De nuevo, tanto refocilarse en su victoria sobre el golpe del 11-A, tanto triunfalismo y prepotencia, tanto desorbitado despliegue mediático, tantas monsergas militaristas prometiendo el nirvana revolucionario para que hoy, 20 años después de hacerse con todo el poder, solo puedan exhibir un saldo verdaderamente trágico en esta hora de la república.
Chávez sumió a Venezuela en una crisis laberíntica, en cuyo extravío permanecemos. Su proyecto político, en un momento calco insensato de lo más delirante del castrismo cubano de los 60, sobrevivió al golpe y al paro petrolero del mismo año, potenció su apoyo popular y se adueñó de las instituciones, centralizó la economía, acabó con Pdvsa, cercó a la empresa privada, desconoció victorias regionales o legislativas de la oposición y la ha neutralizado en gran medida. Y todo nadando en un caldo de corrupción sin precedentes históricos.
Esa es la cosecha que está a los ojos de los venezolanos y el mundo: un país en ruinas, salarios ínfimos, diáspora de millones de ciudadanos, la educación sin futuro a cualquier nivel, las instituciones del Estado postradas y envilecidas y millones de venezolanos viviendo en suelo patrio en condiciones calamitosas y con derechos humanos conculcados.
Ese saldo de cuentas al rojo vivo es la mejor comprobación que todos los grandes temores que abrigaba la sociedad venezolana de esos días —esa que en forma pacífica y multitudinaria se volcó a las calles el 11-A de 2002 como nunca antes— eran completamente fundados.
Irresponsablemente esa extraordinaria manifestación ciudadana fue burlada por los militares y por el personaje civil que escogieron para ungir tras la asonada y quien no estuvo a la altura del desafío histórico y democrático que demandaba el momento.
La convicción de que, efectivamente, el proyecto político de Hugo Chávez Frías estaba conduciendo al país a un profundo abismo prevaleció y permanece. Y todo con un trasfondo de dolor, no solamente por quienes perdieron la vida en las protestas de esa fecha y las que continuaron hasta años recientes contra la dictadura, sino también por la separación familiar, por las muertes de mengua ante la falta de asistencia médica u hospitalaria, las empresas fruto del trabajo de tantos años hoy destruidas, la incertidumbre que sigue acogotando al pueblo venezolano.
Nadie del lado oficialista quiere recordar las promesas del caudillo resurrecto después del 11-A, contrito y aferrado a un crucifijo, suplicando perdón, anunciando rectificaciones, prometiendo desechar cualquier carga de odio o de rencor, prometiendo que «no habrá persecuciones, ni atropellos, ni abusos, ni irrespetos a la libertad de expresión o de pensamientos, a los derechos humanos en forma general».
De aquellos días son muchas las exigencias cruciales que no han perdido vigencia, entre las más sobresalientes la independencia de los poderes públicos, el desmontaje de los grupos paramilitares, la despolitización de la institución armada y una política económica alineada con el propósito de crecimiento, desarrollo y prosperidad en un marco de Estado de Derecho.
Hoy ya se ha constatado que el «proyecto» no era ni autónomo ni democrático y que actúa con estrecha subordinación al eje Cuba-Nicaragua, que el modelaje autocrático, por más cosméticos que le pongan al mensaje, viene de allí, especialmente en el trato que se le da a la disidencia política, hoy desmantelada y sumida en divisiones y errores, y en el afán perpetuador.
A 20 años del 11-A, no hay reclamo más pertinente a quienes insisten en este camino de costosísimos fracasos y retrocesos para el pueblo venezolano que recordarle el preámbulo de la Constitución que ellos mismos impulsaron, en cuanto atañe a consolidar «los valores de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley» para asegurar el derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad. Qué lejos estamos de ello…
@GoyoSalazar