Francia experimenta de nuevo ese malestar político que ha caracterizado distintas etapas de su historia reciente. La V República, concebida para reforzar la autoridad y la estabilidad de gobierno, parece agotada. Ya no es el gaullismo o sus herederos los que sufren el desgaste, sino el exponente liberal que estaba llamado a reformar las instituciones y el modelo social sin alterar las normas institucionales del régimen.
Las ambiciones degradadas de Macron
¡Ensemble!, la enésima divisa electoral inventada por el macronismo para consolidar la presidencia con un legislativo afín (obediente, en realidad) que pudiera realizar lo que se les escapó en el quinquenato pasado, se ha estrellado contra tres resistencias más fuertes de lo esperado: la recuperación de la izquierda unitaria, la consolidación del nacionalismo identitario y la apatía o el descreimiento de la mayoría del electorado.
El partido de Macron y sus aliados liberales y centristas tendrán 245 diputados en la nueva Asamblea, un centenar menos que hasta ahora, lo que supone una pérdida del 30%. Un revés difícil de negar o de maquillar. Las ambiciones reformistas del Presidente de la República sufren un aterrizaje forzoso para evaluar daños. Los cálculos del día después en París se centran en considerar si Macron se empeñará en negociaciones a derecha e izquierda o preferirá dejar fluir una ruptura institucional para disolver la Asamblea Nacional y convocar nuevas elecciones. La primera opción es fatigosa; la segunda, peligrosa. Macron ha perdido mucho crédito y el panorama mundial no se presta a sus alardes de liderazgo europeo e internacional. Gobernar se convertirá en algo más fastidioso que estimulante, sus queridas reformas del modelo social y político francés (la famosa fórmula de ‘ni derecha ni izquierda’) podrían alcanzar precios muy caros. Francia entra en una etapa de mercadeo.
Izquierda un avance meritorio pero insuficiente
La izquierda se escapa del abismo, pero no puede cantar victoria. No era razonable esperar otra cosa después del estado de debilidad al que había sido reducida por sus propios e insistentes errores y decepciones.
No hay razón para la euforia, ni siquiera para una alegría excesiva. El propio Jean-Luc Melenchon, patrón inesperado de esta nueva versión forzada y forzosa de la izquierda unitaria, ha tropezado en su retórica triunfalista de ponerse como objetivo lograr un resultado que obligara a Macron a elegirlo como primer ministro. Seguramente era una argucia electoral para movilizar a un electorado desconfiado, más que una opción creíble de éxito. Pero si de eso se trataba, el resultado, aun siendo meritorio, resulta insuficiente. Los partidos agrupados en NUPES (plataforma de nombre poco inspirador) obtienen unos 130 diputados, más del doble de los que sumaban en la Asamblea saliente los partidos que la componen. Podrán presionar a Macron, después de un quinquenio delegando esa palanca en las movilizaciones callejeras, pero el presidente tiene socios más afines y convenientes a su derecha.
El nacionalismo se consolida, pero parece tocar techo
El nacionalismo populista e identitario se consolida como expresión de una parte de la sociedad francesa, que es mucho más numerosa de lo que las correcciones del sistema electoral dejan entender. El cordón sanitario republicano no ha saltado en pedazos, pero se ha resquebrajado. Por sus grietas se han colocado hasta casi 90 diputados de eso que viene en llamarse ultraderecha, término demasiado simplista para definir una opción política que combina factores de la más rancia reacción con una insatisfacción social legítima y comprensible. La representación del partido de Marine Le Pen se multiplica por más de diez, un resultado que asombra a primera vista, pero que en realidad no es tan sorprendente cuando se parte de un origen engañosamente bajo como el que tenía en el periodo legislativo anterior.
Hasta aquí las buenas noticias para este nacionalismo que hace de la identidad un factor de sublimación de las frustraciones sociales, políticas y culturales de un país que se siente en decadencia sin saber cómo evitarlo. La alegría se disuelve cuando se presiente que, después de varias décadas amenazando con subvertir la arquitectura institucional y cultural de la República, el anterior Frente Nacional o el Reagrupamiento actual puede haber alcanzado su techo si no hay un cambio de las normas electorales. Y eso no parece posible por ahora.
El fin del gaullismo cultural y político
La derecha conservadora, en su día gaullista, luego neogaullista y finalmente en deriva hacia un neoliberalismo con supuestas adaptaciones nacionales consuma su larga decadencia. Los Republicanos (denominación tan ambigua como el alcance de su camuflaje post-ideológico) tendrán sólo 64 diputados en la nueva Asamblea, la mitad de los que sumaban hasta ahora. Un correctivo no por esperado menos doloroso.
Gozarán al menos de la compensación de ser imprescindibles para Macron en su esfuerzo por gobernar. Pondrán un precio a su apoyo, y eso siempre significa poder. Pero, y aquí viene el contrapunto, una presión excesiva o unas aspiraciones irreales podrían desencadenar esa suerte de callejón sin salida, de crisis política e institucional que permita al Jefe del Estado activar el artículo 12 de la Constitución y disolver el Parlamento. Lo que ocurra después nadie se atreve a pronosticarlo.
Esta sensación de derrota general del sistema político francés tiene su corolario más elocuente es una abstención contundente: 54%. Similar a la de hace cinco años, lo que indica que eso que se ha dado en llamar desafección no es un malestar pasajero, sino un síntoma persistente del modelo de democracia liberal, que sus exegetas se afanan en proclamar como el mejor de los posibles mientras siguen sin solución los problemas más importantes de la ciudadanía (desempleo, desigualdad creciente, deterioro de los servicios sociales, carestía de bienes básicos). Como en todas partes.