Resulta terriblemente injusto que la vida en Venezuela se haya transformado en trabajar de sol a sol para apenas sobrevivir con el poco dinero que se puede obtener de manera honrada. Vivimos sumergidos en la pobreza, lidiando con la miseria, luchando contra todas las dificultades diarias. Nos ha tocado afrontar el momento más complejo en la historia de nuestra nación y nos sentimos impotentes entre tanto dolor.
El régimen ha dejado una herida demasiada profunda en todos nosotros. Nos enseñaron por las malas como se siente no poder comer por falta de dinero, que es tener que almacenar agua para sobrevivir a su ausencia, y nos dejó en la piel el miedo constante de padecer un nuevo apagón nacional. ¿Quién no ha sufrido un golpe en el corazón cuando un ser querido abandona el país en búsqueda de las oportunidades que aquí no consigue? El dolor y las dificultades son ahora el día a día de todos nosotros. Vivir en Venezuela se convirtió en una agonía que no merecemos.
Con la destrucción económica vino el desempleo, la inflación y los bajos salarios. Hoy los venezolanos no sabemos lo que es tener una alimentación balanceada ni saludable, se come lo que se puede, lo que se consigue, para lo que alcanza el dinero. Los padres hacemos todo lo necesario para que nuestros hijos puedan comer, desde tener más de dos trabajos, vender los pocos electrodomésticos que quedan en el hogar, o incluso, dejar de comer para que los alimentos rindan más.
Con tantos problemas el régimen nos arrebató el presente, pero también planea robarles el futuro a nuestros hijos. Los más pequeños de la casa deben, en muchas ocasiones, abandonar las escuelas para ir a trabajar, porque si no, no se come. ¿Cómo puede aspirar un niño a un futuro mejor si no hay maestros en las escuelas, sin electricidad ni internet para hacer las tareas? La precariedad no distingue edades.
Millones de venezolanos han perdido la esperanza de cambio porque en estos tiempos no hay oportunidad para aspirar a algo mejor, lo único que se puede hacer es sobrevivir a duras penas. Protestar por mejores condiciones de vida tampoco es una opción ya que con eso solo nos arriesgamos a los atropellos de las fuerzas del régimen. Vivimos en una distopía, una realidad inimaginable. Nos quieren pobres, sumisos, sin esperanzas. En pocas palabras, nos quieren muertos en vida.
Sin embargo, tengo la más grande certeza de que dejaremos atrás este trágico episodio. Mientras más lugares de nuestro país visito, más esperanza encuentro, como las maestras de escuelas destruidas que siguen buscando opciones para hacer lo que mejor saben: enseñar. O los habitantes de comunidades alejadas de las grandes ciudades, quienes se siguen organizando para presionar porque lleguen a sus hogares los suministros básicos. Mientras haya vida, hay oportunidad de cambiar nuestra realidad, de lograr el cambio político que nos lleve a gozar de calidad de vida y futuro. A esta nación todavía le queda mucho por vivir y sé que somos una mayoría dispuesta a lograr ese cambio. Incluso después de la noche más oscura sale el amanecer a iluminar el horizonte.