Rafael del Naranco: Rabat y el Sahara Occidental

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Al  escribidor Marruecos le sabe a higueras, clavo, comino y canela; igualmente murallas y barro donde las medinas, con sus placitas y callejuelas, guardan  momentos de su juventud. Lo mismo que su milenaria historia.

Después de años, regresar al cojín en el cual incliné mi cabeza en aquella casita del zoco en El Aaiún, capital del Sahara Occidental, guardo en  mi remembranza el saborcillo de agua de rosas con el que Rachida, día y noche, frotaba su cabello, negro, sedoso, perfumado, siempre  al despuntar el alba.

El Sahara Occidental es parte íntegra de Marruecos y… de nuestra vida. Y lo será para siempre. Crucé  durante años sus arenales. Dormí bajo el sonido del siroco. Supe de muchas historias bajo las jaimas, sabiendo que desde  tiempos inmemorables las tribus que allí moraban rendían pleitesía a los sultanes de Marrakech,  y en época del gran Mulay Ismail, el primero de la familia de  los reyes alauitas (descendientes por línea de los Jerifianos del profeta Mahoma), ya había conseguido una amplia unidad de todo el territorio,  mientras Smara, la ciudad venerable y santa de los “hombres azules”, le dio un sentido de unidad religiosa y política a las distintas familias nómadas.

Un día inolvidable, bajo los palmerales datileros, sentado en tapiz de lana, de pelo de cabra y de camello, en esa hora precisa donde la luz brillante del caluroso día comienza a menguar, escuché unas estrofas sobre el desierto cantadas por Tehar Ben Jelloun, el escritor marroquí premio Goncourt, y hoy, al cabo de tantos años, las recuerdo y las siento con una emoción de honda cadencia:

“Tengo dátiles y un poco de miel, no tengo casa, pero tengo un país en los ojos, tengo una tierra en el corazón, amo este país…”

Durante unos años el desierto formó parte de mi existencia. Creo estar construido de arena, de esa inmensidad que ha  moldeado un poco mi carácter, y aunque taciturno, soy ahora un poco más abierto.

Si cierro los parpados, nuevamente estoy  mirando las tierras de Smara, mientras el siroco y yo,  como tantas mañanas en Mahabes de Escaiquima, hablamos de nuestras cuitas, anhelos cortantes dejados en el suelo de la jaima, la tienda de piel de camello o cabra, en un recodo  del el río seco, donde las gacelas, a la caída de la tarde, buscaban  la frescura  de las primeras brumas de la noche.

Ese olor penetrante a té verde, lo conozco y lo siento correr sobre mi cuerpo; todo, hasta mi espíritu, está impregnado de él.

El presente mes de marzo se hizo justicia: el Gobierno de España  reconoció al Sahara Occidental como parte inalienable de Maruecos, con el malestar del Polisario, manejado por Argelia. Es bien certero: toda persona bien informada de esa situación, sabe que  docenas de saharauís, reclutados en los campos de Tindouf, han regresado a su casa de siempre: Marruecos.

Rabat tendrá que dar a ese territorio autonomía con el habla español, lo mismo que sucede en  la península con el  catalán, valenciano, gallego, euskera y aranés.

En Marruecos los principales idiomas son el árabe y el amazig, llamado igualmente berebere y rifeño. El francés se halla ampliamente extendido. El español, se usa en el norte del país.

Ahora comienza un momento difícil: la posible concordia entre Rabat y el Polisario tras más de 40 años enfrentados.

Tal vez, en cielo de Alá,  hoy esté entristecida  Mariem Hassan, la voz indómita de ese Sahara Occidental.

 

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