Al parecer, Vladímir Putin ordenó la invasión a Ucrania convencido de que se trataría de una operación rápida y sin mayores consecuencias financieras y militares para Rusia y él. Pensó que se anotaría un éxito rápido como el obtenido cuando asaltó la península de Crimea en 2014. Por su cabeza de autócrata jamás pasó la posibilidad de encontrar la claridad y determinación del presidente Volodímir Zelenski a encararlo, la heroica resistencia del pueblo ucraniano y la firme cohesión de la Unión Europea y los miembros de la OTAN, coaligados para ayudar a Ucrania y detener los afanes imperiales del nuevo zar ruso. Estos errores de cálculo lo desestabilizaron, hasta llevarlo a amenazar con el uso de armas atómicas a sus adversarios para zanjar el conflicto. Para un megalómano como ese, sentirse retado por un pequeño país y por un gobernante que viene del mundo del espectáculo, tiene que ser humillante.
La presión y aislamiento internacional, el discreto apoyo de China y los enredos militares en el campo de batalla, lo obligaron a sentarse a discutir en Estambul con los representantes de Zelenski. Las posibilidades de llegar a acuerdos confiables y duraderos con Putin son remotas. La UE, Estados Unidos y la propia gente afectada por la violencia de los ataques ve con escepticismo esas negociaciones. Los ucranianos están tratando de rodearse de la mayor cantidad posible de garantías, de modo que el pacto que eventualmente se firme cuente con el respaldo de los ciudadanos ucranianos y de algunas naciones que actuarían como garantes y protectores del país, en el caso de que Putin ordene nuevas agresiones armadas. Tales previsiones resultan imprescindibles. En medio de la búsqueda de arreglos de cese al fuego, Rusia ataca depósitos de la Cruz Roja en Mariúpoli e impide la formación de corredores humanitarios. A ese personaje tan siniestro no se le puede creer ni el saludo.
El rasgo mesiánico del régimen político y económico presidido por Putin lo diferencia de otros autoritarismos con los que suele comparársele. Por ejemplo, el modelo chino –con el cual frecuentemente se establecen paralelismos- aunque totalitario, es muy distinto. El Partido Comunista, eje del poder, fue fundado por Mao Zedong en 1921, a partir de las premisas leninistas de la organización revolucionaria, adaptadas a las condiciones de una sociedad fundamentalmente rural y campesina, como era la China de la época. Mao creó una agrupación de militantes disciplinados, leales a la organización y creyentes en la revolución comunista. En la actualidad el PCCh cuenta con cerca de cien millones de militantes esparcidos por todo el territorio de esa gigantesca nación. Durante toda su existencia en el partido se han debatido –con las restricciones propias de una organización vertical y monolítica- los problemas más importantes que conciernen al país y al partido.
Todo se considera dentro de la organización: desde cómo debía enfrentarse la invasión japonesa en los años treinta del siglo XX y el tránsito hacia la economía de mercado con las reformas de Deng Xioping, hasta los cambios que le permitirían a Xi Jinping permanecer más de dos periodos consecutivos de cinco años como secretario general del Partido Comunista y Presidente de la República, como era tradicional hasta 2013.
Es cierto que Xi Jinping detenta un inmenso poder. Ha logrado convertirse en el líder indiscutible de la nación y del partido. Sin embargo, no puede hacer lo que se le antoja, prescindiendo de la estructura partidista. En 2023, cuando el PCCh deberá elegir un nuevo presidente de la República, tendrá que persuadir a sus camaradas para que voten por él. Lo más probable es que resulte reelecto, pero el laborioso trabajo de convencimiento será inevitable. Es un primus inter pares.
El caso de Putin es muy diferente. Aunque fue militante del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) en sus años juveniles, su visión del poder nunca estuvo atada a la militancia en ese partido ni a ninguna otra organización política. Rusia Unida, la agrupación a la cual pertenece desde hace algunos años, carece de trascendencia. Le sirve como comodín para intervenir en los procesos electorales amañados que convoca cada cierto tiempo. Putin encarna el típico déspota embriagado de poder, tan bien descrito en el Otoño del patriarca y Yo, el Supremo.
La dictadura de Putin es personalista. Llegó a la cima atropellando y, en algunas ocasiones, aniquilando a sus adversarios. Para entronizarse se ha valido de envenenamientos, persecuciones y encarcelamientos de sus adversarios. Si un periodista denuncia sus desmanes, lo amenaza o lo desaparece. Si un joven político como Alekséi Navalny lo reta a participar en elecciones libres y competitivas, lo envenena; y luego lo apresa por cometer la osadía de desafiarlo regresando a Rusia. Putin intenta construir una sociedad a su imagen y semejanza. Trata de ser el amo del país.
Corrompió al aparato Judicial, al Ejército, al Parlamento, a los medios de comunicación y a la Iglesia Ortodoxa, con la que formó la alianza que la convirtió en uno de los arietes ideológicos para luchar contra las ‘perversiones’ y la ‘degradación’ de Occidente. Creó su propia plutocracia. No comparte el poder con nadie, ni admite que nadie se lo dispute. Representa al tirano en su expresión más acabada.
Putin carece de un locus de control interno que le ponga límites. La falta de barreras tiene un correlato: si la invasión fracasa, sus enemigos internos le cobrarán el daño que está causándole a Ucrania y a Rusia. Esta circunstancia lo hace más peligroso y más complicado para Occidente lidiar con él.
@trinomarquezc