Rafael Fauquié: Maestros, aprendices II

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El maestro educa y al educar aprende. Aprende de su curiosidad y de la curiosidad ajena. Aprende de sus razones y de las razones de quienes lo escuchan. Aprende de la necesidad de repensar sus pensamientos y del apremio de coherencia en sus argumentos. Aprende del requerimiento de humanidad de sus juicios y de la continuidad de ciertas impostergables interrogantes…

Suele repetirse que el maestro debería ser optimista ante su esfuerzo. Más que de optimismo, prefiero hablar de esperanza. Es ésta la que lo llevará a creer en su cometido, a creer en la trascendencia de sus voces, a creer en su intención de comunicar algunas esenciales comprensiones. Está obligado a conservar viva la fe en esos estudiantes a quienes forma. Un maestro que no crea en su potestad para contribuir de alguna manera en la superación humana de sus discípulos nunca debería dedicarse a la enseñanza.

El maestro se parece a su manera de decir. Acaso el sentimiento más importante que pueda experimentar junto a sus voces sea convertirlas en lugar de encuentro con los estudiantes, espacio donde hacerse entender y defender cuanto valora. Se trata de hacer de las palabras un puente entre la propia experiencia y la curiosidad del discípulo, entre las razones de la ética y una juvenil razón en busca de su propio camino, entre imaginarios personales asociados a ciertas vivencias y esas imágenes en las que un joven pudiera comenzar a reconocerse…

El maestro reconoce en sus palabras la potestad de convertir la enseñanza en algo vivo, real, dinámico; de orientarlas no solo hacia la comunicación del saber sino también y necesariamente hacia la valoración de una moral necesaria, hacia la definición de una ética individual capaz de prevenir al estudiante de injusticias, alienación, cegueras ideológicas, incondicionales obediencias, irracionales fanatismos… El destino de las palabras del maestro es su recepción, su posibilidad de convertirse en diálogo.

Todo diálogo entre maestro y discípulo comienza con la habilidad de aquél para saber qué preguntar y entender qué respuestas esperar. Algunas, inesperadas, pudieran enriquecerlo tanto a él como a sus estudiantes. Ni existen preguntas incapaces de respuesta ni existen respuestas absolutamente definitivas o unívocas.  Nunca rutinario, nunca adoctrinador; por el contrario: esfuerzo creativo, vivaz y confidente, el diálogo entre maestro y discípulo es expectativa y punto de partida de la acción educadora. Puede poseer  muchas formas, apoyarse sobre muy variadas ilustraciones, pero está obligado a sustentarse siempre sobre una necesaria mutua confianza. De la parte del discípulo, confianza en su maestro, en la honestidad de sus ideas y en la veracidad de sus voces. De la parte del maestro, confianza en la voluntad del discípulo por escucharlo y entenderlo.

 

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