La vida suele darnos lecciones muy duras; Dios, lecciones muy sabias. Nosotros escogemos el método. Daniel Habiff
En una oportunidad, hace más de una década, escribí un artículo referido a las revoluciones tristes a raíz de unas declaraciones dadas por Hugo Chávez desde Uruguay. En su cháchara permanente llegó a decir: “Tristes las revoluciones que dependen de un solo hombre. . . Las revoluciones que sólo dependen de un líder no son revoluciones de verdad.”
Dicho por alguien desde la altura del poder, tratando de impulsar una supuesta revolución, indudablemente llamó la atención, sobre todo por que él mismo nunca permitió que alguien le hiciera sombra ni que nada se moviera sin su consentimiento, por lo que uno podía suponer que estaba admitiendo que su “revolución” era una triste farsa que solo existía en los delirios y obsesiones de un ser atormentado por la finitud de su existencia y el probable presentimiento de su cercana desaparición.
Las revoluciones sociales son tristes no solo porque alguien se erija mesiánicamente por encima de las masas adocenadas, sino por que para lograrlo tiene que recurrir a la violencia, al terror, y a un ideal de muerte y destrucción como el mismo Chávez lo hizo; por quién la vida de los venezolanos adquirió todas las tonalidades de grises y de negra oscuridad, terminando en desesperanza, frustración y miseria de una gran parte de la población.
En su caso específico, cuyas consecuencias aún padecemos con mayor gravedad, Ana Teresa Torres describe su terco afán de una manera muy clara, “el culto revolucionario tiene sus raíces en el seguimiento arbitrario del ejemplo bolivariano entendido como la pasión por arrasar con el pasado, y el permanente deseo de empezar todo desde los cimientos.”
Quizás frente a su estruendoso fracaso y la evidencia de una ficción , de una supuesta revolución sin sentido, que nunca existió, lo invadió la tristeza Homérica de que “nadie puede escapar a su destino”, al ver desde la distancia a una Venezuela fracturada por tendencias opuestas e irreconciliables debido al odio que él mismo trató de inocular, destrozada su capacidad productiva, destruídas sus instituciones fundamentales y socavados sus principios y valores como sociedad civilizada.
El diseño revolucionario para edificar un nuevo país se trastocó en una sociedad degradada políticamente, destruída económicamente, distorsionada socialmente, confundida religiosamente, a la que habrá que reconstruir y reconducir nuevamente.
Tal vez muy tarde se dió cuenta de su error y aún así no fue capaz de rectificar. La carga de su vanidad, soberbia, resentimiento y odio era muy pesada y por eso impuso a Nicolás Maduro como su relevo para que el desastre fuera mayor cuando lo sabio aconseja tener siempre en cuenta la brevedad de la vida, y, como dice Habif, algunas veces también es inteligente desandar los pasos para no caer en las trampas de lo inútil.
Cualquiera haya sido la motivación de esa declaración y ante las desdichas del hombre que se creyó inmortal e indispensable, yo digo como Gustavo A. Bécquer: No se, pero hay algo que explicar no puedo, que al par nos infunde repugnancia y miedo, al dejar tan tristes, tan solos a los muertos.
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