Rafael del Naranco: Las tierras hendidas de Chernóbil

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Con la brutal guerra de Rusia sobre Ucrania –  infamia sanguinaria  de Vladimir Putin – el fantasma de la guerra nuclear se expande sobre Europa, y esa    fuerza destructiva, siempre al acecho, nos debe recordar el poco espacio que hay entre la  esencia cotidiana y  la destrucción.

En el poema  de William Blake tan memorizado por Jorge Luis Borges, se dice: “Dios, que hizo el cordero, creó también el tigre que lo devora”. Somos polvo de estrellas, y estamos aquí, sobre el planeta, gracias a la energía atómica.

Un día de 1942 – hace 80 años –  nace el Proyecto Manhattan dirigido por el físico teórico  Robert Oppenheimer, en Los Álamos, Nuevo México,  y con aquella primera  detonación se abrió la caja de Pandora y los demonios escondidos se aventaron y rodean el planeta.

La bomba  es una píldora. Bajo control, es beneficiosa; desencadenada, se convierte en el pavor más inimaginable. Un Leviatán suelto.

Eso se pudo comprobar en la madrugada del 25 de abril de 1986, cuando dos explosiones en la central nuclear de Chernóbil, Ucrania – “como una gigantesca explosión de basura” – expandieron  espanto y desolación por doquier, y aún hoy, tras el tiempo trascurrido de aquel pavor, la vida  en esa zona  sigue aún impurificada.

No conocemos de la existencia humana más de lo que sabemos del sonido, la luz, el calor o la electricidad. Es decir, poco e insuficiente.  No obstante, eso no impide   que nuestra raza, con esa predisposición innata para escarbar en la cognición de su existencia, dejara de jugar a ser Dios.

Los ilustrados saben que un  hombre o mujer se parece mucho a una piedra, la composición es casi idéntica, y  tiene una explicación: la noche cósmica de la tierra ha sido escrita por catastróficas explosiones termonucleares. Y así deberá seguir siendo para que la vida continúe.

Y una singularidad asombrosa: sin energía nuclear sería imposible la existencia de la vida humana tal y  como la conocemos.

La malaventura de Chernóbil fue una hendidura a consecuencia de la falta de insumos técnicos para tener controlado al monstruo, que la mayoría de las veces es más dócil que un corderillo.

Esa desatada esquizofrenia de átomos incandescentes dejó secuelas físicas y psíquicas, que aún hoy sigue afectando a docenas  de ciudadanos bielorrusos, ucranianos  y rusos.

Al presente, con angustia retenida,  hay tantas ojivas nucleares almacenadas en el planeta, que una operación matemática nos indica nuestro futuro probable: convertirnos en un resplandeciente hongo azul o expandirnos  sobre la inmensidad del  Universo. La decisión de que eso no suceda,  está en nuestras manos.

Hay hoy abedules y álamos creciendo en Chernóbil, y eso debido a una asombrosa acción de la propia naturaleza: detrás de una catástrofe espeluznante sobre la madre tierra, la vida renace  nuevamente,  y se propaga hermosamente por doquier.

 

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