Recuerdo la afirmación del poeta y ensayista Gastón Bachelard: “Hay que escuchar a los poetas.” ¿Quiénes son ellos? Podríamos comenzar por identificarlos como seres capaces de transmitir vivencias humanas con voces de rotunda veracidad. Testigo e intérprete de su realidad, el poeta se comunica con nosotros a través de imaginarios en los que percibimos orientación y verdad. Y elegimos esos imaginarios como respuestas necesarias a preguntas que, humanamente, no podríamos dejar de formularnos.
Recordaré aquí el más conocido trabajo del poeta venezolano Rafael Cadenas: Los cuadernos del destierro. Su desarrollo y su conclusión siempre me han resultado ilustrativos de un tema absolutamente central en nuestra experiencia humana: la necesidad de reconocernos y, eventualmente, aprobarnos en medio de nuestras circunstancias, sin importar cuan adversas éstas puedan llegar a ser. Cadenas escribe Los cuadernos… en la isla de Trinidad, donde vivía tras haber sido expulsado de Venezuela por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Permanece exiliado en ese lugar entre 1952 y 1956. Alejado de su Barquisimeto natal, lejos de los espacios de su infancia y su primera juventud, se enfrenta a las mismas preguntas que, en algún momento, cualquier ser humano pudiera formularse: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi lugar?
Cadenas escribe para reconocerse en medio de la desorientación, para arraigar frente a un impuesto exilio. Arraigo es aprobación. Es centramiento. Es definición. Significa acuerdo con descubrimientos, con actos y propósitos. Implica el fortalecimiento de la orientación. Exilio, por el contrario, alude a debilitamiento, ausencia, extravío. El exiliado o desarraigado se desconoce, no sabe qué esperar de sí mismo. Será necesaria para él la urgencia del arraigo; un arraigo relacionado, acaso principalmente, con la firmeza de su memoria. Mucho más que solo suma de recuerdos, la memoria es sustento. Es proyección sobre el presente de evocaciones convertidas en referencia, en aprendizaje. La memoria nos construye. Nos obliga a escucharnos. Puede ser atormentante u hospitalaria; pero, en todo caso, nos define y ubica a partir de determinados hallazgos. Ella convierte nuestro tiempo vivido en historia: tiempo con sentido, tiempo ilustrativo, tiempo siempre referencial.
La memoria es selectiva: escoge recordar y escoge olvidar. Junto a ella nos enfrentamos a lo mejor y a lo peor de nosotros mismos. En ella vislumbramos cuanto nos rescata y cuanto nos condena. Significa desciframiento de itinerarios y, eventualmente, centramiento, o, lo que es lo mismo: arraigo. A todo lo largo de Los cuadernos…, percibimos a un ser humano mostrándose al lado de su memoria. Ésta parte de un remoto origen: “Yo pertenecía a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor (…) Yo no heredé sus virtudes.” Lentamente, sobre ese punto de partida, van sumándose las naturales paradojas de toda existencia: la alegría conviviendo con la tristeza, los errores al lado de los aciertos, las certezas hilvanándose junto a las dudas, las aprobaciones entrelazándose a los rechazos, la armonía y la incoherencia complementándose… En un determinado momento, el poeta muestra un desenlace para todo ello; desenlace afirmativo expresado en una contundente declaración: “He recuperado mi nombre”. Recuperar el propio nombre: reconocerse, afirmarse en los rumbos transitados y en las propias elecciones, legitimarse… En el caso de Los cuadernos… se trata de una legitimación relacionada con verdades de vida en las cuales relacionar autenticidad con subjetividad y subjetividad con plenitud. Se trata de haber extraído de la experiencia de vivir la convicción de que vivencias y padecimientos, insatisfacciones y contradicciones pudieron valer la pena si al final hicieron posible al poeta tocar una personal aprobación.