Los rusos tenían todo lo que hacía falta para la guerra, pero ese todo era diferente, menos mecánico, menos reglamentario… Era como si un gran circo ambulante, temible y misterioso, hubiese salido desde algún punto lejano y desconocido del Este, desde Rusia. Ese circo ambulante era, en realidad, una de las maquinarias bélicas más inmensas de la Tierra
Sándor Márai
…surgen los tiranos humanos, que usurpan los bienes de sus vecinos y son causa de que la miseria se extienda. Éstos también deben ser suprimidos
Joseph Campbell
El mal de nuestro tiempo consiste en la pérdida de la conciencia del mal
Krishnamurti
Una vez más a los habitantes de este planeta nos toca sufrir, directa o indirectamente, los horrores de la guerra. De nuevo, Europa, cuna de la civilización occidental, es el escenario de esta manifestación de la raza humana, tan antigua como el hombre. Cinco mil seiscientos años de historia escrita dan cuenta de catorce mil seiscientas guerras. Desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial no ha dejado de haber guerras en nuestro planeta, aunque la inexistencia de conflictos bélicos de extensión global nos ha hecho creer que mantuvimos un largo período de paz.
La guerra parece estar siempre al acecho de la vida civilizada: Ares y Atenea, dos dioses guerreros, pero diferentes, enfrentados. Orfeo, en el Himno a Ares, así lo describe:
Inquebrantable, de ánimo bronco, vigoroso, poderosa deidad, que disfrutas con las armas, indomable, aniquilador de mortales, demoledor de murallas, soberano Ares, que te mueves en medio del estrépito de las armas, siempre manchado de sangre, disfrutando de la matanza, metido en el fragor del combate, terrible; que deseas el tosco combate de espadas y lanzas.
La sabia diosa Atenea, en cambio, siendo guerrera, no representa la fuerza bruta. Por el contrario, antepone la prudencia a las armas, su lucha es racional, estratégica, guiada por la dignidad en la batalla y el establecimiento del orden, de la vida civilizada. Así es presentada en el Himno Homérico:
Comienzo a cantar a Palas Atenea, gloriosa diosa de ojos azules, llena de sabiduría, de corazón inexorable, virgen venerada, protectora de ciudades, valerosa, Tritogenia, a quien el prudente Zeus engendró él sólo, e hizo nacer de su divina cabeza, revestida con belicosas armas resplandecientes de oro.
Ambos, al ser aspectos arquetipales, señalan ese sustrato de nuestra psique que tiende a la guerra, aunque con fines diametralmente diferentes. Solemos detestar al ejército que invade, viola, depreda, masacra -carente de cualquier rasgo de honor-, pero amar y honrar el ejército que defiende la polis, aunque ambos maten. Ya sabemos cuáles dioses parecen estar guiando los enfrentamientos entre Rusia y Ucrania. Y si somos pacifistas defendemos febrilmente nuestra postura y nos convertimos en unos guerreros de la paz…
Nos resistimos a aceptar que la guerra, hasta ahora, ha sido tan propia de los modos humanos, como el amor. Aunque ya Heráclito sentenció veinticinco siglos atrás que la guerra es el padre de todas las cosas, significando así que todo devenir procede del conflicto entre fuerzas contrapuestas. Olvidamos, también, que Eros, ese dios que todo lo vincula -fuerza que conecta, une, enlaza-, según una de sus diversas genealogías, es hijo de Afrodita y de Ares: el amor y la guerra, los opuestos como engendradores de vida.
Más allá de los confines de la mitología, esa psicología de la antigüedad, Immanuel Kant, en su ensayo “Sobre la paz perpetua”, sentencia que El estado en que los hombres viven en paz unos junto a otros no es natural; la guerra es el estado natural del hombre. Pero, precisamente, las distintas guerras con sus potenciales efectos catastróficos –un infierno de males en que sean aniquilados por una bárbara devastación… todos los progresos de la cultura logrados hasta el momento-, serían el principal impulso del ser humano, quien las propicia, para erradicarlas y salir de ese estado natural que denominó insociable sociabilidad. No es por grandeza, entonces, que los seres humanos desistirían de la guerra, sino por el desgaste y la desesperanza del constante impulso bélico que, eventualmente, los orientaría a la construcción de la paz. Pero, esto solo ocurrirá si los Estados detienen su afán expansionista e invierten en las cualidades morales de los ciudadanos: Nos hemos cultivado en alto grado mediante el arte y la ciencia. Nos hemos civilizado hasta el extremo en toda clase de decoros sociales. Pero falta todavía mucho para tenernos por moralizados.
Varios siglos después de que el filósofo prusiano reflexionara sobre la superación de la guerra y la construcción de la paz, aún continuamos experimentando el expansionismo de los Estados -como siempre fue- y la insuficiente moralidad de los individuos. Pareciera que modos de ser y estar en el mundo ajenos de la guerra, no son posibles a menos que haya una expansión de la Conciencia mucho más allá de los humanos límites actuales. ¿Alcanzará la Humanidad una adultez que la lleve a superar su atávica tendencia a la guerra, propia de un estadio infantil? ¿Es posible una vida en la cual la constatación de que nuestras profundas diferencias individuales y culturales existen solo en el Orden Explicado, pero que somos una Unidad indivisible en el Orden Implicado (como plantea David Bohm, desde el conocimiento cuántico de la realidad), propicien un vivir fuera de los confines de la guerra? Al respecto, en “La Totalidad y el Orden Implicado”, dice:
Las distinciones, generalizadas y omnipresentes, entre la gente (raza, nación, familia, profesión, etcétera), que impiden que la humanidad trabaje unida para el bien común y, por supuesto, incluso para la supervivencia, tienen uno de los factores clave de su origen en un tipo de pensamiento que trata las cosas como inherentemente divididas, desconectadas y «fragmentadas» en partes constituyentes aún más pequeñas. Y se considera que cada una de estas partes es esencialmente independiente y que existe por sí misma. Cuando el hombre piensa así de sí mismo, tiende inevitablemente a defender las necesidades de su propio «Ego» contra las de los demás, o, si se identifica con un grupo de gente de la misma clase, defenderá su grupo de un modo parecido. No puede pensar seriamente en la humanidad como una realidad básica, que exige su prioridad. Incluso cuando intenta considerar las necesidades de la humanidad, tiende a considerarla como separada de la naturaleza, y así sucesivamente… Lo que estoy sugiriendo es que una apropiada visión del mundo, adecuada a nuestro tiempo, es uno de los factores básicos necesarios para conseguir la armonía del individuo y también la de la sociedad como un todo.
Una larga historia de guerras
Según Susan Sontag no hay respuesta; con estupor sólo atina a decir que No podemos imaginar lo atroz, lo aterradora que es la guerra –y lo normal y aterradora que se vuelve-. No podemos comprender, no podemos imaginar. Y aunque empatizamos con su renuncia a comprender (lo sentimos cada vez que atestiguamos lo demencial de la guerra), no podemos aceptarlo. Debemos insistir en mirar más profundamente.
En realidad, debemos encontrar otras imágenes -salir del persistente espanto que nos encadena eternamente a la masacre- que posibiliten una vida más allá de las categorías que, por ejemplo, conciben la política y sus instituciones en términos de obediencia ciega a la autoridad (¿están todos los ciudadanos rusos de acuerdo y comprometidos con esta guerra contra sus vecinos ucranianos?) y de renuncia a la deliberación individual (ya sabemos por los testimonios de Adolf Eisenberg y sus colegas que la obediencia acrítica a las órdenes jerárquicas se constituyó en un modo de ser dentro de la inmensa maquinaria de muerte nazi, y que sus funcionarios, al ser enjuiciados, para exculparse, repetían ad nauseam que sólo obedecían órdenes, lo cual, según Hannah Arendt, los convertía en imbéciles -no como insulto, sino como condición-), o de ver al diferente como enemigo (en estos momentos, estamos en presencia de otro Imperio auto-designado para salvar al mundo, o al menos a Europa, a sangre y fuego). Tratar de comprender e imaginar el abismo de la guerra también es un asunto de moralidad.
Pero, por más absurda, descarnada, demente e irracional que nos resulte la guerra, también ha sido capaz de otorgar algún sentido. Citemos las palabras, mil veces repetidas en diversas versiones, de una mujer que después de la Segunda Guerra Mundial, declaró No me gusta la guerra y tampoco quiero que regrese. Pero al menos me hacía sentir vida, tan viva como nunca me he sentido antes o después. O aquellas otras de la película Patton, Amo todo esto. Dios sabe cuánto lo amo. Lo amo más a mi vida, pronunciadas por el propio general mientras sostiene en sus brazos a un soldado moribundo. Y es que este general representa a millones que a lo largo de la historia han sentido ese mismo terrible amor.
¿Qué hay en la guerra que produce tal animación y hasta pasión en los individuos? ¿Es el horror mismo que sacude la somnolencia del vivir cotidiano? ¿Es la exaltación de una situación que in extremis nos lleva a preferir sacrificar nuestra propia vida -el pequeño yo- para salvar la de otros? ¿Es el heroísmo, la gloria y la embriaguez de la victoria, no comparable con ninguna otra experiencia humana, excepto, quizás, la mística?
Es que además de Ares -guerra- hay otro dios recorriendo el mundo, Hades -muerte-. Su reino, el inframundo, es el país de las almas, donde solo habita la psique ya sin la carne. Es el ámbito de lo profundo y de lo oculto. Perséfone, personaje central de este mito, habita en su dulce inocencia arriba, recogiendo flores hasta que es raptada y llevada violentamente hacia abajo, hacia las profundidades por el regente del mundo subterráneo. La doncella Kore se convierte por fuerza del rapto -de la agresividad- en la reina consorte de Hades. La tranquilidad del apacible vivir anterior queda anulada y aparecen las fuerzas del inconsciente tomando el poder. La vida se vuelve profunda y ocurre un cambio iniciático en la psique.
El vivir pierde su candor, pero ahora es capaz de soportar los abismos de la existencia. Nuestra verdadera fortaleza no reside en el pequeño yo de la superficie. Habita, en cambio, en la hondura del alma. Y pocas cosas nos otorgan más densidad, y, por lo tanto, capacidad para sobrellevar el sufrimiento, que las experiencias definitivas que nos trae la guerra.
Abundan en las noticias que estamos viendo día a día sobre Ucrania las historias de desprendimiento, generosidad, compasión, coraje y sacrificio, en medio de –o precisamente por- la atrocidad de la devastación de vidas y ciudades. Ciudadanos de distintos lugares del mundo llegando a este valle de muerte para sumarse a la defensa de la democracia; madres que viajan a Polonia, Alemania o Rumania a dejar a sus hijos al cuidado de parientes o amigos, y que regresan a su país a brindar apoyo y a defender a su patria; líneas telefónicas de ayuda, atendida por mujeres ucranianas, para informar a mujeres rusas del paradero de sus hijos o maridos/soldados, e innumerables familias abriendo sus hogares para dar cobijo a los refugiados.
La invasión de los bárbaros
¡Tierra, tierra! El mundo ya está lejos, con espantosa voz de plomo da la guerra su grito destemplado y la brasa del crimen aquí lo quema todo, a todo europeo, judío o cristiano. Con la sangre han marcado las puertas de las casas, aquel que era creíble ha sido asesinado, cuanto hacía vivible la vida es un oprobio; en tu cama, carroña; tu casa, un hueco hediondo. Arrastran los desolladores al creyente y la fe. Al final se han abierto, Apocalipsis, tus puertas; grazna la acusación de crimen sobre el mundo, quien hoy día te besa, mañana ya te entierra, a quien ahora abrazas, mañana estará muerto, quien te acunaba anoche, te pone hoy en venta…
Estas palabras de Sándor Márai, en su libro autobiográfico “¡Tierra, tierra!”, aluden a la navidad de 1944, en pleno desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, cuando su natal Hungría ha pasado de estar asediada por las hordas nazis a recibir a los bárbaros, al ejército rojo.
El tiempo que Márai, junto al resto de sus compatriotas, pasó en una convivencia obligada con el enemigo eslavo, lo llevó a observarlo detenidamente, cotidianamente, íntimamente incluso -pues muchas veces tuvo que compartir el mismo aposento con los invasores-, y a concluir con asombro que…hay en los rusos algo diferente, algo que una persona de educación occidental no es capaz de comprender …Si me encuentro ante una persona occidental, es decir, ante un francés, un inglés, un americano o un alemán, en una situación dada — independientemente de la personalidad del individuo— puedo prever, más o menos, sus primeras reacciones, simplemente con arreglo a la situación o al momento. Sin embargo, nunca he sido capaz de descifrar las primeras reacciones de los rusos, y menos todavía las segundas o terceras. No fui yo la única persona que los observaba sin poder atisbar nada, les sucedía lo mismo a todos los demás representantes del mundo occidental que se encontraron con ellos. Sin embargo, ni ese tipo de encuentros ni otros me ayudaron a descubrir en qué consistían las diferencias que yo sentía entre rusos y occidentales. Porque eran, indudablemente, diferentes de nosotros; no tanto como un hindú o un chino, pero es absolutamente cierto que un campesino alemán, un fontanero inglés, un veterinario francés o un pintor de brocha gorda italiano responden a las cuestiones primarias de la vida, desde el punto de vista de su comportamiento, de manera diferente de la de un ruso. Su manera de jugar también era diferente, no se notaba en ellos la conciencia del homo ludens, ni los reflejos cultos de la commedia dell’arte, en todos los juegos que improvisaban había algo de hechicero, algo tribal, algo ritual; así que, cuando se ponían a jugar, también inspiraban miedo. ¿En qué se resumían tales diferencias? ¿Se debían acaso a las características del hombre soviético, un ser humano criado y condicionado de una manera totalmente nueva, un ser humano que experimenta y observa el mundo y a sus habitantes desde un punto de vista completamente distinto?
En el desconcierto que le producían los comportamientos de los salvadores –expulsaron al ejército nazi- devenidos invasores, estaba vislumbrando el escritor la condición de no occidentales de los rusos. Rusia, ubicaba en los confines de Europa, ha vivido en una compleja ambigüedad respecto a su pertenencia a Europa o a Oriente, lo cual les ha producido a la vez envidia y resentimiento.
En la década de 1850, el escritor y filósofo Aleksandr Herzen (1812-70), manifestando una cara de esa moneda, escribió: Nuestra actitud hacia Europa y hacia los europeos sigue siendo la de los provincianos hacia los moradores de la capital: nos mostramos serviles y sumisos, consideramos cualquier diferencia como un defecto, nos avergonzamos de nuestras peculiaridades y tratamos de ocultarlas. Lo cual no impidió que en el seno de esa cultura germinara la semilla de la eslavofilia, la otra cara de la moneda, en respuesta tanto a los occidentalistas, como a la invasión francesa a Rusia de 1812. Se encumbra así la defensa y exaltación de valores propiamente rusos como la vida rural, el hombre sencillo y, en franca oposición de los estados laicos europeos basados en la ley, los ideales ortodoxos del sacrificio y la humildad cristianos como el centro de la vida espiritual rusa, que la hace superior a Occidente. El espíritu colectivo (sobornost) como opuesto al individualismo de Occidente y como elemento central del alma rusa. Los valores civilizatorios de Occidente, democracia, liberalismo, derechos humanos, separación de poderes, constitucionalismo, entre otros, no pueden ser parte de esta concepción paneslava de la vida, como no lo son en numerosas regiones y culturas del planeta.
Esta concepción, por lo tanto, es una de las raíces de la postura mesiánica de los dirigentes rusos –además de su voluntad de poder individual- de redimir a la humanidad, pues Rusia no es vista como un Estado limitado por fronteras geográficas, sino, y, en la voz del poeta Fiódor Tiútchev (1803-73), partidario militante de la causa paneslava, Rusia no puede comprenderse solo con la mente, no hay regla capaz de abarcar su grandeza: su espíritu es de una clase especial, en Rusia solo se puede creer.
No obstante, por más extrañeza que le produjeran los eslavos venidos del Este a este insigne escritor húngaro, es un hecho aplastante que la mayor desgracia vivida por la humanidad surgió en el propio seno de la culta y civilizada Europa. Las dos Guerras Mundiales tiñeron de sangre, oprobio y espanto al mundo entero. La condición de europeo, o de herederos de la cultura greco-romana, no exime de barbarismos.
En el ámbito geopolítico actual, el ensanchamiento cada vez más hacia el Este de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, con la sucesiva anexión de países alineados a la órbita occidental –al momento de la creación del organismo fueron 10 los países firmantes; a la fecha van 30- ha activado, desde tiempo atrás, todas las alarmas del autócrata ruso, quien, además, no ha podido superar el descalabro que sufrió su patria con la desaparición de la URSS. Y, aunque se empeñe en esgrimir argumentos de defensa y rescate de sus habitantes como justificación a los ataques a Ucrania, en el sustrato sigue viva la convicción de la superioridad imperial eslava y su derecho a expandirse: Solo un territorio suficientemente amplio puede garantizar a un pueblo la libertad y su vida. Firmado: Hitler.
Pero hay otro ingrediente central en esta argamasa letal en la Europa del siglo XXI.
El Viejo Rey enfermo
El dictador de Rusia ya ha cumplido setenta años y parece estar actuando bajo el influjo del arquetipo del Sénex, el Viejo Sabio, en su modalidad negativa. Como un viejo Rey enfermo, desquiciado, deviene en una versión contemporánea del padre Cronos devorando a sus hijos, los dioses, la nueva vida. Cuando este arquetipo se activa de forma positiva, el Anciano Sabio, puede otorgar al vivir, en su última etapa, serenidad, autoridad, comprensión profunda de la vida -cercanía a la muerte-, compasión. Por el contrario, cuando el Sénex se escinde de su otro aspecto, el puer -el niño-, algo en la psique se calcifica. La autoridad se vuelve tiranía que solo aspira a la perpetuación del viejo orden, la rigidez de la perfección se vuelve muerte y la necesidad de dominación y control, la respuesta a una constante paranoia. En quien experimenta tales estados desaparece cualquier posibilidad de conectar, de relacionarse, de sentir compasión, o de negociar y funcionar dentro de las formas de la diplomacia. Estados claramente explicados por Carl Jung en su afirmación “donde el Eros reina, no hay voluntad de poder; y donde la voluntad de poder es dominante, falta el amor”.
Mientras más anciano se vuelve, Putin más necesita presentarse como el hombre todopoderoso. Es inevitable, ante sus amenazas de apretar el botón nuclear, recordar escenas de esa parodia magnífica del poder desquiciado en manos de un hombre jugando con el destino del mundo, que es la película El Gran Dictador, de Charles Chaplin, inspirado en Adolf Hitler, porque ya sabemos que hay equivalencias entre ambos personajes.
A pesar de que a los testigos de todo el globo, que llevamos ya semanas observando el desquiciamiento de esta guerra, nos espante que el representante máximo del Kremlin juegue a la diplomacia -ofreciendo cese al fuego, corredores humanitarios, respeto a la población civil- y haga exactamente lo contrario (arrasando con vidas de ciudadanos civiles, con hospitales, con escuelas, y como no, apuntando a centrales nucleares), debemos admitir que lo hace porque su afán de poder está indisolublemente asociado a una condición psicopática, como tan a menudo ocurre. En su caso, una personalidad de tipo paranoide, necesita dominar, poseer y manipular la realidad exterior, y al no verse limitado por ninguna barrera moral, avanza incólume hacia donde su inferioridad psicopática le lleva. En la tercera semana de iniciada la invasión, además de los varios miles de bajas rusas, ya ha ocasionado 816 muertes de civiles, 1.333 heridos (según cifras de la oficina de derechos humanos de la ON) y más de 3.000.000 de refugiados ucranianos, porque no es capaz de hacer algo diferente. No hay Eros en su psique.
Así, avanza implacable hacia convertirse en lo que Elias Canetti llamó El hombre más bajo: aquel cuyos deseos se han cumplido en su totalidad, aunque en su frenesí amenace a la humanidad toda.
El dolor necesario
El dolor es la verdad, todo lo demás está sujeto a duda (J.M. Coetzee). Este nuevo crimen contra la humanidad debe conmovernos a todos. Que nuestros corazones permanezcan abiertos con la herida que este sufrimiento nos causa, pues solo un profundo dolor podría aminorar la irrupción de la maldad pura y dura en nuestro interior, tan fácilmente activable en presencia de actos desalmados. A veces, solo la hondura del sufrir nos restaura algo de la luz que nos es arrebatada cada vez que la embriaguez de poder nos pierde en su temible oscuridad.
Que estos versos de Vallejo nos contengan mientras transitamos por la espesura del inframundo en búsqueda de algún sentido, ése que se nos escapa en la superficie. Nuestro dolor, junto nuestra indignación, frente a los crímenes comandados por un Ares despiadado, pudieran invocar la sabiduría civilizatoria de Atenea.
Yo no sufro este dolor como césar vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase césar vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.