En una excelente crítica de la película Yo acuso, de Roman Polanski (2019), Héctor Concari (Montevideo, 1956) ofrece su visión sobre el debate en torno a las acusaciones de violación que, por años, han perseguido al laureado cineasta. Más ampliamente, en el contexto del denominado movimiento “Me too”, el crítico expone algunos argumentos sobre las complejidades de clausurar la obra de un autor cuyo comportamiento se haya en cuestión. La polémica resuena con fuerza también en Venezuela, a la luz de algunos eventos recientes. “Una obra no es responsable de los hechos imputados a su creador. En especial cuando denuncia puntillosamente otro atropello”, afirma Concari. De cualquier manera, consideramos aquí, la censura –y la autocensura– en ningún caso son buenas compañeras del arte y el ejercicio intelectual, por lo que la discusión sigue abierta.
La historia cumplió ya ciento veinte años pero está, no solo intacta, sino rejuvenecida y abonada con ignorancia de viejo cuño y fobias nuevas. Conviene recordar sus elementos iniciales. En 1894, Alfred Dreyfus, capitán del Ejército francés es acusado de pasar secretos a Alemania, juzgado, condenado y enviado a cumplir prisión en el punto más lejano concebible: la Isla del Diablo en la Guyana Francesa. Algunas explicaciones son necesarias. Francia aún no se repone de la deshonrosa derrota frente a Prusia en 1871, que le ha costado ciento cuarenta mil muertos y la pérdida de dos territorios, Alsacia y Lorena. Una enfermiza, y acaso justificada, aprensión contra la Alemania unificada recorre al estamento militar francés. Dreyfus es un académico, topógrafo con una foja de servicios impecable. Pero tiene en su contra varios elementos: proviene de una familia alsaciana que ha preferido migrar al lado francés cuando la anexión. Es además un hombre de fortuna, felizmente casado, que no necesita de su sueldo para tener un buen pasar. Un dato tan relevante como involuntario lo llevará a su traspié existencial. Alfred Dreyfus es judío.
Los elementos de prueba son, por decir lo menos, débiles. Básicamente se reducen a un bordereau, un memorándum sin mayores datos enviados al agregado militar alemán, destruido y vuelto a recomponer. En el mismo, obtenido a través de una doméstica de la embajada, se le anunciaba el pase de informaciones, de segunda mano y ni siquiera importantes sobre secretos de la artillería francesa. Por supuesto, las sospechas no pueden sino recaer en el sale juif, de Dreyfus con los resultados previsibles. Unos meses después de su condena, un ex profesor de Dreyfus en la escuela militar, es nombrado jefe de la sección estadística (la inteligencia) del ejército francés. Es otro militar de perfil académico, de dudosas aptitudes para un puesto tan sensible, pero confiable a los ojos de sus jefes. Para decirlo sin ambages, abreva en el antisemitismo esperable de la institución y la sociedad francesa. Guarda de su alumno Dreyfus un recuerdo vacuo y desagradable. Se trata del coronel Marie Georges Picquart. Tiene dos problemas: una mente científica preocupada por la verdad y una conciencia.
A sus manos llegan dos indicios preocupantes. Por la vía de la doméstica, un telegrama no enviado, desgarrado y reconstruido apuntando a un espía con vínculos en la artillería, aún activo, un año después del desgraciado affaire Dreyfus. Por el lado del agregado militar francés en Berlin, el coronel Foucault, una confirmación de que ese traidor existe. Y Picquard, roído a la vez por su lealtad a la institución, su sentido del deber, su curiosidad y ¿por qué no? su ambición hace lo que no puede dejar de hacer. Investiga.
Roman Polanski es uno de los referentes del cine mundial. Ha nacido en 1933 en Paris. Es hijo de una pareja polaca de judíos no observantes, que deciden regresar a Polonia cuando Roman tiene cuatro años. Esa decisión zarandeará su vida, tiñéndola de infelicidad. Su madre muere en Auschwitz y el padre sobrevive a Mauthausen en tanto que Polanski rebota de un hogar a otro en familias que lo cobijan hasta la liberación. Una década más tarde hará sus estudios de cine en la escuela de Lodz, filmará varios cortos de humor absurdo antes de llamar la atención mundial en 1962 con “Cuchillo bajo el agua”, crónica ácida de un triángulo circunstancial. Pasará a Londres a filmar “Repulsión” (1965), “Cul de sac” (1966) y “La danza de los vampiros” (1967) y terminará de consagrarse en Hollywood. En 1969 la vida le sonríe. “El bebe de Rosemary” ha sido un resonante éxito crítico y de público, se ha casado con la bellísimamente plástica Sharon Tate y espera un hijo. Un proyecto nuevo lo lleva en Julio a Londres de donde debe regresar el 12 de Agosto. Tres días antes mientras cena recibe una llamada. Su esposa es una de las víctimas de los asesinatos rituales del clan Manson. A partir de ese momento Polanski es un hombre cuyo talento es solo equiparable a su mala suerte y su cine, que ya mostraba aristas de perversión y dominio, adquiere ribetes de maldad metafísica. Nunca sabremos cual es la maldición que acompaña a “Chinatown” ese territorio que obsesiona al protagonista en un film que en 1974 revive el policial negro. Ni cuales fantasmas agitan las noches de “El inquilino” que termina suicidándose como el anterior ocupante de un apartamento en el París de 1976. Y como siempre que la vida y el éxito lo miman, el destino regresa para atacar. Aunque esta vez el caso no es involuntario. Polanski se enreda con una menor de edad, es descubierto, va preso y escapa de la justicia americana a París, donde, con la imagen maltrecha pero el talento intacto, recupera su carrera, se casa en 1989 con la bella Emanuelle Seigner. Y cosecha éxitos. Entre muchos otros en 1979 un César (el Oscar francés) por “Tess”, en 2002, Oscar y Palma de Oro en Cannes y el Cesar por “El pianista”. Y otros Cesar, en 2010 y 2013 por “El escritor fantasma” y “La venus de las pieles” .
¿Por qué una película que denuncia la intolerancia, termina siendo blanco de ella? El debate es importante porque todo censor es, de alguna forma un verdugo.
Su asociación con el novelista Robert Harris en 2010 para “El escritor fantasma” es interesante. Es un thriller correcto, sobre el cual planea el universo ominoso de Polanski. Harris es un escritor de novelas históricas de justificado éxito. Según relata, durante una cena Polanski le propone ocuparse de otro affaire si no olvidado, por lo menos mal recordado. Es fácil imaginar por qué el caso Dreyfus le interesa. Hay un mundo amenazador, una autoridad desatada y un hombre perseguido con el cual tal vez se identifique. El libro parte de un giro narrativo sustancial. En vez de adoptar el punto de vista del acusado, que al fin y al cabo está preso y solo en un peñón olvidado del Caribe, Harris prefiere narrar la historia desde el punto de vista de Picquard, en Francia, donde la verdadera comedia del poder se desarrolla. A esta altura el conflicto tiene dos cabezas. Una es la investigación de contrainteligencia en sí, que el meticuloso Picquard sigue con celo y a través de la cual atisbamos a su vida privada y su amorío con una mujer casada. Otra, la que más importa es el brutal juego de poder que, al no poder ser resuelto en el coto cerrado del ámbito militar, salta al terreno político y desemboca en un panfleto histórico: el J´accuse (Yo acuso) de Emilio Zola. Zola es el fiscal informal de Francia. Su obra literaria, veintiséis novelas, tres obras de teatro, dos libros de poesía, cuentos y ensayos es, no solo la base del naturalismo literario en boga. Bajo el título “Historia Natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio”, Zola presenta a los Rougon Macquart, y a través de sus distintos integrantes desnuda los vicios que la Francia bien pensante se niega a ver: la vida miserable de los mineros en Germinal, el alcoholismo de los pobres en L´Assomoir, la prostitución en Nana. Para peor, hace muy poco que en 1892, ha tenido la audacia de publicar “La debacle” una crónica despiadada de la bestialidad militar y el desastre de 1870.
Vale la pena releer J´accuse, ese rescate literario del panfleto, género mal visto si los hay. Zola es un zorro viejo y comienza una misiva respetuosa hacia el presidente de la Republica, Felix Faure, que va enumerando la larga serie de indicios que su informante Picquard le ha dado. Y esa firme acumulación de hechos desemboca en un tiroteo contra los verdugos de Dreyfus en un estribillo eminentemente civil: Yo acuso! Yo acuso! Yo acuso! En catorce páginas, sin más arma que la pluma, Zola ha puesto en el banquillo a todo el estamento militar francés. Un detalle que cabe anotar por ahora. Zola acusa, no condena. Es un fiscal que ha hecho muy bien su tarea. No es un juez. La trama se disuelve en el trámite final del juicio a Dreyfus y el devenir personal y profesional de Picquard. La película resultante, escrita al alimón entre Harris y Polanski, se estrena el 13 de noviembre del 2019. Es una joya cuya imagen imita la pintura de Renoir, se cuela entre las fobias del antisemitismo francés, dibuja personajes fuertes y decididos y logra lo que solo un maestro puede: hacer que un caso de final conocido, mantenga al espectador en vilo durante dos horas y doce minutos de drama y misterio. Polanski, a sus ochenta y seis años, está de nuevo en la cima. Señal de que algo malo, muy malo, está por ocurrirle.
Y le ocurre. Una actriz desconocida, Valentine Monnier, lo acusa de violarla en 1972, una denuncia que se suma a cuatro anteriores incluyendo el caso americano de Samantha Geimer en 1977. Vivimos tiempos de “Me too” y lo que antes era anecdótico y materia de tabloides, ha llegado finalmente (y por suerte) a la primera página. Cae sobre Polanski la ira del mundo femenino. Lucrecia Martel, presidenta del jurado del Festival de Venecia, se niega a ver la película. (Ello no impide que la película se lleve el Gran Premio del Jurado). El film recibe 12 nominaciones al Cesar pero es protestado por las feministas francesas (Un poco tarde, presunto violador (desde 1972!) Polanski y sus películas ya acumulan cuatro Cesares desde 1979!). Peor, algunos cines, dependientes de alcaldías socialistas (¡!) desprograman la película. O para decirlo en buen cristiano impiden su exhibición. El caso es grave. En su base lo que hay es una inadmisible injerencia de la esfera política sobre el plano artístico. Y una condena administrativa sin juicio previo, que, además, castiga mucho más al público que al director. El slogan esgrimido propone una doble inferencia tan falaz como repugnante: “Polanski violador, cines culpables, espectadores cómplices”.
No hay coartada para defender a un violador. El solo hecho de tener que aclararlo, ya dice algo sobre los susceptibles tiempos que corren. Pero ocurre que la acusación ante el tribunal de la opinión pública, tan inestable, tan caprichosa, tan dada a los afectos de la horda, no puede jamás tomarse como una condena. Eso en primer lugar y en lo que respecta a la persona Polanski. Hay algo tan o más grave y es confundir a la persona con la obra. Mutilar de esta forma nuestra curiosidad intelectual nos impediría leer a Martin Heidegger, por nazi, a Louis Ferdinand Céline, por colaboracionista y antisemita, a Ezra Pound por fascista, y de paso a Jean Paul Sartre por defender a Stalin. Ni hablar de Jorge Luis Borges cuyos infelices y benévolos comentarios sobre los milicos argentinos le costaron su merecidísimo Nobel.
La lista es interminable y revela un vicio del pensamiento por demás notorio: la estupidez. Es injusto que el cese al maltrato de la mujer, causa de indudable legitimidad, sea contaminada por la lógica de la manada. La misma, como se sabe, reza: dadas mil cabezas, una piensa y las demás embisten.
El tema está abierto y allá Polanski con su pasado. Es materia de hechos y tribunales, no de censores ad hoc. Nos queda una obra inquieta, personal e inesquivable en el cine contemporáneo. Algunos se han apresurado a trazar paralelismos entre Dreyfus y Polanski y el paso es muy tentador. Pero hace falta tomarlo con pinzas. No es la condición de víctima la que los hermana con más de un siglo de diferencia, salvo por su circunstancial agonía a manos de la muchedumbre. Al contrario, Dreyfus y Polanski, son lo opuesto a una víctima. Son sobrevivientes. Hay una escena final en la novela y película en la cual Dreyfus, ya rehabilitado, reclama el grado que le correspondería de no haber pasado lo que pasó. Es la clave del caso. La que nos dice que Dreyfus ha dejado de ser la víctima que fue y mira al futuro.
Lo que diferencia a la víctima del sobreviviente es esa mirada sobre el tiempo. La víctima no puede escapar de esa ofensa que alguna vez le fue infligida, es su prisionero de por vida y toda decisión que tome está en función de ese carcelero existencial. Por eso las víctimas tan a menudo (no siempre por suerte) devienen verdugos tan eficaces. Hay otra protagonista en esta historia que también se niega a cumplir el rol de víctima. Samantha Geimer, la adolescente violada estatutariamente por Polanski en 1977. En su biografía “La niña, una vida en la sombra de Roman Polanski” ha dicho: “Parecía que el mundo entero me estaba diciendo que yo era la zorrita de Polanski o su patética víctima. Por qué todos querían que fuera una cosa o la otra?” La frase es indicadora de la rebeldía esencial de quien se niega a ser encasillada en el papel de víctima y quiere seguir con su vida.
Dreyfus y Polanski (y también Geimer) son, cada uno a su manera sobrevivientes. Han librado batallas contra el Mal y han salido heridos y herida y maltrechos y maltrecha (cumplamos con las normas no sea cosa que…). Pero no se han transformado en verdugos (o verduga). Han tenido la suerte, la fuerza de voluntad y el talento necesarios para trascender ese rol circunstancial y seguir adelante. Dreyfus recuperó su carrera militar (aunque no en los términos que hubiera merecido o deseado), luchó en 1914 como teniente coronel y murió a los 75 años en 1935. Polanski ha tenido la inteligencia de ver pasar la cabalgata alzándose de hombros. Preguntado si desea contraatacar (en entrevista a Vicente Díaz), contesta: “¿Para qué? Es como luchar contra molinos de viento”. Geimer publicó su libro.
¿Por qué una película que denuncia la intolerancia, termina siendo blanco de ella? El debate es importante porque todo censor es, de alguna forma un verdugo. El movimiento es aquí más perverso, porque un grupo acusa y condena a la vez. Y actuando a nombre de las víctimas agrede al público en general poniendo obstáculos al disfrute de una obra de arte. Ahora bien, una persona puede ser culpable. (No se trata de poner las manos en el fuego por Polanski). Pero ese es un tema legal, o moral. Una obra no es responsable de los hechos imputados a su creador. En especial cuando denuncia puntillosamente otro atropello. Lo que asimila los dos casos no es la existencia de víctimas. Pero ambos, Dreyfus y Polanski son perseguidos por un imaginario perverso que los acusa, juzga y condena sin mayor trámite. Uno por judío, el otro por violador. Y aquí está la clave. La acusación puntual es falsa en Dreyfus, no probada en el caso de Polanski. En ambos casos tiene la condición etérea de un imaginario que la multitud da por sentado y cristaliza en ataque a la persona. Un caso, de tan flagrante torpeza se aclaró. El otro está y tal vez quede en veremos. En algún momento el polvo se asentará y la racionalidad prevalecerá. Entretanto, en vez de condenar sin pruebas vale la pena disfrutar de “Yo acuso”.
Licenciado en filosofía por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad de la República en Uruguay.