Tuve en mis accidentados y fracasados intentos universitarios a Milo Gabe, profesor de griego y latín de avanzada edad, ¿croata?, ¿húngaro? aventado a Venezuela quién sabe por cuál desgracia política o personal, que se refería al imperio austro-húngaro como si fuese una circunstancia cercana. Me maravillaba su permanente asombro cuando observaba el comportamiento del país venezolano. Lo veíamos avanzar por los pasillos de la universidad y un compañero y yo nos doblábamos en reverencias socarronas. Entonces se detenía, nos miraba y mostrando dulce aprecio decía que éramos «¡gente!» en esta especie de selva y con el brazo abarcaba a toda la universidad, pero también a toda la geografía venezolana. Decir imperio austro-húngaro es mencionar la cercanía porque acostumbraba ponderar a Quintus Horatius Flaccus, 65 a.C.- 8 a.C., el poeta latino y afirmaba, con extasiada firmeza, que ¡Horacio no ha sido superado!
En ese tiempo yo era un adolescente con ínfulas intelectuales y me burlaba de Milo Gabe, pero secretamente lo adoraba porque se desprendía de él una gestualidad serena y decididamente aristocrática, sensatez en su mirada y una asombrosa sabiduría que se activaba o evidenciaba al hablar.
Descubrimos que vivía solo en el garaje de una quinta en San Bernardino convertida en precaria habitación porque aceptó que dos o tres de sus alumnos rindiéramos allí un examen diferido y uno de nosotros con desparpajo y atrevimiento miró el entorno y preguntó: ¡Profe, ¿usted no se ha casado? Milo Gabe nos miró con su mirada amable y comprensiva y contestó en su arrastrado lenguaje personal: «¡Pienso que no estar casado es ser infeliz, pero acaso pienso que estar casado puede ser uno doblemente infeliz!».
Tengo un motivo aun más valioso para adorar a Milo Gabe: me habló del Ars poético de Horacio, los consejos que el poeta lírico y satírico ofrecía a quienes aspiraban a ser poetas en aquel tiempo que no conocía todavía a Jesucristo. Sigo siendo uno de esos aspirantes y así como Víctor Guédez colecciona e inventa prodigiosos aforismos, yo colecciono Ars poéticos y me deleito repitiendo muy a menudo el de Vicente Huidobro: «Por qué cantáis la rosa, ¡oh poetas! ¡Hacedla florecer en el poema!» y a Milo Gabe le escuché la expresión Carpe Diem porque precisamente fue Horacio el primero en decirla.
Milo era hombre de vasta cultura, pero yo no lo sabía; tampoco lo supo, creo yo, la universidad que lo tuvo de profesor, aunque el filósofo Eduardo Vásquez (Martinica, 1927- Caracas, 2018) lo recordaba con mucho afecto.
No obstante el favor que algunos profesores me concedieron al dispensarme de la escolaridad presentándome solo en los exámenes, abandoné la universidad porque en aquellos grisáceos tiempos de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, (cuyo verdadero líder militar era Luis Felipe Llovera Páez, (Ciudad Bolívar,1913 – Caracas, 1977), hombre de poca ambición política, descubrí que el fascismo arrastraba la ruin y miserable certeza de que en el pupitre vecino podía estar sentado un espía del régimen, el soplón, el odiado esbirro, el aceitado eslabón de la cadena delatora. Entendí que la simple sospecha definía perfectamente al fascismo. Me fui a Europa, no a buscar los primeros pasos de mi venerado profesor de latín, sino a encontrarme a mí mismo en el París de mis anhelos intelectuales y nunca supe más de Milo Gabe porque quedó perdido en algún rincón de su polvoriento latín y así como Horacio no ha sido superado en la memoria que Milo guardaba del autor de Odas y de Carmen saeculare, tampoco ha sido borrado de la que yo conservo de él. Para homenajearlo logré avanzar en el latín y pude ir más allá de Gallia est omnis divisa in partes tres… en el inicio del Comentario a la guerra de las Galias, de Julio César, y adentrarme en el quarum unam incolunt Belgae, aliam Aquitani, tertiam qui ipsorum lingua Celtae, nostra Galli appellantur y continúo rogando encarecidamente a Milo Gabe para que vuelva a mí en compañía de Horacio el insuperable poeta latino que me hizo adorar al Ars Poético y vencer al poderoso Julio César.