La señora María Rosa Pérez vive en Bolívar y es madre de familia. Se despierta a diario a las 4 am para llegar a tiempo al trabajo, porque desde hace años no hay transporte en su sector y debe caminar todo el recorrido. Los “15 y último” no cubren todos los gastos, por eso se rebusca vendiendo tortas por encargo, pero ni así rinde el dinero. Le prepara el desayuno a sus chamos y el corazón se le rompe al darse cuenta de que no sabe si tendrán comida para desayunar mañana. No hay agua en el hogar, ya van 2 semanas así, pero en su desesperación agradece que al menos hay electricidad porque en otras ocasiones se ha quedado sin agua, sin electricidad y sin gas a la vez. Su vida se ha transformado en una montaña rusa, hay días que tiene y días que no. Lamentablemente, en estos últimos eso ha sido la norma.
Juan González, un joven merideño de 20 años, se debate entre seguir estudiando en la ULA y abandonar la carrera para conseguir otro trabajo. En casa las cosas no andan bien, no sobra nunca dinero, siempre les falta. Juan siente frustración y rabia, quiere echar para adelante pero el entorno no se lo permite. No lo quiere admitir, pero su salud mental ya empieza a deteriorarse porque no descansa por el estrés, casi no duerme y no se reconoce en el espejo de tanto que ha adelgazado por falta de comida. Juan ha perdido la esperanza de una vida mejor y solo piensa en sobrevivir como pueda.
El pequeño Miguel Herrera intenta impresionar a los pasajeros de la camionetica para que le compren los caramelos que vende. Repite un discurso aprendido a medias. Son las 9 am, debería estar estudiando, pero sus padres ya no lo mandan. Desde hace meses sus vidas dieron un vuelco y ahora solo venden toda clase de mercancías en la calle para poder hacer dinero. Su madre está enferma y no tienen como costear los gastos. No siempre puede verla. Miguel se siente débil y cansado, no recuerda bien cuando fue la última vez que no sintió hambre. Sus únicos momentos de diversión son aquellos en los que juega con otros que viven su misma condición en un barrio marabino. Miguel no conoce otra realidad más que la miseria y la desigualdad.
La realidad de María, Juan y Miguel es la realidad de la mayoría de los venezolanos inmersos en una terrible emergencia humanitaria compleja. Vivir en Venezuela es una lucha constante que asfixia entre tantos problemas diarios. El estrés es el compañero fiel y para la mayoría, el abrir los ojos en la mañana es pensar inmediatamente en que no hay nada para la cena. No hay trabajos estables, menos hay de los que estén bien remunerados y trabajar de forma independiente es lo más rentable.
Mientras el país se encuentra en terapia intensiva, solo unos privilegiados viven como nuevos ricos en lujosas mansiones, vacacionando en nuestros hermosos paisajes y derrochando el dinero que pertenece a todos los venezolanos. El régimen es culpable de las desgracias que padecen María, Juan, Miguel y millones de venezolanos, pero es tarea de todos combatir este modelo corrupto de pobreza y desigualdad.
El régimen es el mayor mal que ha tenido que enfrentar este país en sus más de 200 años de historia. Tienen responsabilidad por cada lágrima que derraman las madres al no poder alimentar a sus hijos, por cada estómago vacío, por cada niño o joven que abandona sus estudios por tener que trabajar. Nos han llevado a creer que no hay nada que hacer, pero, aunque se sienta cotidiana, esta no debería ser una realidad permanente. Los cambios son posibles si se luchan por ellos, en el mundo hay muchas naciones que son ejemplo de transformación.
Nuestro aporte desde la política debe ser conectar de nuevo con la gente, entender que este país cambió, que los intereses cambiaron, y que la mejor labor que podemos hacer es acompañarlos y escucharlos, porque solo así podremos reconstruir ese espacio de trabajo colectivo que, con organización y participación, nos lleve a encaminar a esta nación al cambio democrático que tanto necesitamos.
Y desde lo colectivo, como ciudadanos, no desfallecer. Sé que es muy dura la realidad que vivimos y que muchos han adoptado la resiliencia como forma de hacer frente a las adversidades, pero somos mucho más que eso. Los venezolanos tenemos una gran capacidad para reinventarnos y para encontrar espacios de felicidad. Sabemos convertir el instinto de supervivencia en algo que va más allá de la comida y el techo. Es en ese lugar donde podemos encontrar la fuerza que necesitamos para levantarnos y luchar por este país. Aquí todavía hay mucho futuro y hay mucho por hacer. Venezuela es nuestra casa y siempre valdrá la pena luchar por ella.