El lunes pasado, Eurostat, la oficina europea de estadística, publicaba un cálculo preliminar de la inflación de la zona euro en marzo, y fue una sorpresa: 8,1% sobre el año anterior, 0,8% —casi el 10% en tasa interanual— para el mes. La medida de inflación en Europa no se corresponde exactamente con el índice de precios al consumo de Estados Unidos, y cuando se utiliza una medida comparable, el IPC de Estados Unidos ha estado por lo general todavía más arriba. Pero las malas noticias sobre la inflación en Europa vienen acompañadas de noticias ligeramente buenas, o al menos mejores, en Estados Unidos, por lo que, en este momento, se puede decir que Europa tiene un problema de inflación tan malo o peor que el nuestro.
Es cierto que algunos economistas sostienen que el problema de la inflación en Estados Unidos es de índole más fundamental que el de Europa. Llegaré a eso en seguida. Pero la cuestión es la siguiente: a los votantes no les importan los cálculos de los economistas sobre la inflación subyacente; les importan los precios que pagan y, sobre todo, los precios de los bienes más importantes que compran habitualmente. O sea, los votantes no dicen: “La inflación media corregida es demasiado alta porque la política fiscal fue demasiado expansiva”. Lo que dicen es: “La gasolina y la comida estaban baratas, y ahora han subido”.
Y hay mucho de cierto en esa queja. Pero la lección del mal dato en Europa es que estos son precisamente los precios sobre los que el presidente Joe Biden, o de hecho cualquier presidente, no tiene prácticamente ningún control. Pongamos el caso de los precios en el surtidor. Los precios de la gasolina en Estados Unidos se han duplicado con creces durante el mandato de Biden. Hasta la semana pasada eran unos 2,40 dólares más que en la última semana de diciembre de 2020. Pero es que en Europa han subido casi exactamente lo mismo.
Esta subida compartida de los precios no es casual: el petróleo se negocia en los mercados mundiales, de manera que su precio ha aumentado más o menos por igual en todas partes. Lo mismo se puede decir de los principales alimentos.
De modo que, cuando la gente dice —y lo dice— que la gasolina y los alimentos eran más baratos cuando Donald Trump ocupaba la presidencia, ¿qué se imagina que podría hacer o estaría haciendo para que siguieran siendo más baratos si todavía estuviera en el cargo? Vale, probablemente no habría ayudado a Ucrania, incluso es posible que hubiera apoyado tácitamente la invasión de Putin, y si ahora la bandera rusa ondeara en Kiev, los precios mundiales de los combustibles y los alimentos serían un poco más bajos de lo que son. Pero no creo que comprar una inflación menor a costa de la libertad de Ucrania sea lo que tienen en mente los partidarios de Trump.
¿Quiere esto decir que Biden y quienes diseñan las políticas en Estados Unidos no tienen ninguna responsabilidad? No. Si bien gran parte del alza de los precios refleja las crisis de la energía y los alimentos a escala mundial, además de las perturbaciones especiales relacionadas con la pandemia — ¿quién iba a imaginarse que los precios de los coches de segunda mano podían desempeñar un papel tan importante?—, Estados Unidos probablemente tenga una tasa de inflación subyacente anualizada de entre el 3,5 y el 4%, por encima de la norma del 2%. Esta inflación subyacente seguramente sea el reflejo de una economía que funciona a un ritmo insostenible, lo cual a su vez refleja en parte un paquete fiscal excesivo al principio de la presidencia de Biden y la incapacidad de la Reserva Federal (y mía) para reconocer el problema a tiempo.
Por otra parte, el sobrecalentamiento no es exclusivo de Estados Unidos. Aunque algunos economistas creen que la inflación europea se debe casi exclusivamente a perturbaciones transitorias —algo que mucha gente, yo incluido, pensaba equivocadamente respecto a Estados Unidos hace un año—, mi lectura de los últimos datos europeos indica que allí también ha subido la inflación subyacente a pesar de no haber aplicado una expansión fiscal como la de Estados Unidos. En particular, en Europa los precios, excluidos la energía y los alimentos, subieron un 3,8% el año pasado.
En cualquier caso, como ya he señalado, los votantes no se disponen a castigar a los demócratas por la inflación subyacente. Están enfadados por unos precios de la gasolina y los alimentos que ningún análisis racional concluiría que son culpa de Biden. Entonces, ¿qué puede hacer Biden? Desde el punto de vista económico, lo más importante es su promesa de no apoyarse en la Reserva Federal, a fin de permitir que esta haga lo que deba para enfriar la economía.
¿Y qué pasa con los abusos de las empresas en lo que respecta a los precios? Me identifico mucho más que la mayoría de los economistas con la idea —muy extendida entre la opinión pública— de que algunas empresas se están aprovechando de la subida generalizada de los precios para sacar aún más partido de su poder monopolístico. Y no creo que cosas como llevar a juicio estos abusos hagan ningún daño, siempre que se permita a la Reserva Federal hacer su trabajo; incluso podría ser de alguna ayuda. Pero el abuso probablemente sea un factor menor en la inflación general.
Así pues, ¿deberían los funcionarios de Biden mostrar a la opinión pública que el aumento de los precios que más fastidian a los consumidores son un fenómeno mundial, y no una consecuencia de la política estadounidense? Sí, por supuesto, entre otras cosas porque es verdad. Y espero que los medios de comunicación hagan lo mismo.
Pero no cabe duda de que el viejo dicho “quien da explicaciones lleva las de perder” viene al caso. Puede que los demócratas sean capaces de mitigar el daño causado por la inflación, pero, siendo realistas, no podrán ganar la discusión en la mesa de la cocina de aquí a noviembre. Por el momento, tienen que centrarse en los asuntos sociales y en la amenaza que el actual Partido Republicano representa para la democracia y los valores estadounidenses básicos.
Premio Nobel de Economía.