Ucrania es el catalizador de un cambio de época. Es hora de decidir cuál será nuestro papel en la remodelación del sistema mundial. La alianza euroatlántica no podrá hacerlo sola: necesitará contar con una amplia mayoría de países.
Cualquier debate sobre el amplio campo de las relaciones internacionales tiene que comenzar hoy hablando de Ucrania. No solo porque esté presente en nuestras mentes y corazones, sino porque representa un momento decisivo, un antes y un después en la construcción de nuestra arquitectura global.
En Europa hemos sufrido diversas crisis devastadoras desde la caída del muro de Berlín: la calamidad del Brexit, debacles migratorias, económicas y financieras… Sin embargo, lo que ahora presenciamos en Ucrania es de naturaleza existencial. El mundo anterior a la agresión rusa del 24 de febrero era –como describe el título de unas memorias fundamentales del siglo XX– El mundo de ayer. El mundo del mañana ya está formándose.
Esa fecha representa un punto de inflexión en varios ámbitos clave: las relaciones transatlánticas, la OTAN, la cohesión de la Unión Europea, el protagonismo de la seguridad y la energía, y la conexión de los europeos con los valores fundamentales.
Primero, en las relaciones transatlánticas. Los lazos entre Estados Unidos y la UE han mantenido unido el tejido de nuestra realidad de posguerra, bosquejada sobre el trasfondo de cruces blancas que salpican el paisaje de Normandía. Nuestra cooperación se ha consolidado gracias a las instituciones, los tratados, la acción conjunta y el propósito común, todo ello bajo el liderazgo de EEUU: la “nación indispensable”, como la describió Madeleine Albright con rotundidad y precisión. Desde la perspectiva de la UE, esto fue así hasta la llegada de la administración de Donald Trump. El enfoque hacia el interior y la retórica nacionalista de Trump hicieron que los aliados europeos cuestionaran la fiabilidad y seriedad de EEUU, y la confianza construida cuidadosamente durante medio siglo se evaporó. Washington había desarrollado –una vez más– una visión miope en política exterior y era incapaz de mirar más allá del Indo-Pacífico; en concreto, más allá de su rivalidad con China. Esta valoración ha comenzado a reconsiderarse desde la invasión rusa de Ucrania.
En segundo lugar, en la vitalidad de la OTAN. Aunque la afirmación de 2019 del presidente francés, Emmanuel Macron, de que la OTAN estaba en estado de “muerte cerebral” puede haber sido dura y superflua, es cierto que la Alianza ya no cumplía con el propósito para el que fue creada; carecía de razón de ser y horizonte claro sin el contexto de la guerra fría. Significativamente, los borradores del Concepto Estratégico –la visión decenal de la organización– que circulaban hace seis meses se centraban en cuestiones como la política de diversidad de la OTAN o el cambio climático, áreas que, sin perjuicio de su relevancia, no pueden constituir la columna vertebral de la acción de seguridad y defensa que la justifica. La crisis de Ucrania ha insuflado nueva vida a la Alianza. El hecho de que Suecia y Finlandia, países tradicionalmente neutrales, llamen a la puerta para solicitar el ingreso es un símbolo de este nuevo vigor.
En tercer lugar, la guerra iniciada por Rusia ha impactado en la cohesión de la UE. La contundencia y rapidez con la que hemos actuado (hasta ahora) –y la unidad mostrada– han sorprendido a amigos y enemigos. Es probable que Vladímir Putin esperara que Europa respondiese como en 2014, después de la anexión de Crimea (es decir, que reaccionara blandamente, cuasi formalmente, con iniciativas contradictorias como el macrogasoducto submarino directo Nord Stream 2). Siendo sinceros, nos hemos sorprendido incluso a nosotros mismos.
En el seno de la UE han aflorado dos áreas que definirán el futuro inmediato del empeño común: la seguridad y la energía. Como es lógico, la seguridad ha pasado a un primer plano a la luz del conflicto. Una cuestión clave ha sido la escalada en precios de materias primas, con los del gas –y por tanto la energía– como principal factor, y su corolario de disfunciones en las cadenas logísticas globales. Esta situación repercute en la fragilidad de regiones enteras: la escasez de cereales, y el aumento de sus precios, tiene un potencial desestabilizador en África que no debemos olvidar. Esta combinación de elementos y el riesgo de espiral inflacionaria que la acompaña están sacudiendo el statu quo económico que, a su vez, altera la arquitectura de seguridad.
La energía tiene, pues, verdadero protagonismo en la coyuntura actual. En los últimos años hemos visto cómo –envés de la transición en materia energética– la sostenibilidad ha ocupado el centro de la escena en la UE, donde ha quedado patente el carácter ideológico del debate sobre el cambio climático. En 2007, los europeos lanzamos la Unión Energética, un ejercicio de equilibrio entre tres objetivos fundamentales: seguridad, asequibilidad y sostenibilidad. Sin embargo, con la llegada en 2019 de la Comisión presidida por Ursula von der Leyen, el equilibrio se rompió. El Pacto Verde Europeo, diseñado para ser omnipresente, absorbió las otras dos corrientes, marcando el futuro de áreas como la agricultura a través de la estrategia “De la granja a la mesa”, hasta lastrar asuntos dispares como la legislación sobre criptomonedas. La ambiciosa promesa de la UE de una transición casi inmediata hacia un mix energético 100% renovable, promovida como una transformación “sin dolor, todo beneficio”, dio por sentada la seguridad energética, mientras la asequibilidad dejó de considerarse. La invasión de Ucrania ha roto ese espejismo.
Por último, el órdago ruso ha permitido renovar la conexión de las sociedades europeas con los valores y la tradición. Tanto el heroísmo individual como el patriotismo colectivo e inquebrantable que están demostrando los ucranianos tienen una grandeza épica: es la clásica historia de David contra Goliat. El coraje mostrado por Ucrania al enfrentarse a un ejército mucho más grande, mejor dotado y más entrenado –al menos en teoría– quedará grabado en la historia europea. Tiene la amplitud y profundidad que inspiraron la Ilíada, la Odisea, La chanson de Roland, el Cantar de Mio Cid o, más cerca de nosotros y esperemos que con más atractivo para las generaciones más jóvenes, Casablanca o El puente sobre el río Kwai. En nuestras sociedades europeas posnacionales, posmodernas y posestructurales, en las que la dimensión económica ha sustituido a todas las demás, habíamos perdido de vista el poder del patriotismo, de la lucha por nuestra tierra y nuestra libertad, por nuestra cultura y nuestro poder de actuar. Ante la valentía y el valor de los ucranianos, los europeos se han reencontrado con un sentimiento de orgullo olvidado.
Aunque cada uno de estos temas se merecería un estudio más profundo, la reflexión que sigue aborda el marco general en el que se incardinan; el panorama geopolítico actual, utilizando Ucrania como prisma. Porque los ucranianos están librando nuestra lucha. Está en juego nuestro futuro; el futuro de Occidente y del orden liberal internacional en el que se asienta.
El panorama geopolítico
EL conflicto de Ucrania ha sido un catalizador de dinámicas y tensiones que se habían ido acumulando, aunque preferimos mirar para otro lado. Nos encontramos en un punto de inflexión. Si bien es cierto que ha habido decenas de guerras en los casi 80 años transcurridos desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la invasión de Ucrania tiene una trascendencia diferencial: la agresión del Kremlin pretende rediseñar la arquitectura de seguridad de Europa. Es un ejemplo del viejo revisionismo ruso que creíamos –erróneamente– parte del pasado, de la ambición de volver a los imperios y a las esferas de influencia. Es un ataque a los fundamentos que sustentan nuestros valores y nuestro lugar en el mundo.
No se trata solo de Ucrania; Putin quiere dar marcha atrás al reloj. El líder ruso ha reconocido su admiración por la grandeza de los zares (quienes, recordémoslo, identificaban la seguridad con el control territorial –en los últimos 400 años del imperio ruso, este creció, de media, 50 kilómetros cuadrados al día–). Según su delirante justificación de la agresión, una Ucrania democrática y próspera, integrada en Occidente, representaría un (peligroso) contrapunto al sistema de gobierno de Moscú.
Aunque muchos comentaristas y expertos se hacen eco de la narrativa de Putin de que la ampliación de la OTAN fue un desencadenante directo de la guerra, esta explicación es reduccionista y de parte. Más allá del hecho de que esta teoría desestima el principio de soberanía y niega la capacidad de acción de los países fronterizos con los imperios, tampoco tiene en cuenta el determinismo de la autoproclamada misión mesiánica y “civilizadora” de Rusia. En este contexto, es revelador que la propia Iglesia Ortodoxa rusa intervenga dando una base espiritual y una dimensión casi metafísica a la guerra, con el líder ortodoxo, el patriarca Kiril I, enmarcando la guerra como una lucha entre el bien y el mal.
Pero incluso antes de que la invasión de Ucrania subvirtiera el orden multilateral, se estaba gestando un cambio en el equilibrio mundial entre normas y poder (a favor de este último). En la pasada década se produjeron múltiples fracasos del multilateralismo y la cooperación que dejaron al descubierto profundas fracturas en el orden de posguerra: desde la crisis financiera y la pandemia de Covid-19 hasta los conflictos armados donde las tensiones geopolíticas se desarrollaron en territorio de terceros –como en Siria–, pasando por los desafíos sistémicos a manos de actores no tradicionales. Uno de los ejemplos más claros de estos desafíos lo ejecutó el mismo Moscú con su anexión de Crimea y su apoyo a los separatistas del Donbás en 2014. Pero más allá de la condena a Rusia en las organizaciones internacionales y de algunas sanciones simbólicas, la respuesta de Occidente entonces fue débil: no vimos –no quisimos ver– las implicaciones para el cambiante orden mundial.
En términos inmediatos, ahora estamos entrando en un periodo de mayor inseguridad, donde el flanco oriental de la OTAN es el principal –pero no el único– teatro de operaciones. El régimen de Putin está en guerra y este conflicto durará mucho más que los combates en Ucrania y no lo detendrán las fronteras terrestres. El Sahel, con un ejército low-cost de mercenarios rusos de Wagner, y Venezuela son solo dos ejemplos.
Notablemente los escenarios Indo-Pacífico y Euroatlántico están ahora conectados. Nos enfrentamos a la agresión abierta de Rusia con el apoyo tácito de su aliado clave: una China revisionista que está dispuesta a imponerse en su rivalidad con EEUU. En conjunto, vamos a enfrentarnos a retos más consecuentes y directos, a más incertidumbre y una inestabilidad sistémica que socava los cimientos del orden mundial.
Más allá de estas consideraciones, esta crisis ha demostrado que nuestros adversarios entienden a Occidente mejor de lo que nosotros les entendemos a ellos y a sus intenciones estratégicas –quizá nos entiendan mejor que nosotros mismos–. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
El mundo posterior a la Carta del Atlántico
Este orden que domina desde mediados del siglo XX, es una creación de Occidente -liderado por EEUU–, con la Carta del Atlántico como piedra angular. Firmada en 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, por el presidente Franklin Roosevelt y el primer ministro Winston Churchill, la carta esboza una visión clarividente para construir la paz en un mundo de posguerra. Destaca la ambición de los objetivos declarados, incluyendo el “disfrute por todos los Estados, grandes o pequeños, vencedores o vencidos” de la “prosperidad económica”, y que “todos los hombres de todas las tierras puedan vivir libres de temor y necesidad”.
Esta universalidad fue clave para la creación de un orden internacional duradero. La integración de enemigos y adversarios definida en la conferencia de Bretton Woods o en la Carta de San Francisco es característica del sistema, construido sobre la correlación entre prosperidad económica y paz, mantenida durante décadas.
Hoy nos encontramos en un contexto completamente nuevo, donde la paz y la interdependencia económica –la globalización– están disminuyendo y desacoplándose. En retrospectiva, este desacoplamiento comenzó mucho antes. Es notable que después de 1989, para disgusto de Occidente, Rusia no siguió el camino de la Alemania de posguerra, pareciéndose más –si acaso– a la República de Weimar en el periodo de entreguerras. El caos económico de los años noventa dejó una marca indeleble en la psique rusa que el Kremlin atribuye convenientemente a la determinación de Occidente de “poner a Moscú de rodillas”. El colapso del sistema soviético –y el consiguiente hundimiento de su economía– fue impactante: sorprendió al mundo, pero también a los ciudadanos rusos. Sin embargo, la ambición histórica de Moscú, que se remonta a Pedro el Grande, siguió en pie: el deseo de realizar su destino como gran potencia.
Objetivamente, es una ambición realista. Los Estados se convierten en grandes potencias gracias a una combinación de activos políticos, sociales, económicos, militares y geográficos. Además de poseer la mayor expansión geográfica del planeta, Rusia tiene una tasa de alfabetización de casi el 100%, es uno de los países más ricos en recursos naturales, está respaldada por una larga historia de proezas imperiales y, a pesar de la desastrosa actuación que estamos presenciando, ostenta un importante poderío militar –reforzado por sus miles de cabezas nucleares–. Lo único que falta es la dimensión política. Moscú sabe lo que podría o debería ser, lo que hace aún más dolorosa su continua espiral descendente que alimenta el fuego de la venganza.
Mutación geopolítica
Si bien es cierto que las relaciones interestatales están, por naturaleza, en constante cambio, la mutación geopolítica actual es especialmente llamativa. Por esta razón, es útil hacer un tour de table de los cinco grupos clave de actores que se perfilan, sus cálculos y trayectorias; encabezados por el Portaestandarte del orden basado en normas, el Líder ambivalente, el Estratega de la disrupción, el Taimado operador ventajista y, por fin, los Renovadores del sistema.
Primero, el Portaestandarte del orden basado en normas. Habiendo sido durante mucho tiempo escenario de sangrientos conflictos que han dado forma al actual sistema internacional, Europa es un comienzo lógico para este repaso. La UE, una construcción en Derecho y de Derecho, ha sido defensora clave del orden basado en normas de la posguerra. El apoyo a este orden ha potenciado nuestros esfuerzos por convertirnos en una superpotencia reguladora centrada en valores: un actor con competencias de “árbitro mundial”. Sin embargo, este exhibido apego a las normas reviste lo que en puridad es equidistancia táctica, un posicionarse “en la barrera”, cuando nos enfrentamos a intereses conflictivos. Nuestro camino rara vez ha sido lineal; suele caracterizarse por una buena dosis de zigzagueo y confusión.
Sin una dirección o visión estratégica sólida, la UE ha tratado históricamente de resolver conflictos mediante el comercio. Durante años, nuestra política exterior fue impulsada por una Alemania mercantilista que veía la economía como el camino hacia la deseada “autonomía estratégica” –significativamente, el término merkantilismo se acuñó para describir la priorización de los intereses geoeconómicos de Berlín bajo el mandato de Angela Merkel–. Esta forma de pensar se remonta a la Ostpolitik del canciller Willy Brandt y a la antigua política de Wandel durch Handel, “cambio a través del comercio”. Con respecto a Rusia, nuestro planteamiento fue incongruente, ya que los miembros de Europa del Este hicieron sonar repetidamente la alarma, mientras Berlín, París, Londres y por ende Bruselas miraban hacia otro lado. Con Alemania llevando el peso de esa apuesta económica: Nord Stream 2 se concibe e impulsa en 2014, año de la anexión de Crimea.
El regreso de la guerra a suelo europeo ha cambiado drásticamente nuestra perspectiva en materia de seguridad. La decisión de proporcionar –por primera vez en la historia– armas y otras ayudas letales, junto con la nueva determinación de cumplir la política de gasto en defensa de la OTAN (2% del PIB) son pasos en la dirección correcta. Pero no será suficiente. Aparte del reto inmediato de destetar al continente del gas ruso, aún queda una importante labor para consolidar –y fortalecer– a la UE como actor geopolítico.
Alineado con los europeos –aunque no siempre– está el Líder ambivalente: EEUU. Washington tiene una larga historia de indecisión sobre su liderazgo mundial, alternando entre la magnanimidad idiosincrática y el más crudo egoísmo del registro realpolitik. Esta lucha interna se remonta a la negativa del país a entrar en la Sociedad de Naciones, a pesar de ser decisivo en la concepción y formación de la organización. EEUU abanderó la creación del actual orden internacional, del que ha estado al frente, como actor definitorio, durante décadas. Pero también ha caído con frecuencia en la trampa cíclica del aislacionismo. A partir de los años de Barack Obama hubo indicios de que EEUU estaba entrando en ese ciclo: bajo su liderazgo, Washington inició un periodo de repliegue, de “liderazgo desde atrás”.
Esto, por supuesto, no minimiza el daño inducido por la siguiente administración. Trump desacreditó la presidencia de EEUU, el fundamento del sistema internacional. A instancias suyas, el país entró en un periodo de reclusión: “America First” se convirtió en “America Alone”. El rechazo de Trump al multilateralismo y el menoscabo de las instituciones internacionales debilitaron la imagen de EEUU y erosionaron su credibilidad.
Desde la sacudida del 24 de febrero, Washington ha renovado su inversión global. Pero aunque la colaboración transatlántica esté siendo ejemplar en la guerra en Ucrania, el resto del mundo –incluidos los europeos– ve ahora a EEUU como un país menos fiable. A pesar del mensaje de “America is Back” que sale de la Casa Blanca, EEUU ya no es el líder que era. Su capacidad de actuación se ha visto estructuralmente dañada por las arenas movedizas de una sociedad fracturada que apenas responde al “We the People” del preámbulo de su admirada Constitución. Y esta es una preocupación que trasciende EEUU, pues el país es –lo quiera o no– la “nación indispensable”, y lo seguirá siendo en el futuro inmediato.
Rusia ha sido determinante en la fractura de la política estadounidense, en consonancia con su papel de Estratega de la disrupción. La crisis de Ucrania ha disipado cualquier duda sobre las intenciones de Moscú, aunque, siendo sinceros, hace años que Putin es explícito sobre sus ambiciones. Su metamorfosis –a lo largo de su mandato– ha sido drástica (eso, o que estaba esperando su momento y jugando con nosotros). En 2001, un año después de ser elegido presidente por primera vez, Putin pintó a Rusia en un discurso ante el Bundestag alemán como “una nación europea amiga”, y explicó que “la paz estable en el continente es un objetivo primordial para nuestra nación”. Siguió afirmando que “el objetivo clave de la política interior de Rusia es, ante todo, garantizar los derechos y las libertades democráticos”, y habló de una “cooperación paneuropea a gran escala y en igualdad de condiciones”. Leídas hoy, estas palabras serían risibles si no fuese por las vidas perdidas y la brutalidad demostrada.
Más extravagantes aún –a la luz de los acontecimientos actuales– fueron sus comentarios ese mismo año en un programa especial de la National Public Radio (NPR) de EEUU, con el pegadizo título de “Putin habla a América”. Cuando se le preguntó sobre la posibilidad de que los países bálticos entraran en la OTAN, respondió: “Por supuesto, no estamos en posición de decirle a la gente lo que tiene que hacer. No podemos prohibir a la gente que tome ciertas decisiones si quiere aumentar la seguridad de sus naciones de una manera determinada”.
A medida que avanzaba su presidencia, el espíritu de cooperación de Putin se fue apagando. Su estrategia comenzó a basarse cada vez más en la agresividad, tanto a nivel interno –con la represión de (algunos) oligarcas– como en términos de política exterior. Su retórica se volvió más combativa. Se desvaneció su deseo de resaltar coincidencias con Europa; en su lugar, construyó una narrativa decididamente antioccidental que se ha vuelto fundamental para la razón de ser de Rusia. Su letanía de agravios, de casos en los que Rusia fue deliberadamente perjudicada, se atribuyeron a la alianza transatlántica comenzando por la disolución de la Unión Soviética, que en 2005 calificó de la “mayor catástrofe geopolítica” del siglo XX. Putin describió una historia de humillación que permitía convenientemente pasar por alto los fracasos internos, al tiempo que se presentaba como el salvador de la nación.
La guerra en Ucrania es la materialización de su visión –difundida por todo el mundo por la maquinaria propagandística del Kremlin– de imponer la uniformidad cultural y negar la existencia, la historia y la identidad de Ucrania, un argumento que cobra mayor impulso en la cámara de eco en la que se ha convertido la sociedad rusa. De hecho, una encuesta del Centro Levada de finales de marzo indica que el 83% de los rusos aprueba las acciones de Putin en Ucrania, frente al 69% de enero de este año. Una estadística relevante, con independencia de las complejas realidades del país.
El desprecio de Putin por Occidente y su denigración del orden liberal internacional ha motivado la creciente explotación de lo que él considera el desorden estratégico estadounidense y europeo, tanto interno como entre ellos. Su ahora infame discurso en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007 fue paradigmático. Denunció el “mundo unipolar” como “antidemocrático”, además del “desprecio por los principios básicos del Derecho Internacional” que, en su opinión, exhibía EEUU. Criticó lo que consideró la acumulación de tropas de la OTAN en las fronteras rusas y la expansión de la Alianza como una “grave provocación que reduce el nivel de confianza mutua”. Y recordó a los oyentes que “garantizar la propia seguridad es el derecho de cualquier Estado soberano”. En Múnich presencié que nadie en la audiencia creía que la intervención de Putin fuera algo más que una muestra de bravuconería: y durante años se ha descartado muy mayoritariamente entre nosotros como un arrebato de retórica. Decidimos no entender sus palabras como lo que eran: una manifestación desnuda de la ambición de rehacer el orden de seguridad que, según Putin, ha funcionado en contra de Rusia.
Pekín, en cambio, ha sido el gran beneficiario de este orden. En la actualidad, se ha erigido en Taimado operador ventajista por excelencia, un hábil manipulador de las normas e instituciones con vocación de mangoneo. Su entrada en 2001 en la OMC marcó un punto de inflexión en la dinámica internacional de la globalización; una entrada que fue posible gracias a la voluntad política de EEUU, utilizando la misma lógica que la Ostpolitik alemana de aproximación a través de las relaciones económicas. Sin embargo, en lugar de abrirse, el gobierno chino ha impuesto un control más profundo sobre la sociedad, del cual el pisoteo de los derechos democráticos en Hong Kong y la opresión de las minorías en Xinjiang son solo dos ejemplos.
El presidente chino, Xi Jinping, con el apoyo de los casi 100 millones de terminales humanos que –junto con el aparato tecnológico– constituyen el Partido Comunista Chino (PCCh), aspira a remodelar el sistema global según los principios proclamados de “eficiencia, comunidad y seguridad económica”. Frente al “caos” de la democracia, Xi propone un modelo basado en el orden que proporciona la jerarquía. Y, por mucho que enarbole su rechazo a la supremacía, su objetivo no es otro que desempeñar un papel principal en el sistema mundial que se avecina.
La visión de Xi sobre el futuro de su país es clara: en oposición al liberalismo y sus principios, presenta el camino del partido y del Estado como inextricablemente ligados. Defiende el carácter inalienable del derecho del PCCh a gobernar, argumentando que la salud de China depende de la supervivencia y del éxito del partido.
Mientras que Rusia nunca ha rehuido desafiar el orden legal internacional, el planteamiento de Pekín ha sido más sutil y matizado: ha trabajado para acumular poder de manera gradual desde dentro de la estructura y luego moldearla a su imagen. Durante demasiado tiempo, hemos apartado la vista –como hicimos con Rusia– mientras Pekín intentaba superar el sistema multilateral. Aunque rara vez es abiertamente hostil, Xi ha utilizado la tribuna pública para envolverse en el manto de un falso multilateralismo, reivindicando tradiciones democráticas basadas en “características culturales únicas” e inoculando a términos como “democracia” de un significado que refleja la visión china del mundo. Vemos este método desplegado en la crisis actual. China está liderando el debate sobre la agresión de Rusia contra Ucrania, aunque de forma pasiva: ha proclamado su neutralidad –aunque con un innegable sesgo pro-Kremlin–. Este “estatus de Suiza” ha abierto el camino a quienes intentan describir la guerra como algo que no les concierne y en la que no quieren verse involucrados.
Avanza una bola de nieve de declaraciones que incluye al Papa (quien reflexionó que “los ladridos de la OTAN a las puertas de Rusia” pueden haber “provocado” la ira de Putin, a la vez que evita nombrar al presidente ruso en sus críticas) y al brasileño Luiz Inácio Lula da Silva (quien alegó que el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, es “es tan responsable como Putin de la guerra”). La resolución presentada por Suráfrica en el seno de la ONU –que proponía auxiliar a Kiev sin condenar a Moscú–, aun rechazada, fue reveladora por el apoyo que recopiló. También es significativa la evolución de posturas en las diferentes votaciones en la ONU, además del debate sobre la aplicación de sanciones, que no ha hecho sino empezar.
Pekín persigue el mismo objetivo en cuanto a minar el orden en las relaciones internacionales, pero por un camino más firme en la radicalidad de las bases, al tiempo que más selectivamente agresivo. En lugar de centrarse en el individuo y la libertad, el modelo chino se centra en el colectivo y la seguridad, un modelo que, debemos admitir, está ganando adeptos entre los partidarios del autoritarismo a lo largo y ancho del planeta.
Un reto clave al que nos enfrentamos es, por tanto, el impacto y el atractivo de la visión de Pekín sobre los Renovadores del sistema: naciones que exigen un orden mundial actualizado y que denuncian las alianzas, coaliciones y competencias que se están formando como prueba del “no orden” que emerge. Frente a la lucha ideológica entre Occidente y China, los Renovadores se niegan a elegir bando. Reclaman un asiento en la mesa que refleje su relevancia; un sistema que tenga en cuenta las realidades que representan.
India sería el líder natural de este grupo. Sin embargo, su incapacidad para traducir la ventaja demográfica en términos geopolíticos o para igualar el éxito económico de su vecino del norte frena sus aspiraciones. La compleja situación de India deriva en el cuestionamiento (hasta ahora impensable) de la superioridad de la democracia liberal sobre las demás formas de gobierno y refuerza los argumentos de la autocracia. El atractivo de la democracia occidental ya no tiene un peso incondicional en Nueva Delhi. La visión que el país tiene de sí mismo y de sus relaciones con los demás es mucho más compleja y matizada.
India se ha acercado a EEUU en las últimas décadas, sobre todo ante el ascenso de China, aliada del acérrimo rival de Nueva Delhi (Pakistán). Este fortalecimiento de los lazos se ejemplifica con la formación del Diálogo Cuadrilateral de Seguridad (QUAD), que sienta a India en la mesa con Australia, EEUU y Japón. Pero el país camina por la cuerda floja al acercarse tanto a Washington como a Moscú. Y trata de evitar a toda costa tener que elegir entre ambos.
Sus vínculos con Moscú se remontan a la ayuda soviética en 1971 durante la guerra de liberación de Bangladesh. Esta relación es multifacética y abarca notablemente las industrias de la energía y la defensa. India y Rusia comparten una historia de amplia cooperación en energía nuclear, compras de petróleo y comercio de armas. Hoy, el 60% del hardware de defensa de India, el 85% de sus piezas de repuesto y prácticamente toda su transferencia de hardware tecnológico provienen de Rusia. Todo esto ayuda a explicar hashtags como #IstandWithPutin que han sido tendencia en las redes sociales indias desde la invasión de Ucrania.
No cabe duda de que los cuatro primeros grupos de actores descritos serán decisivos en la remodelación del orden mundial. Pero la clave del nuevo diseño estará en los Renovadores.
Necesitamos diálogo sin trampas ni resquemores
Abrumados por el horror de las escenas de Ucrania, nos resulta difícil pensar más allá de la inmediatez del conflicto. Sin embargo, no podemos permitirnos permanecer atrapados en este bucle de indignación y melancolía. Esta guerra marca un cambio de época. Ya estamos viendo cómo se perfila el mundo del mañana. Es hora de determinar qué papel vamos a desempeñar.
En primer lugar, debemos ser realistas sobre lo que es posible. No podemos dar marcha atrás al reloj. El mundo ha cambiado en muchos aspectos. Los valores y principios tradicionales en los que se asentó el orden internacional que con tanto esfuerzo esculpimos se han erosionado. Hemos cometido errores que, según nuestros adversarios, demuestran una falta de compromiso con las leyes que apreciamos y defendemos. Además, ni EEUU ni la UE ejercen la influencia mundial de antaño. Ya no hacemos las reglas.
Dicho esto, debemos evitar el peligro real de la apatía o la falta de compromiso. Seguimos siendo actores importantes, unidos por valores y ambiciones compartidas que resuenan universalmente, y por una visión de futuro basada en la democracia liberal. Es fundamental que aprovechemos la cohesión y el impulso actuales de la cooperación transatlántica, que nos presentemos como un frente unido a la hora de afrontar los retos cada vez más existenciales del futuro: en concreto, la alternativa impulsada por Rusia y por China.
Es importante destacar que la alianza euroatlántica no podrá contrarrestar a estos actores en solitario. El sistema no puede modificarse sin una amplia participación. Además de negociar con China y trabajar por un entendimiento realista con nuestro complejo vecino ruso –aunque hoy se haya autoexcluido de todo posible acercamiento, la geografía y la historia son ineludibles– debemos atraer a los Renovadores. Es imperativo forjar con ellos un diálogo honesto para trazar una auténtica estrategia que vaya más allá de intentar recomponer la trama deshilachada del baqueteado sistema liberal. Por el contrario, debemos prever, reflexionar una reforma significativa adaptada a las realidades de hoy.
La urgencia del momento y sus implicaciones para el futuro del orden mundial exigen una respuesta seria, sólida y unificada. Necesitamos recuperar el concepto básico de ciudadanía y los derechos que conlleva. Este es el núcleo de la democracia, la primera línea de nuestra lucha contra el autoritarismo y los populismos. Necesitamos ideas claras, convicciones firmes, apertura al compromiso y voluntad –tanto política como popular– de sobrevivir. Esto suena a hiperbolización. Los que luchan en Ucrania son la prueba de que no lo es.
Corremos el riesgo de perder nuestra voz y nuestra capacidad de participar en la remodelación del sistema mundial. Atrincherarnos en posiciones irreales u obsoletas significaría el fin de nuestra relevancia. La inacción no es una opción. La inacción es suicida.