¿Cómo volviendo al pasado? Un cuento inflacionario
“Pon atención muchacho, ve a la bodega con estos cien bolívares y cómprame lo que está en esta lista. En esto no hay más de ocho bolívares. Entonces, el señor Catino o Estevita, cualquiera de ellos dos, debe darte más o menos 92 de vuelto. Cuenta bien y no vayas a botar el vuelto”.
Fue ese Catino, quien dio origen a aquella expresión que casi se hizo nacional de “Ni un ciego Catino”, usada cuando alguien creía se le intentaba engañar. Dije “casi se hizo nacional”, porque fue llevada de Cumaná a Caracas, por mi primo Fociòn Serrano, aquel excelente narrador de béisbol, de los fundadores de los Tigres de Aragua, por lo que se le llamó “el tigre mayor” y repetida por Pancho “Pepe” Cròquer.
Eso me dijo mi madre mientras me hacía entrega de un billete de cien bolívares y una pequeña lista. Esta incluía algo así como un real de papelón, medio de azúcar, real y medio de leche, café, casabe y otras cosas que no recuerdo y el lector sabrá por qué.
Cuando salí del banco esta mañana después de cobrar la pensión del seguro, lo hice con 4 billetes de cien mil. En el banco no había sencillo, porque no sé si es pura casualidad o los bancos todos parecieran haberse puesto de acuerdo para jodernos la vida. De allí fui a la panadería más cercana a comprar algo de pan para llenar la barriga aunque sea con su harina. En esto pensé en el camino del banco a la panadería. Por lo que en ella compré, habiendo pagado con un billete de aquellos cuatro que me dieron en el banco, debían darme 75 mil de vuelto.
-“Espera un rato”, me dijo el señor Catino quien me atendió a mi llegada a la bodega. Estevita atendía a otro cliente. Luego agregó, “este billete es muy grande y no tengo vuelto, allí lo que tengo es puro fuerte y monedas de a dos”.
Los fuertes a los cuales hizo referencia el bodeguero, era la moneda de cinco bolívares que, como las de dos, un bolívar, un real, este la mitad de un bolívar y medio, un cuarto del mismo, eran de plata. Dar vuelto en tanta plata era quedarse sin sencillo para otros que fuesen a comprar con billetes más pequeños y hasta monedas. Además, para mí sería una incomodidad meterme toda aquella plata en los bolsillos con huecos, de unos pantalones raídos y para más vainas sin correa con qué aguantármelos.
Esa mañana, mi madre había cobrado la modesta pensión que le asignaron a la muerte de mi padre por los largos años de servicios prestados a la gobernación, la cual era de unos doscientos o doscientos cincuenta bolívares mensuales.
-“¿Usted no tiene una tarjeta de débito para pagar esta cuenta?”, eso me preguntó, como molesto, el cajero de la panadería.
-“No. No cargo tarjeta de débito”, mentí, pues si la cargaba, pero ella, la tarjeta, no tenía saldo, pero debía resguardar “mi dignidad”.
Luego agregué, como para dármela de importante:
-“Pero a usted le conviene más el efectivo”.
Hay quienes hasta lo venden con recargo del cuarenta por ciento. Pero quizás, es posible, no tenía billetes más pequeños a mano para darme vuelto o estos le interesaban o interesan más que los de cien mil, como el que yo llevé. A lo mejor aquellos se venden más y es natural que así sea.
-“Entonces debe esperar un rato mientras me cae dinero en efectivo”, me propuso el cajero.
Opté por aceptar su proposición, sentarme en una de las sillas alrededor de las tantas mesas que allí hay y me dispuse a leer el libro que en ese momento llevaba conmigo, “Sube para Bajar”, una breve colección de cuentos de Edmundo Aray.
-“Señor Catino”, empecé a hablar, dirigiéndome al bodeguero quien en ese momento limpiaba el mostrador aprovechando que no había clientela, mientras Estevita tirado estaba sobre un saco de caraotas, “no puedo esperar más, ya es momento de irme para la escuela, lo sé porque acabo de oír la sirena de los telares que está dando la una”.
Era aquella señal, la sirena de los telares, que marcaba la hora de inicio o finalización de las actividades en aquella empresa, el reloj que nos guiaba a todos, aún, a quienes como yo, vivíamos bastante lejos de ella.
-“Bueno muchacho, vamos a hacer una cosa. Llévate lo que pediste y también el billete de cien bolívares y dile a tu mamá que me mande a pagar cuando haya cambiado o yo tenga vuelto”.
Conste, que nosotros no vivíamos tan cerca de la bodega. Pero no dudó en hacer aquello en vista que yo debía ir a la escuela.
-“Hagamos una cosa. Usted me conoce bien. Me ve todos los días, por lo que debe suponer que vivo aquí cerca. Me llevaré lo que he comprado y volveré más tarde por mi vuelto. A menos que tenga una oferta mejor, me lleve lo comprado, mi billete y vuelva más tarde a pagarle”.
Eso dije al cajero de la panadería después de estar allí cerca de una hora.
El cajero de la panadería quien si no es el dueño, socio o algo parecido, tanto que está en el mismo sitio tanto tiempo como existe ese negocio y da órdenes a los otros trabajadores, me ve allí casi todos los días, hasta sentado por horas en una de aquellas sillas, solo o acompañado por alguien, mientras tomamos un café, optó por la primera de mis ofertas. Le dejase mi billete. No sé exactamente si desconfió de mí o pensando podría volver más tarde con la tarjeta de débito y esto no era lo mejor para él. Además, “leña amarrada, burro seguro”.
Al día siguiente, mi madre, me volvió a mandar a la bodega con el mismo billete a comprar otras cosas. Se repitió la historia. Tuve que regresar a casa con el billete, mientras el señor Catino sumó una nueva cifra a la cuenta. No sabía exactamente si mañana, ese billete, en manos de una señora viuda, con tres hijos, estaría íntegro o fraccionado para pagar la cuenta, pero no me dejó salir de la bodega sin aquello que fui a comprar.
Casi 24 horas después que le dejé mi billete de cien mil bolívares al cajero de la panadería, volví por él, por el billete, no por el cajero. Me asombré no hallarle en su puesto y quien le suplía, me informó que había salido a hacer unas diligencias urgentes para el negocio y estaría de regreso dos días después. Mi informante nada sabía de mi billete de cien mil bolívares.
En la tarde del mismo día, ese cuando el señor Catino me fio por segunda vez, volví a la bodega, después del regreso de la escuela, esta vez acompañado de mi madre, quien fue no sólo a pagar sino a agradecerle su bello y repetido gesto. Esta oportunidad tenía reunido el vuelto, unos ochenta bolívares y mi madre le entregó su billete de a cien.
Cuando hube calculado el regreso del cajero de la panadería fui a buscar mi vuelto, me lo entregó sin decirme nada y menos ofrecerme una excusa. Cuando pregunté por las cosas que había comprado antes y por las que secuestraron mi billete, valían el doble, pero mi vuelto ahora menos y para más vainas, el cajero ni siquiera, como cuando llegué, tampoco me ofreció disculpas.
Cualquiera podría pensar que estas dos historias contadas en paralelo, indican que por lo del vuelto y el cono monetario, estamos como antes, pero si juzgamos por la actitud del señor.
Nota: Estamos en Semana Santa y quizás por eso, he estado como demasiado distraído y olvidado de lo cotidiano. Pero ese como atavismo o simple manía de escribir y publicar, casi me obliga, busque y hallé en el archivo este “cuento” del 2018, que pareciera servirme, para muchas cosas ahora.