Olga Rodríguez: Jalear la guerra

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Cuanto más dura un conflicto bélico, más muertes, más división, más dolor. Ucrania tiene derecho a defenderse. Pero jalear la guerra sin mencionar los riesgos de la misma sería ocultar parte de la realidad. El peligro de que se perpetúe es enorme.

Detrás de las justificaciones altruistas que se exponen habitualmente en torno a las relaciones internacionales se esconden intereses económicos, políticos y geoestratégicos de potencias regionales e internacionales. La geopolítica está impregnada de hipocresía y las explicaciones oficiales que se nos ofrecen suelen esconder algunas de las causas clave por las que se adoptan posiciones en el tablero global.

Ningún país invade otro o arma a un grupo determinado solo porque cree en los unicornios azules, en la justicia y en la paz mundial. En un mundo idílico las relaciones internacionales podrían guiarse por esos principios. Pero no estamos en un mundo idílico. Rusia ha invadido Ucrania porque quiere mantener y extender su órbita de influencia más allá de sus fronteras actuales, porque el sistema autoritario de Putin se rige aún por un imperialismo que añora la extensión territorial de la federación de repúblicas durante la URSS, porque quiere marcar límites a la expansión de la OTAN y mostrar contundencia ante su propio pueblo.

Una crónica anunciada

La invasión rusa de Ucrania ha sido en realidad una crónica anunciada a lo largo de los años, pero no por ello evitada. Tanto personalidades estadounidenses que ocuparon importantes puestos institucionales como analistas de calado han sabido -y así lo expresaron públicamente- que una expansión de la OTAN hasta las fronteras rusas significaría un desafío al que Moscú terminaría contestando. Y, sin embargo, dicha expansión no se evitó. ¿Justifica esto la invasión ilegal y los ataques indiscriminados de Rusia? En absoluto. El Gobierno de Putin, impulsor en su propio país de la persecución del pensamiento crítico, de movimientos feministas, LGTBI, socialistas o comunistas, cercano a organizaciones de extrema derecha europea, hace un alarde de fuerza para marcar sus límites, no tiene reparos en arrasar edificios en Ucrania y pretende proteger su imagen pública a base de censuras mediáticas.

Ahora bien, ¿debe por ello la Unión Europea aplicar también censuras, descendiendo hacia cánones impropios de las democracias? En un clima como el actual conviene crear espacio para la reflexión sosegada y preguntarnos quién gana y quién pierde con la normalización del cierre de medios, por muy prorrusos que sean.

Dobles raseros

Es preciso reflexionar también sobre los dobles raseros. Como periodista que ha cubierto conflictos en Afganistán, Irak o los Territorios Ocupados Palestinos, me veo obligada a recordar cuán diferentes a la actual fueron o son las reacciones mediáticas y políticas ante la invasión ilegal de Irak o ante ataques israelíes contra palestinos.

Estados Unidos está impulsando la investigación de crímenes de guerra rusos, lo cual está muy bien, teniendo en cuenta los destructivos bombardeos rusos sobre barrios residenciales. Pero conviene recordar, para entender las dinámicas, que Washington nunca ha suscrito el Estatuto de Roma -que sentó las bases para la Corte Penal Internacional- y que el anterior Gobierno estadounidense dictó sanciones contra dicho tribunal internacional cuando este intentó investigar los crímenes de guerra de EEUU en Afganistán.

Explicar no es justificar

Escribía hace cinco días George Beebe, exresponsable de la CIA sobre Rusia y exasesor de Dick Cheney, que EEUU eligió la guerra en Ucrania en vez de resolver el conflicto diplomáticamente:

“La elección que enfrentamos en Ucrania era si Rusia ejercía veto a la entrada de Ucrania en la OTAN en la mesa de negociación o en el campo de batalla” y “elegimos asegurarnos de que el veto fuera ejercido en el campo de batalla, confiando en que Putin se detuviese o que la operación militar fallara”.

Su punto de vista no es algo aislado entre sectores que en el pasado destacaron en el establishment estadounidense o entre analistas actuales. Jack Matlock, embajador estadounidense en Moscú entre 1987 y 1991, escribía recientemente un artículo en el que sostenía que esta invasión era previsible y a la vez evitable. Bajo el título “Yo estuve allí: la OTAN y los orígenes de la crisis de Ucrania”, indicaba que en 1997, cuando empezó a plantearse la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas, “afirmé al Senado [de EEUU] que esa expansión de la OTAN nos llevaría a donde estamos hoy”.

El actual director de la CIA de Biden, William Burns, escribió desde Moscú en 1995 que “la hostilidad hacia la expansión temprana de la OTAN se siente casi universalmente en todo el espectro político interno aquí”, y que la medida era “prematura en el mejor de los casos e innecesariamente provocativa en el peor”. El mismo Burns informó a la administración Bush en 2008 que “la entrada de Ucrania en la OTAN es la más destacada de todas las líneas rojas para la élite rusa (no solo para Putin)”. En 2020 el mismo Burns escribió sobre cómo “los rusos se atormentaban en su agravio y sentido de desventaja”.

En 2014 Henry Kissinger, la personificación de lo más duro de la política exterior estadounidense, argumentó: “Occidente debe entender que, para Rusia, Ucrania nunca puede ser solo un país extranjero”. Si “Ucrania quiere sobrevivir y prosperar no debe ser un puesto de avanzadilla de ninguno de los lados contra el otro, debe funcionar como un puente entre ellos”. En lugar de unirse a la OTAN, Ucrania “debería adoptar una postura comparable a la de Finlandia” en la que “coopere con Occidente en la mayoría de los campos pero evite cuidadosamente la hostilidad institucional hacia Rusia”.

Stephen Walt, profesor de Relaciones Internacionales en Harvard y columnista de Foreign Policy ha lamentado “la visión en blanco y negro de la situación en Ucrania” y el profesor de Políticas de la Universidad de Chicago John Mearsheimer considera que “todo el problema empezó realmente en 2008 cuando Bush anunció sus intenciones sobre Ucrania y Georgia, a pesar de que Moscú había dejado claro que esas intenciones eran percibidas como un amenaza».

Katrina vanden Heuvel, editora e integrante del Council on Internacional Relations en EEUU, escribía recientemente en The Washington Post que “la OTAN ahora existe principalmente para gestionar los riesgos creados por su existencia” y el experto en Ucrania del Kings College Anatol Lieven proponía hace unos días una Ucrania neutral y una moratoria en su entrada a la Alianza Atlántica para poner fin a la guerra.

Según ha contado la exanalista de inteligencia Fiona Hill -de la Brookings Institution– los servicios secretos de EEUU se opusieron a la idea de integrar Ucrania y Georgia en la OTAN en 2008, pero el entonces presidente George W. Bush ignoró sus advertencias, en un movimiento percibido hoy por la mayoría de expertos como un punto de inflexión clave en las relaciones entre Washington y Moscú. Otras voces del establishment de EEUU, como Thomas Friedman, Zbigniew Brzezinski o Daniel Patrick Moynihan, todos ellos conocedores por su propia edad de los límites del unilateralismo, también plantearon críticas en su momento.

Samuel Charap, experto en Ucrania de la Corporación RAND (grupo de expertos alineado con el Pentágono), considera que la crisis de Ucrania es «un síntoma del éxito desbocado [de Washington]” tras la Guerra Fría, y afirma que “Rusia está destinada a chocar nuevamente con Estados Unidos y sus aliados por el estatus de estas antiguas repúblicas soviéticas a menos que todas las partes puedan llegar a un acuerdo mutuamente aceptable para el orden regional”.

El profesor de Relaciones Internacionales Rajan Menon o el ex integrante del departamento de Seguridad Nacional Thomas Graham han instado a evitar la guerra “acomodando algunas de las principales preocupaciones de seguridad de Rusia” y formalizando “una moratoria declarada sobre la adhesión de Ucrania o cualquier otra república ex soviética” a la OTAN durante 25 años.

Podría ocupar decenas de páginas nombrando a más analistas nada sospechosos de ser prorrusos y que defienden salidas diplomáticas. También en España hemos escuchado estos últimos días a expertos señalando los riesgos de perpetuar el conflicto y apuntando que el mismo podría haberse evitado.

El elevado precio de incluir a Ucrania en la OTAN

Ante una invasión ilegal como la rusa, terrible en sus ataques, es preciso buscar soluciones con madurez y cordura, sin dejarse llevar por la satisfacción visceral de imaginar a un Putin derrotado mañana. Seamos realistas. Es probable que ese objetivo solo sea realizable a costa de un enorme sacrificio, de decenas o cientos de miles de vidas, de dolor y ruptura en Ucrania y quizá, a lo peor, extensión del conflicto a toda Europa, con la entrada de más ejércitos e incluso el uso de armamento nuclear. ¿Tan importante es la entrada de Ucrania en la OTAN? ¿Para quién?

La Alianza Atlántica no termina de asumir el nuevo escenario internacional. El unilateralismo ha dado paso a un multilateralismo con otras reglas y a nuevos actores emergentes capaces de tener sus propios márgenes de poder e influencia regional. En esta nueva realidad la OTAN, capitaneada por Washington, ha sido usada como un instrumento de presión contra Rusia, privilegiando los intereses estadounidenses por encima de los europeos y usando a Ucrania como escenario de enfrentamiento, pero sin comprometerse con ella en su defensa directa. Es la externalización del conflicto, un modelo tantas veces repetido por EEUU en las últimas dos décadas.

Ucrania tiene derecho a defenderse. Pero jalear la guerra sin mencionar los riesgos de la misma sería ocultar parte de la realidad. El plan de armar a grupos en contra del invasor debe estudiarse en profundidad. Según los expertos militares, solo armamento pesado y la intervención directa de potencias occidentales podría mover la balanza hacia un posible triunfo de Ucrania sobre Rusia. Washington y sus aliados no están dispuestos por el momento a enfrentarse directamente con Rusia para defender a Ucrania, pero sí a exponer a Ucrania a una guerra de desgaste con Moscú para seguir marcando su órbita de influencia. De ese modo depositan la defensa de sus intereses en las espaldas de los hombres ucranianos de más de 18 años -obligados a ir al frente de guerra- y de los grupos de combatientes locales armados con dinero estadounidense para luchar contra Rusia.

En este escenario conviene analizar cuál es el rol de la Unión Europea en la OTAN, una alianza militar en la que EEUU lleva años exigiéndonos más gasto en Defensa y estrategias que están provocando ya aumento de precios de alimentos básicos y de la energía (Rusia es el primer proveedor de gas en Europa), así como crecimiento de una tensión regional que nadie sabe cómo terminará. Cabe plantearse al servicio de qué y de quién está la Alianza Atlántica, qué actores salen ganando y perdiendo en este conflicto. Como se recordaba esta semana en la revistaTime, Europa depende mucho más de Rusia que EEUU. Si la guerra no se detiene, eso tendrá consecuencias a nivel comercial, en los precios y también en el turismo.

Cuanto más dura una guerra…

Ucrania se ha convertido en escenario de un enorme pulso entre Washington y Moscú, en el que se disputan poder, órbita de influencia regional, clientela en el mercado del gas y en el que intentan limitar los avances del adversario. En ese sentido el riesgo de la perpetuación de la guerra como herramienta de desgaste del contrario es gigantesco. Cuanto más dura un conflicto bélico, más heridas difíciles de cerrar, más muertes, más divisiones, más dolor.

La Historia, las hemerotecas, nos recuerdan la locura colectiva que generan los climas bélicos, enemigos del pensamiento sosegado. La tolerancia es entender que nadie merece ser deshumanizado -y menos aún cuando avanzan tanto los discursos de odio- ni tergiversado ni estigmatizado por creer en la paz. Es urgente desplegar un enorme escudo frente al ambiente de gresca y defender el paraguas del respeto y de las vías pacíficas.

Es preciso comprender lo básico en la resolución de conflictos: que en la guerra, como en el amor, para acabar es necesario verse de cerca. Que la guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz, como escribió Thomas Mann. Que cada guerra es una destrucción del espíritu humano. Que, como señaló Martin Luther King, una nación que gasta más dinero en armamento militar que en programas sociales se acerca a la muerte espiritual.

Nunca ganan los pueblos las guerras. Las ganan los magnates que se enriquecen con ellas, las empresas armamentísticas, los políticos que pretenden hacer carrera a costa de vidas ajenas. Y lo hacen a través, entre otras vías, de lo que Susan Sontag llamó “la lujuria de la opinión pública por los bombardeos en masa”.

En uno de los alegatos más famosos de Hollywood, al inicio del film Lo que el viento se llevó, varios hombres celebran los tambores de guerra, ante la mirada atónita de Scarlett O’Hara. Posteriormente el único que muestra dudas -signo de debilidad aún hoy en este contexto testosterónico- reflexiona así: “Las mayores desgracias las traen las guerras. Y cuando estas terminan ya nadie recuerda lo que las provocó”.

¿Nos acordamos hoy de qué provocó la guerra en Kosovo, en Libia, en Siria o en Irak, de quiénes las jalearon, con qué intereses? ¿Sabemos quién se benefició? ¿Quién sufre ahora y posiblemente siga haciéndolo durante generaciones? ¿Recordaremos en el futuro qué se hizo y qué no para evitar males mayores a Ucrania y a toda Europa?

 

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