En la escala de los seres vivos que existen en la Tierra -vegetales, animales, protozoarios y cualquier otra clasificación-, el único que transforma sus entornos, territorios o ámbitos espaciales, es el ser humano. Para mal, ningún otro ser que habita el planeta modifica y cambia sus paisajes como lo hace el hombre. Basta observar el ciclo vital de cualquier ser -hormigas o abejas, por ejemplo- para saber que el humano es el único depredador y agresor de la madre Tierra que nos cobija.
Por el modelo económico que asiste a la civilización desde hace 300 años, la intervención del ser humano a los paisajes terrestres ha causado diez veces más daño a la Tierra que en los 40 mil años anteriores de presencia del homo sapiens en ella; intervención que se funda -para desgracia de todos los seres vivos- en el afán de lucro como principal motivador de la acumulación de riquezas, a partir de la explotación de los recursos naturales y en las revoluciones tecnológicas impulsadas y multiplicadas en el último siglo por el desarrollo de la ciencia, generando una infinita producción de bienes de todo tipo, incluidos armas de guerra y productos bélicos, cuyo uso y aprovechamiento temporal viene dejando un grave impacto por daño y destrucción en toda la superficie terráquea y parte de ese daño lo produce la basura tecnológica.
Obviamente, desde su aparición (¿o llegada?) en la Tierra, el humano ha generado residuos y desperdicios; la basura es producto de su presencia y acompañante permanente de la especie a lo largo de toda la línea del tiempo histórico. Pero la basura tecnológica es el súmmum de esa relación hombre-desperdicio, agobiante en el último medio siglo.
Con los avances tecnológicos de los últimos 50 años -y las nuevas tecnologías de la información y comunicación como eje transversal de tales avances-, la industria mundial al servicio del modelo económico existente, cuyo fin último es el consumismo, ha fabricado una infinita gama de enseres, artefactos, equipos, máquinas, repuestos, herramientas, útiles personales, aditamentos, artilugios, aparatos inútiles, adornos, juguetes, cosas, cositas y cosotas, fundados en la temporalidad de la “obsolescencia programada”, con lo cual el “use y bote” al estilo impuesto con los productos plásticos, se ha extendido como conducta y comportamiento humano al margen de toda racionalidad y convivencia con el entorno donde habitamos. Basta salir y observar la oferta de productos y mercancías para saber con toda certeza que la inmensa mayoría de los objetos que nos ofrece el mercado, NO LOS NECESITAMOS. Por eso, a diario, miles y millones de productos manufacturados son tirados al cesto de la basura y luego van a parar a vertederos, quebradas, márgenes o fondos de ríos, lagos y océanos, sin que aun tengamos consciencia del peligro que representan para nosotros y las generaciones futuras.
La basura tecnológica es muy peligrosa. Inunda hogares, oficinas, puestos de trabajo y se observa fácilmente en celulares, baterías, radios, televisores, computadoras, impresoras, reproductores de sonido, transmisores, cables, cargadores, aparatos y juguetes electrónicos, y tantos y tantos artículos de corta vida fuera de uso, que andan tirados en cualquier lugar. El artículo “Los peligros de la basura electrónica”, de la revista National Geograpich, afirma que los mismos se encuentran en los materiales y elementos de los que están compuestos los residuos electrónicos, siendo los metales pesados como el mercurio, plomo, arsénico, cadmio, antimonio, cromo, los principales responsables, “… de causar diversos daños para la salud y el medio ambiente. En especial, el mercurio produce daños al cerebro y el sistema nervioso; el plomo potencia el deterioro intelectual, ya que tiene efectos perjudiciales en el cerebro y todo el sistema circulatorio; el cadmio puede producir alteraciones en la reproducción e incluso llegar a provocar infertilidad; y el cromo está altamente relacionado con afecciones en los huesos y los riñones. Por poner algunos ejemplos, un solo tubo de luz fluorescente puede contaminar 16.000 litros de agua; una batería de níquel-cadmio, de las empleadas en telefonía móvil, 50.000 litros de agua; mientras que un televisor puede contaminar hasta 80.000 litros de agua”.
En Venezuela no hay indicadores sobre la basura tecnológica y su disposición, y se dice que el gobierno norteamericano, para deshacerse de ella, asumió como política la donación a países del tercer mundo de los aparatos y utensilios que ya no les sirven, según la obsolescencia programada. Organizaciones ambientales mundiales estiman que antes de la pandemia se producían más de 50 millones de toneladas de basura electrónica, entendida como tal “todos aquellos dispositivos eléctricos o electrónicos que han llegado al final de su vida útil y, por lo tanto, son desechados” (https://e-basura.unlp.edu.ar/basura_electronica).
Es un problema que requiere medidas globales y puntuales en cada país de la comunidad internacional. La responsabilidad de los gobiernos, de las transnacionales y del mercado es evidente. Disponer hoy de la basura tecnológica NO ES IGUAL a disponer de los residuos domésticos y urbanos del siglo pasado. Entonces, debemos comenzar por legislar y regular a la mayor brevedad sobre la basura tecnológica, electrónica, digital o-como se le quiera llamar- y educando, concienciando e informando profusamente a la población.
Abogado y agricultor urbano.