Es sabido que los colaboradores de periódicos, revistas en papel, o en el ciberespacio, son en la actualidad parte de los acontecimientos habituales en la sociedad actual.
Paul Johnson, señalaba que, en tiempos de William Shakespeare, “había bien informados caballeros londinenses que escribían espacios regulares sobre la vida de la capital para comunicar a la nobleza rural”.
No obstante, se ha tenido que esperar al siglo dieciocho para poder leer en todo su valor, la columna tal como hoy la conocemos.
Volvamos al admirado Johnson: “Ningún columnista sobrevivirá mucho tiempo sin ser un hombre o una mujer de mundo”.
Se pueden poseer sobrados conocimientos de las más diversas materias, ser un erudito, un llamado cráneo, pero si falla el claro sentido humano, nuestros alegatos o ensayos serán pomposos, estarán abarrotados de sesudas y grandilocuentes citas y, aun así, les faltará el lado preciso, en una palabra: la claridad del duro oficio de vivir.
No pretendemos decir que estos tiempos presentes sean peores que los de antaño. Las contrariedades de cada hombre o mujer siempre han sido las mismas.
Seguimos viviendo en el campo del periodismo de las rentas del pasado, más concretamente del siglo XVIII y parte del XIX y, si algo después de todo se puede decir hoy a favor del autor de columnas de opinión, es que los tiempos le han venido siendo adversos y los escritores de cuartilla y media siguen hincados en una labor poco leída. Apenas se repasan comentarios sobre ideas cotidianas en los periódicos y menos en la red. Sucede igual con los editoriales.
Antaño, un diario escribía su opinión cuando acontecían contingencias de suma importancia, y eso le daba valor, fuerza y mucha credibilidad. Actualmente el editorial – mejor dichos dos como si uno no fuera suficiente – se volvieron cansinos, flojos, al ser unos escritos realizados imperativamente para salir del paso.
¿Por qué? Lo ignoramos. Será tal vez antigua costumbre.
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