Héctor Schamis: América Latina en el (des)orden internacional

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La década de las revoluciones democráticas comenzó con la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 y continuó con la unificación de Alemania en septiembre de 1990. El Pacto de Varsovia, instituido en 1955 como respuesta a la incorporación de Alemania Occidental a OTAN, se disolvió en julio de 1991. La desaparición de la Unión Soviética ocurrió en diciembre del mismo año, proceso por el cual de un Estado surgieron quince, previamente anexados y ahora otra vez independientes.

Ese fue el fin de la Guerra Fría; “guerra” que, irónicamente, produjo el período de paz y estabilidad más prolongado que Europa había conocido desde 1648. Una paz que se interrumpió en esa misma década con el desmembramiento de Yugoslavia. Fue guerra con genocidio y limpieza étnica, los peores fantasmas europeos de regreso. Cuando muchos proclamaban la obsolescencia de la guerra misma, aquella duraría toda la década.

El fin de la bipolaridad inició la reconfiguración del sistema internacional; que quedó inconcluso, lo vemos nítidamente hoy en la invasión de Ucrania. A pesar de la guerra en los Balcanes, la ampliación de la Unión Europea y de OTAN expandieron el mercado y la democracia hacia el Este. Resurgió la clásica discusión acerca de la relación entre libertad política y económica. No fue el fin de la historia, pero sí de una particular lectura de la misma: la de la teleología marxista. A través de dicha lente analítica la transición del socialismo al capitalismo democrático era una involución inconcebible.

En el hemisferio occidental las transiciones recibieron un impulso adicional una vez desmantelado el socialismo de Estado en Europa, y ello a pesar de la fatiga del ajuste y los precios internacionales desfavorables. Para Cuba, el fin de la Unión Soviética significó la pérdida de los subsidios agrícolas y energéticos; una profunda recesión que llevó al “Período Especial”. Al firmarse la Carta Democrática Interamericana en septiembre de 2001 solo un país de la región no fue parte de la misma, Cuba, la única autocracia del continente. El consenso optimista de entonces era que la apertura política y el mercado también llegarían a la Isla.

La democracia, sin embargo, jamás fue la idea del Estado-partido. La liberalización económica parcial fue un instrumento para recuperar oxígeno y ganar tiempo. Que algo cambie para que nada cambie, sortear la crisis descomprimiendo la economía hasta encontrar la manera de atraer recursos financieros externos, salir del aislamiento internacional y recuperar el control político interno. Lo cual ocurrió gracias a Hugo Chávez.

Venezuela comenzó a vender a Cuba petróleo fuertemente subsidiado, que Cuba a su vez exporta aún hoy a precio de mercado. Cuba se hizo de una renta petrolera—paradójicamente, sin tener petróleo—para superar la crisis de los noventa y estabilizar al régimen. La petro-diplomacia le permitió a Venezuela expandir su influencia en la región con al apoyo disciplinado de los beneficiarios de Petrocaribe, Cuba y catorce países más. Surgió el multilateralismo regional castro-chavista.

Coincidió con el boom de precios de comienzos de siglo, términos de intercambio históricos. Muchos presidentes aprovecharon la bonanza para quedarse en el poder más tiempo del estipulado al llegar al mismo; cambiar textos constitucionales para introducir la reelección indefinida; cooptar el poder judicial, reduciéndolo a un apéndice del ejecutivo; y restringir derechos y libertades, de prensa entre ellos.

En paralelo, la penetración del crimen organizado en la política—si no la captura del aparato del Estado—ha profundizado la erosión de las instituciones democráticas. El modelo político cubano, producto de exportación desde los sesenta, ha tenido un “saldo comercial” superavitario con el crimen organizado en este siglo, mucho más que con aquellos estudiantes universitarios devenidos en guerrilleros

Toma forma así un régimen de partido único en América Latina. Funciona de jure, como en Cuba, o de facto, como en Venezuela, Nicaragua y gradualmente Bolivia. Ello además de adeptos y seguidores en otros países.

Esto ocurre dentro de un sistema internacional desestructurado que dificulta la tarea de estabilizar sistemas democráticos y con vigencia del Estado de Derecho. Nótese, al respecto, que World Order de Kissinger, publicado en 2014, es en realidad acerca del desorden internacional de la post-Guerra Fría, un sistema de normas difusas e incentivos ambiguos, disfuncional negociando tensiones, o sea, regulando conflictos.

Aquel orden bipolar predecible surgido en 1945-50 se transformó en una multipolaridad por demás inestable en este siglo, un inherente generador de riesgos. Por ello es que esta guerra en Ucrania solo puede sorprender a medias, largamente anunciada por las guerras en Siria, Chechenia, Georgia, Crimea, la creciente hostilidad de China hacia Taiwán y, si se quiere, la caída de Kabul.

Pues ahora se trata de una guerra en Europa. La de la ex Yugoslavia también lo fue pero hasta cierto punto. Tuvo características de guerra civil y sin armas nucleares. De ahí que esta invasión y la espeluznante destrucción de Ucrania adquieran las características típicas de una “guerra sistémica”, es decir, una confrontación que altera el status quo y redefine el orden mundial desorganizando y reorganizando alianzas políticas y militares. Inevitablemente, involucra a los grandes poderes y por ello altera el régimen de gobernanza planetaria.

Ya vemos algunos rasgos de lo que surge. Ucrania fue invadida con el pretexto de que iba a abandonar su condición de neutralidad. Lo cual sugiere que ello no habría ocurrido de haber sido un Estado miembro de OTAN. Al menos parcialmente, la hipótesis la corroboran los países neutrales de Europa Occidental. Suecia y Finlandia rápidamente anunciaron mayor cooperación militar entre ellos y con OTAN, además de haber enviado armas al gobierno de Ucrania. Suiza, que no es miembro de OTAN ni de la UE, adhirió y reprodujo las sanciones europeas a Rusia, interrumpiendo su tradición de neutralidad desde 1815.

Si Putin ambicionaba una Europa con mayores niveles de neutralidad, pues ha logrado lo contrario. Su error de cálculo y estrategia resulta difícil de comprender. El espacio para ser neutral como garantía de la seguridad, noción originalmente concebida para permanecer al margen de la confrontación Este-Oeste, parece ser cada vez más pequeño. El tema tendrá relevancia electoral: el consenso en favor de una membresía plena en OTAN ha crecido en dichas sociedades.

Europa, Occidente todo, comienza ahora a tomar nota de la historia y de sus narrativas auto-justificatorias. En esa narrativa, Rusia jamás reconoció a Ucrania como nación separada. El viejo argumento de que rusos y ucranianos son un mismo pueblo solo se puede entender como la absorción de Ucrania por Rusia, una narrativa no muy diferente en relación a Georgia, Bielorrusia y los Estados Bálticos, todos sujetos a procesos de rusificación en diferentes momentos de la historia. Putin es el portavoz de aquella nostalgia imperial.

Qué mundo surgirá después de esta guerra tendrá implicancias directas en América Latina, volviendo al punto anterior. Las sociedades deben mirarse el alma y preguntarse a qué tipo de civilización quieren pertenecer. Una opción es ser parte de Occidente, donde la ciudadanía tiene voz, voto, y derechos. La otra es continuar asociándose a aquellos que compiten con Occidente, Estados que exportan un orden político sin derechos ni libertades y que tienen creciente presencia en las Américas: China, Rusia, Irán y su contratista tercerizado, Hezbollah. O sea, donde las personas no son ciudadanos sino súbditos.

La elección no es complicada, pero buena parte de las elites políticas latinoamericanas han perdido la brújula normativa, es muy cierto. Sin embargo, los incentivos materiales que emanan de Occidente son ambiguos en el mejor de los casos, en especial los que llegan desde Washington. Y ello, en realidad, desde hace varias administraciones. Zelensky necesita y pide ayuda militar para “continuar siendo parte de Occidente”, precisamente. Para conquistar la voluntad de América Latina de “ser parte de Occidente sin ambages”, también hace falta más que palabras.

@hectorschamis

 

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