La sensibilización existente entre la opinión pública ante la brutal agresión bélica que está sufriendo Ucrania es un indicador claro de la contradicción que existe entre guerra y civilización. Dos semillas que anidan desde tiempos ancestrales en el fondo de nuestra especie humana.
Más allá de ciertas teorías que sostienen que venimos de una larga evolución desde unos ancestros originarios a los que algunos han calificado de “monos asesinos”, especialmente belicosos grupalmente, lo cierto es que en la historia conocida se puede identificar claramente una línea evolutiva en cuyos extremos es posible identificar trazas claras de guerra y barbarie, a un extremo, y paz y civilización, al otro.
Posiblemente, lo más definitorio de nuestra especie ha sido evolucionar hacia patrones culturales y sociedades en las que los humanos hemos logrado autocontrolar los impulsos atávicos más agresivos, depredadores y belicosos, y evolucionan progresivamente hacia estadios más civilizados, sustentados en valores de equidad, respeto mutuo, derechos humanos, imperio de la ley, libertad, reciprocidad solidaria y convivencia pacífica. La sinrazón de las guerras
Si nuestra especie tuviera que ser sometida a un juicio objetivo sobre el grado de civilidad alcanzado, no cabe duda que aún habría que dar cuenta de muchas desviaciones horrorosas en la línea evolutiva de la civilidad, especialmente durante las décadas negras en las que los fascismos y otros extremismos se enseñorearon sobre suelo europeo, donde millones de seres humanos fueron encerrados, y en muchos casos exterminados, en campos de concentración, donde los escenarios de las batallas vieron correr sangre en grandes cantidades, donde muchas ciudades fueron arrasadas sin compasión, donde los esfuerzos armamentísticos de las industrias se traducían recurrentemente en grandes zonas de escombros, y donde dos ciudades japonesas –no lo olvidemos– sufrieron la acción devastadora de dos bombas nucleares, cuya potencia era cosa de hormigas, comparadas con el poder destructor acumulado en los actuales arsenales atómicos.
Parecía, sin embargo, que los seres humanos y las naciones más avanzadas en convivencia democrática y en los correspondientes derechos humanos tendíamos a quedar vacunados de los odios atávicos y de la peste de las guerras. Aún así, la verdad es que desde Hiroshima y Nagasaki nuestra especie ha continuado haciendo guerras de carácter más limitado, territorial y culturalmente. Pero, a pesar de todo, parecía que habíamos entrado en una senda de comportamientos más civilizados y pacíficos. Al menos en el orbe de los países occidentales, en lo que a nuestros espacios territoriales se refiere.
Los avances del proyecto de Unión Europea eran, en este sentido, un ejemplo notable de cómo países que durante años se habían hecho la guerra por los motivos más diversos, habían –habíamos– dejado de regar periódicamente con sangre los campos de Europa, para ponernos a trabajar conjuntamente en un proyecto político y cultural de cooperación, solidaridad, progreso económico y social y convivencia pacífica mutuamente enriquecedora. Algo que parecía la mejor vacuna contra el horror destructivo de las guerras y las hostilidades mutuas.
Europa en paz
Hace unos años, en una reunión internacional de carácter académico, los asistentes quedamos impresionados por las reflexiones emocionadas de un asistente centro-europeo que nos confió que recientemente había estado revisando los álbumes de fotos y los recuerdos de su familia, y que se había quedado sorprendido al comprobar que desde varias generaciones anteriores a la suya, él era el único que en dichos álbumes familiares, una vez alcanzada una edad propicia, no aparecía vistiendo uniforme militar, ni había participado de hecho en ninguna guerra entre hermanos y vecinos europeos.
Precisamente, esa ausencia de guerras a gran escala, después de la Segunda Guerra Mundial, era algo de lo que podíamos presumir los europeos, aunque evitando mirar demasiado lejos, incluso en los espacios del viejo continente.
Sin embargo, el horror desatado por los Ejércitos de Putin en Crimea nos ha situado repentinamente ante escenarios diferentes, y ante riesgos no desdeñables.
Putin nos han retrotraído al recuerdo de tiempos en los que dictadores inmisericordes declaraban y llevaban a cabo guerras e invasiones por su santa voluntad. Lo cual no significaba que no pudieran existir razones, frustraciones y contenciosos originados en otras guerras anteriores, en secuencias temporales recurrentes cuyos orígenes acababan desdibujándose, dejando claro solo sus consecuencias en muertes, sufrimientos y destrucciones. Lo que permite comprender hipótesis evolutivas como la del “mono asesino” a la que antes me referí.
Al igual que hacían los dictadores de antaño, con disculpas tan absurdas como disparatadas, los ucranianos están sufriendo en sus carnes la acción depredadora y asesina de unos ejércitos con enorme capacidad destructiva, que invaden sus tierras, arrasan sus ciudades, destruyen sus estructuras defensivas y matan, sin pudor ni temblor, a miles de personas por el simple hecho de ser ucranianos y representar no se sabe qué peligros para un futuro de no se sabe quién, según considera un dictador sin entrañas. Incluso una vez que se había anexionado a la fuerza el viejo territorio-fortaleza marítima-militar de Crimea y otras zonas de Ucrania que él mismo consideraba que debían ser absorbidas por Rusia.
Es cierto que la solidaridad europea y mundial con Ucrania está siendo ejemplar y, en algunos aspectos, emocionante. Pero, lo que no puede negarse es que todo se está produciendo acompañado de una sensación de impotencia y de exigencias de autocontrol, para intentar evitar lo que algunos ya califican como el riesgo de la Tercera Guerra Mundial.
Se podrá declarar a Putin criminal de guerra, la Asamblea General de Naciones Unidas podrá condenar la brutal agresión e invasión de Ucrania sin declaración previa de Guerra, de improviso, casi a traición, después de concentrar enormes ejércitos en sus fronteras, so pretexto de realizar “maniobras”, según declaraban los propios soldados rusos hechos prisioneros por los ucranianos. Pero, realmente, de manera efectiva, ¿de qué sirve todo ello? ¿Se inmutará Putin ante condenas morales de este tenor?
La enorme asimetría de fuerzas que subyace a esta agresión, y la carencia de cualquier explicación, o “justificación”, explica el clima de indignación que se está extendiendo entre la opinión pública europea y mundial. Opinión en la que no es difícil encontrar signos de miedo. ¿Qué límites tendrá Putin, una vez que ha emprendido este camino de terror y destrucción? ¿Tendrá límites?
Las secuencias de acción-reacción
De momento, cuando escribo este artículo, lo que puede constatarse es que el mundo libre –¿otra vez esta expresión?– se mueve entre el miedo, la indignación y la solidaridad. Los datos de la encuesta realizada por el CIS sobre esta situación, entre el 1 y el 11 de marzo, con una muestra de 3.922 entrevistas, revelan hasta qué punto la opinión pública –no solo la española– se encuentra bastante conmocionada por los hechos que se están viviendo en Europa, y que está sufriendo un país que quiere formar parte de la propia Unión Europea.
Especialmente relevante resulta que un 70,9% de los españoles esté muy de acuerdo o bastante de acuerdo en que la OTAN “proporcione a Ucrania material militar, armas o municiones para que pueda defenderse” (con solo un 21,1% que están muy en desacuerdo o bastante en desacuerdo).
A su vez, un 81,2% cree que “Ucrania tiene derecho a entrar en la OTAN si así lo decide libremente su gobierno y su población” (con solo un 11,1% en desacuerdo).
Mayor aún es la proporción de españoles mayores de 18 años que sostiene que “debería darse la posibilidad de que Ucrania entre en la Unión Europea si así lo solicita” (84,7%), con solo un 7,9% de discrepantes.
Incluso una posición tan rotunda como sostener que “si Rusia no se retira de Ucrania, la OTAN debería intervenir militarmente en ayuda de Ucrania” es respaldada por el 51,9% de los españoles, estando muy en desacuerdo con esta posibilidad el 14,5% y bastante en desacuerdo el 20,9% (es decir, el 35,4% en su conjunto).
Pero, posiblemente, lo más significativo es que esta posibilidad de intervención militar de la OTAN en Ucrania sea respaldada en mayor proporción por los jóvenes. En concreto, por un 61,6% de los que tienen entre 18 y 24 años, y un 60,3% de los que tienen entre 25 y 34 años (vid. gráfico 1).
Tendencia que también se da entre los que consideran que “Ucrania tiene derecho a entrar en la OTAN, si así lo decide libremente su gobierno y su población”, que asciende entre lo que tienen entre 18 y 24 años nada menos que al 84,3% y al 83,5% entre los que tienen entre 25 y 34 años.
Lógicamente, los que apoyan el envío de ayuda humanitaria a Ucrania ascienden al 97,4%, siendo también el 97% los que consideran que los países europeos, incluida España, deben acoger y ayudar a los refugiados de Ucrania, con un 89,2% que creen que “hay que imponer a Rusia y a Putin todo tipo de sanciones económicas para que se retiren de Ucrania”.
En esta perspectiva, el 95,7% de la población piensa que la invasión rusa a Ucrania “concierne también a la Unión Europea” y, más en particular, un 82,7% cree que “concierne mucho o bastante a España y a los españoles”. Lo que explica que un 86,4% manifieste que están muy preocupados o bastante preocupados por la invasión rusa a Ucrania; dándose incluso la situación –inquietante– de que el 75,3% de los encuestados crea que “es posible que Rusia invada en algún momento otros países del Este, en su antigua área de influencia”.
Tales estados de ánimo y de percepción, unidos al alto respaldo manifestado con las posiciones mantenidas ante esta situación por el gobierno español (63,3%), por la Unión
Diferentes grados de acuerdo sobre las medidas que habría que tomar ante lo que sucede en ucrania, por edades %. (Barómetro marzo. 3.922 encuestas) (Muy de acuerdo y bastante de acuerdo)
Fuente: CIS, Barómetro de marzo de 2022.
Europea (68,2%) e, incluso, por la OTAN (59,1%), revelan que algo importante está conmocionando a la opinión pública de países como España, en unos momentos históricos en los que parecía que las vivencias y prácticas de la “guerra” estaban quedando postergadas ante el empuje de los valores y procedimientos propios de la “civilización”, como su antónimo por excelencia. Ante esta coyuntura, y ante estos riesgos, lo que nunca debe perderse de vista es que el horizonte ante el que nos encontramos emplazados, antes o después, es el del progreso humano y el afianzamiento de los valores de la libertad, la equidad y la dignidad de las personas, sin diferencias ni discriminaciones.