Ahora que la globalización ha tocado techo, solo podemos esperar que nos vaya mejor gestionando su declive que su ascenso.
La primera reunión del Foro Económico Mundial en más de dos años fue notablemente diferente a los muchos foros de Davos anteriores, a los que asisto desde 1995. No se trató solamente de que la nieve brillante y los cielos despejados de enero hubiesen sido sustituidos por pistas de esquí vacías y una sombría llovizna de mayo. Más bien, lo diferente fue que un foro tradicionalmente comprometido con la defensa de la globalización se centrara principalmente en sus fracasos: cadenas de suministro rotas, aumento de los precios de los alimentos y la energía, y un régimen de propiedad intelectual que dejó a miles de millones sin vacunas anti-COVID solo para que unas pocas compañías farmacéuticas pudieran obtener miles de millones en ganancias adicionales.
Entre las respuestas que se proponen a estos problemas están el ‘reshoring‘ o ‘friend-shoring‘ de la producción: el primer término refiere a volver a traer la producción de una empresa al país de origen, en pos de reducir el riesgo de interrupciones en la cadena de suministros; el segundo alude a una relocalización similar, pero que incluye el intercambio con otros países mediante alianzas estratégicas. Asimismo, se propone la promulgación de “políticas industriales que apunten a aumentar la capacidad productiva de cada país”. Atrás quedaron los días en los que parecía que todos trabajaban por un mundo sin fronteras. De repente, no hay quien no reconozca que al menos algunas fronteras nacionales son fundamentales para el desarrollo económico y la seguridad.
A quienes antes defendían una globalización sin restricciones, este cambio de rumbo les ha provocado disonancia cognitiva, ya que el nuevo conjunto de políticas propuestas implica que las tradicionales normas del sistema de comercio internacional se torcerán o se romperán. Incapaces de conciliar el friend-shoring con el principio de comercio libre y sin discriminación, la mayoría de los líderes empresariales y políticos de Davos recurrieron a lugares comunes. Hubo poco examen de conciencia sobre cómo y por qué las cosas han ido tan mal, o sobre el razonamiento defectuoso e hiperoptimista que prevaleció durante el apogeo de la globalización.
Construimos sin cimientos
Por supuesto, la globalización no es el único problema. Toda nuestra economía de mercado ha demostrado su falta de resistencia. Básicamente, hemos construido coches sin neumáticos de repuesto: rebajando unos pocos dólares en el precio de hoy y prestando poca atención a las exigencias futuras. Los sistemas de inventario “justo a tiempo” resultaron ser innovaciones maravillosas siempre y cuando la economía se enfrentara solamente a perturbaciones menores, pero fueron un desastre ante los cierres causados por la COVID-19 y los problemas en cascada por la escasez de suministros (como cuando la escasez de microchips llevó a la escasez de coches nuevos).
Como advertí en mi libro de 2006 Cómo hacer que funcione la globalización, los mercados hacen un pésimo trabajo a la hora de “ponerle un precio” al riesgo (por la misma razón que no ponen precio a las emisiones de dióxido de carbono). Pensemos en Alemania, que decidió que su economía dependiera de los suministros de gas provenientes de Rusia, un socio comercial obviamente poco fiable. Ahora se enfrenta a consecuencias que eran previsibles (y que fueron pronosticadas en aquel entonces).
Ya lo dijo Adam Smith en el siglo XVIII: el capitalismo no es un sistema autosuficiente porque existe una tendencia natural al monopolio. Sin embargo, desde que el expresidente estadounidense Ronald Reagan y la exprimiera ministra británica Margaret Thatcher inauguraron la era de la “desregulación”, la creciente concentración del mercado se ha convertido en la norma; y no solo en sectores de alto perfil, como el comercio electrónico y las redes sociales. La desastrosa escasez de leche de fórmula en Estados Unidos de esta primavera fue resultado de la monopolización. Después de que la empresa Abbott se viera obligada a suspender su producción por motivos de seguridad, los estadounidenses no tardaron en darse cuenta de que una sola compañía acaparaba casi la mitad del suministro nacional de leche para lactantes.
Occidente desacreditado
Las ramificaciones políticas de los fracasos de la globalización también se pusieron de manifiesto en el Foro de Davos de este año. Cuando Rusia invadió Ucrania, el Kremlin fue objeto de una condena inmediata y casi universal. Pero tres meses después, los mercados emergentes y los países en desarrollo han adoptado posiciones más ambiguas. Muchos señalan la hipocresía de Estados Unidos, que exige que los responsables de la agresión rusa sean castigados, a pesar de haber invadido Irak en 2003 esgrimiendo pretextos engañosos.
Los mercados emergentes y los países en desarrollo también han hecho hincapié en el reciente “nacionalismo de vacunas” por parte de Europa y Estados Unidos, que se ha sostenido gracias a las disposiciones en materia de propiedad intelectual que la Organización Mundial del Comercio les endilgó 30 años atrás. Y son estos países los que ahora tienen que soportar el peso del aumento en los precios de los alimentos y la energía. Junto con las injusticias históricas, los acontecimientos recientes han desacreditado la defensa de la democracia por parte de Occidente y el estado de derecho internacional.
Sin duda, muchos de los países que se niegan a apoyar la defensa de la democracia, encabezada por Estados Unidos, no son democráticos de todos modos. Pero otros países sí lo son, y la posición de Estados Unidos como líder de esa lucha se ha visto debilitada por sus propios fracasos, desde el racismo sistémico y el coqueteo de la Administración Trump con los liderazgos autoritarios hasta los persistentes intentos del Partido Republicano por suprimir el voto y desviar la atención puesta sobre la insurrección del 6 de enero de 2021 en el Capitolio.
Gestionar el declive
Para Estados Unidos, la mejor forma de avanzar sería mostrar una mayor solidaridad con los mercados emergentes y los países en desarrollo, ayudándoles a gestionar los crecientes precios de los alimentos y la energía. Esto se puede hacer reasignando el Derecho Especial de Giro de los países ricos (el activo de reserva del Fondo Monetario Internacional) y apoyando una exención fuerte relativa a la propiedad intelectual sobre las vacunas anti-COVID en la OMC.
Además, es probable que los altos precios de los alimentos y la energía provoquen una crisis de endeudamiento en muchos países pobres, profundizando aún más las trágicas desigualdades propiciadas por la pandemia. Si Estados Unidos y Europa quieren mostrar un verdadero liderazgo a nivel global, deben dejar de ponerse del lado de los grandes bancos y acreedores que incitaron a los países a contraer más deudas de las que podían soportar.
Tras cuatro décadas defendiendo la globalización, está claro que los habituales de Davos gestionaron mal las cosas. Prometieron prosperidad para los países desarrollados y en desarrollo por igual. Pero mientras los gigantes corporativos del norte global se enriquecían, los procesos que podrían haber mejorado la situación general se encontraron con enemigos en todas partes. El “efecto derrame”, que postula que el enriquecimiento de los ricos beneficiaría automáticamente a todos, fue una estafa, una idea que no tenía ni teoría ni pruebas que la respaldaran.
El Foro de Davos de este año fue una oportunidad perdida. Podría haber sido una ocasión para reflexionar seriamente sobre las decisiones y políticas que han llevado al mundo donde está hoy. Ahora que la globalización ha tocado techo, solo podemos esperar que nos vaya mejor gestionando su declive que su ascenso.
Premio Nobel de Economía y profesor de la Universidad de Columbia. Fue economista jefe del Banco Mundial.
Traducción de Julián Cnochaert.