Desde comienzos de 2021 y lo que va de 2022, se observan algunos indicadores económicos favorables, que han llevado a varios analistas y comentaristas a pensar que el país va camino a superar la crisis que se desató a partir de 2014, luego de la caída de los precios del petróleo en los mercados internacionales y, especialmente, cuando ya no era posible ocultar la improvisación y desidia del gobierno.
El gobierno tenía la capacidad de importar cuanto se le antojaba. Cuando los precios del crudo se desplomaron, quedó claro que la nación no estaba en condiciones de satisfacer el mercado interno. Para cubrir la brecha entre la oferta y la demanda, el gobierno impuso controles draconianos con el fin de impedir que los precios se desbordaran. Aparecieron, entonces, la escasez, el desabastecimiento, las largas colas de gente desesperada buscando harina PAN, aceite comestible y papel higiénico, y, un poco más tarde, la hiperinflación.
Por la época no se habían aplicado ningunas sanciones económicas internacionales. Nicolás Maduro no podía echar mano de esa excusa. Apeló, sí, al estribillo del ‘sabotaje’ y la ‘guerra económica’ para intentar encubrir su enorme ineptitud.
Luego de años de extravíos, cuyo epicentro era la aplicación de una política económica punitiva, que parecía diseñada por los esbirros de ‘La Tumba’, el gobierno decidió introducir un giro. Sin decretarlo, para no enfurecer al sector más radical del PSUV y seguir apareciendo como un gobierno de izquierda, fue levantando el rígido cepo que había tendido alrededor de la actividad económica. Los controles de precios desparecieron en la práctica. Se detuvieron las estatizaciones y expropiaciones. Se permitió la dolarización de facto de numerosas actividades económicas. Se permitió la importación de bienes sin aranceles, de modo que los anaqueles volviesen a llenarse. Se contrajo el gasto público de forma severa para impedir que emisión de dinero inorgánico avivara la inflación. En fin, aplicó un ajuste liberal bastante ortodoxo, pero envuelto con el celofán típico del discurso izquierdista.
El cambio de política ciertamente ha reanimado un poco la alicaída economía nacional, sobre todo en el sector comercial (la construcción, la industria y la agricultura continúan deprimidas). La escasez y el desabastecimiento, reflejados en las interminables colas que se veían en el pasado, ya no se sufren. La demanda de bienes y servicios ha aumentado ligeramente, igual que el empleo formal. En Caracas, el tráfico se ha hecho más pesado porque la gasolina fluye con mayor regularidad y la economía se ha dinamizado un tanto. El ritmo de crecimiento de los precios es menos acelerado, aunque en marzo el aumento fue de 10,3%, muy superior al 1,6% registrado en febrero.
Esta atmósfera de relativo bienestar para algunos sectores, ha producido una tenue mejora en el clima subjetivo de la nación, según muestran varias encuestas recientes. Esta percepción favorable se explica debido a que la situación de deterioro nacional alcanzó tal nivel de profundidad en los años anteriores, que cualquier avance, por pequeño que sea, es visto por la opinión pública como un signo positivo. Pero la recuperación registrada no es suficiente para mejorar de manera significativa la condición de la mayoría de los venezolanos. La vida de la gente sigue transcurriendo, como ha sucedido desde 2014, en un ambiente donde predominan el pesimismo, la incertidumbre y, en general, un estado de ánimo negativo.
La economía continúa dolarizándose de manera caótica. La dolarización no forma parte de un plan coherente orientado a hacer crecer la economía de manera sostenida e integral. Con un ingreso familiar mensual muy alejado del costo de la Canasta Básica, e incluso de la Canasta Alimentaria, no es posible expandir la demanda y el consumo de bienes y servicios, clave para que crezca el aparato productivo, se eleve la producción y la productividad, y mejoren los ingresos de los trabajadores de forma sostenida y homogénea. Amplias franjas de venezolanos han sido reducidas a una condición de supervivencia.
La improvisación y desarticulación de las políticas económicas y sociales determinan que la mayoría de la población no reciba de forma directa los efectos benéficos del crecimiento alcanzado. Dos tercios de las familias venezolanas no cubren sus necesidades básicas con su ingreso. Dos de cada tres personas comen menos de tres veces al día. Y las que logran hacerlo, ingieren menos de las calorías y proteínas recomendadas por la Organización Mundial de la Salud. Estos indicadores no han variado a lo largo de este período. Los servicios públicos mantienen la situación de colapso, sin que se vislumbre un plan coherente para corregir la anomalía. Persisten las fallas eléctricas, la escasez permanente de agua potable, las dificultades para conseguir bombonas de gas, el descalabro del transporte público, los problemas en el acceso a una educación y a un sistema de salud público de calidad. La seguridad social sigue siendo precaria. La conectividad a internet, fundamental en los tiempos que corren, tampoco ha mejorado.
Queda claro que el país necesita mucho más que un crecimiento segmentado, encerrado en una burbuja, y definido por un reducido polo con un elevado poder de consumo y disfrute, y, en el extremo opuesto, la inmensa mayoría que apenas sobrevive.
Ahora es cuando falta para que Venezuela se arregle.
@trinomarquezc