal relacionado con el derrumbamiento del hombre (el pecado original), algo que tiene lugar accidentalmente en una creación ya acabada, los mitos trágicos, situados entre los dos anteriores, son debidos a un castigo de un dios que previamente hace enloquecer al héroe y luego lo castiga por su desmesura, el mito del alma exiliada supone la desavenencia entre cuerpo y alma en el ser humano, plantea la aporía que resulta de intentar conjugar la inmediatez del símbolo y la mediación del pensamiento, y que sólo podrá remediarse mediante la elaboración de una filosofía hermenéutica de alcance ontológico y antropológico, que no sea ni una reflexión alegorizante ni una especulación gnóstica, y que sea capaz de comprender el mal superando a la vez la visión ética del mal, propia del uso figurado de los símbolos y la visión trágica del mal propia del uso gnóstico de los mismos, dando lugar a una visión ético-trágica que concilie las dos visiones opuestas.
La inmortalidad solo abre media hoja de su puerta estrecha y deslumbrante.
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