Puedo tomar cualquier espacio vacío y llamarlo un escenario desnudo. Un hombre camina por este espacio vacío mientras otro le observa, y esto es todo lo que se necesita pararealizar un acto teatral”. Peter Brook, El espacio vacío.
Uno de los protagonistas del movimiento teatral venezolano de las últimas décadas, Antonio Costante, escribe en homenaje a Peter Brook, gran maestro del teatro mundial de todos los tiempos, recientemente fallecido.
El santo Grial de los que hacemos teatro tiene un solo nombre: Peter Brook. Artista de excepcional talento y larga vida, se instaló como un virus en las entrañas del arte de hacer teatro. De inagotable vena creativa y de propuestas teóricas luminosas, modificó el espíritu del quehacer del teatro de arte.
Brook no era un oficiante de puestas en escena brillantes. Cada una distinta por estilo y contenido, siempre fiel a su credo, lo que él planteaba era la creación de una idea primaria que con los ensayos se iban transformando en una onda expansiva articulada, una cadena de todas las disciplinas cuyo último eslabón era el espectáculo final.
Al leer sus ensayos sobre el arte de la escena, se tiene la impresión de haber accedido y participado a un conclave en el que se asiste a un acto en el que tiene lugar la transfiguración de la palabra en gesto, del gesto en contenido y el contenido en espectáculo. El resultado es que uno de los grandes montajes shakespearanos del teatro inglés en siglos, se convirtió en modelo de superlativa calidad. Crítica y público se arrodillaron ante el inalcanzable Rey Lear de Brook, considerándolo equiparable en calidad a la tragedia de Shakespeare, y no un gran montaje del Rey Lear del bardo del Avon.
No quiero hacer una elegía, o un sesudo ensayo sobre su inmensa obra, para eso habrá una legión de críticos y estudiosos de todo el mundo.
Prefiero más bien recurrir a las sensaciones privadas e imborrables de espectador anónimo y agradecido de haber podido asistir a varias de sus obras o de sus ceremonias, o más bien de sus ritos que iluminaron y transformaron mis pensamientos sobre el teatro y sobre la esencia del arte escénico, y, si me apuran, sobre el arte de vivir.
En una noche invernal de 1965, tuve la suerte de conseguir una entrada para ver una obra de Peter Weiss que era furor en el mundo. Se trataba de Marat/Sade dirigida por Peter Brook —montaje que venía de Inglaterra—, y a pesar del alto contenido político, estaba haciendo una temporada en Broadway. La obra transcurre en un manicomio en la época de la Revolución Francesa. Al entrar a la sala, el telón está abierto y deja ver el manicomio. Marat en su bañera sufre con su enfermedad de la piel, Sade detrás observando y un montón de locos inmóviles y silenciosos con expresión de furibunda pero silenciosa.
El público también mira de reojo, comenta en voz baja, se detiene sin dejar de mirar con tensa curiosidad a los locos en escena. De repente se escucha la desgarradora algarabía de aquellos, desatados. Parecía estar viendo el celebre “Aquelarre” de la pintura negra de Goya.
La audiencia estaba impresionada, y parte de ese público (de Broadway) desconcertado, mientras el espectáculo avanzaba con gran ritmo y densidad; un momento escénico llamó particularmente la atención de unas elegantes señoras. Las damas en cuestión estiraban sus cuellos entre interesadas y disgustadas al ver a una joven y gran actriz, Glenda Jackson, fustigando con su cabello largo la espalda desnuda del Marqués de Sade (Patrick Magee), que tembloroso se retuerce de placer. La obra se centra en la lucha entre jacobinos y girondinos. Algo así como la izquierda revolucionaria los jacobinos y la derecha moderada los girondinos. La peor parte la lleva el radicalismo jacobino de Marat, quien terminaría asesinado por Carlota Corday, políticamente contraria a la postura extremista de Marat.
Las tres horas de espectáculo me parecieron cortas ante la avalancha de genialidad y emoción que producían las diferentes escenas. Alrededor de la medianoche salí confundiéndome entre tantos paraguas, bufandas, abrigos de piel, guantes y nieve, mucha nieve, y bocas que emanaban grandes cantidades de vaho, humo de cigarrillos y nubes de perfumes.
El verde del semáforo me permitió cruzar hasta una zona menos concurrida. Me di cuenta que estaba solo, y no me quedaba sino reflexionar caminando, y pensar en una improbable epifanía que me revelara lo que pasó en esas tres horas. No había rewind en esa época para volver a ver algunas escenas y entender esa inusual experiencia.
El viento frío de Manhattan me trae de vuelta a la realidad. Camino del hotel, la nieve sigue su trabajo y yo voy chapoteando como un doble de mí mismo. El ruido subterráneo del metro es como una continuación de los gritos de los locos. Caminando en estado de gracia, no percibo la realidad que me rodea, no veo las famosas bolsas negras de la basura neoyorquina, pero están, no me asustan los rascacielos que parecen una extensión del manicomio de Charenton. Paso sobre las tanquillas que despiden vapor, y me siento Nosferatu. El teatro va quedando atrás, los actores se habrán ido de farra, el público estará llegando a sus casas, las limusinas a sus garajes y yo sigo deambulando por una docena de cuadras más en dirección norte hasta llegar a Central Park. Entonces, emocionado por lo que había visto pero tembloroso por el frío y con los pies congelados, en un raptus de lucidez, vuelvo a la realidad y constato que estoy cubierto de una gran cantidad de nieve acumulada sobre los hombros y sobre la cabeza. De refilón me veo en el vidrio de un carro. Pensé que era un hombre de cristal, pero en verdad era yo. Semejante a un patético personaje de un cuento de Chejov, miré a las estrellas que no se veían porque la nieve las tapaba, y después, como saliendo de un sueño, noté que me estaba riendo pero no sentía el eco de la risa. Y entre la emoción y la risa se me ocurrió que me había convertido en sobreviviente de una delirante aventura, en una persona que casi me era desconocida. ¿Una experiencia mística? No. En realidad solo era un feliz y agradecido espectador convertido en hombre de hielo transparente.
Transcurrieron veinte años entre la memorable noche del Marat/Sade y el monumento que Brook habría de legar al mundo y a la historia del teatro, en 1986. En París se presentaba el Mahabharata, un poema épico-mitológico de la India, de 100.000 versos, en sánscrito, del siglo III antes de Cristo. Dicho así, impresiona. Y no es para menos. Pero vamos por parte.
En esas dos décadas tuve la suerte de establecer una gran amistad con un personaje relevante de la cultura venezolana, de origen uruguayo. Ugo Ulive se integró al movimiento cultural venezolano, convirtiéndose en protagonista en los diversos campos de la cultura nacional. Ugo, además de director de primer plano en el teatro venezolano, era dramaturgo, actor, cineasta, escritor, profesor universitario y lector olímpico e inalcanzable.
En los veinte años transcurridos entre Marat/Sade y Mahabharata, se estableció entre Ugo y yo una gran comunicación e intereses comunes. Esa situación nos llevó a varios viajes “culturales”, varias peregrinaciones a New York, viajes que en su compañía enriquecieron y ampliaron mi visión del arte escénico y no escénico. Nada escapaba a la voracidad cultural de esos viajes. New York era el centro de las artes mundiales. Fuimos capaces de ver la Tetralogía Wagneriana en el Metropolitan, en cuatro noches seguidas y catorce horas de música sublime.
En otra ocasión nos entregamos a Shakespeare a través de la compañía Royal Shakespeare de gira en Nueva York. En otra oportunidad vimos una obra de Harold Pinter con Pinter de actor. Vivimos lo mejor que se podía ver en la Manhattan de los ochenta y noventa, además de unos pubs que Ugo conocía bien. Era una época en la que Nueva York era una ciudad fascinante, en la que hasta los restaurantes chinos eran buenos.
Estos recorridos frecuentes a través de los años nos llevaron a Londres, donde él había vivido, y finalmente en el año de gracia de 1986 aterrizamos en París, en dirección Bouffe du Nord donde nos esperaba un mítico teatro del mismo nombre.
Habíamos programado con meses de anticipación una peregrinación parisina para asistir al Mahabharata, uno de los grandes acontecimientos de la historia del teatro. Ya frente a la puerta del teatro le digo: “¡Aquí estamos Ugo!”
¡I’ll drink to that!, me respondió feliz.
Nueve horas (nueve) era la duración total del espectáculo dividido en tres noches de tres horas, o si lo prefieren, una vez a la semana y —si eres un faquir— las nueve horas seguidas, el curry no está incluido.
El Bouffe du Nord es un teatro clásico en forma de herradura. Es bastante incomodo y desatendido. Fue construido en el siglo XIX y abandonado varias veces. Con el aspecto de teatro que espera por una restauración. Sitios como este son los que siempre ha buscado Brook para sus espectáculos. En un inolvidable Festival de Teatro de Caracas, la compañía de Brook trajo un clásico del teatro del absurdo: Ubu Rey de Alfred Jarry. Se presentó en el Alcázar, un viejo cine abandonado en la Plaza Panteón y la escenografía era uno de esos gigantescos carretes de madera para enrollar cables de alta tensión, y más nada.
El director inglés no quería que el oropel interfiriera en la pureza de la creación artística. A su manera, Brook era un místico. Con el pasar del tiempo, sus espectáculos han prescindido de casi todo lo tradicionalmente indispensable en el teatro, escenografía, luces, vestuario etc. Al gran artista le bastaban unos actores, una idea y la pureza de la historia. Eran espectáculos que se montaban en cualquier sitio, bastaba con que los actores fueran buenos.
Entramos como hordas bárbaras y confirmamos que los asientos son bastante incomodos. Miramos el espacio escénico y nos disponemos a entregarnos a ese mundo fascinante y remoto como lo es la India.
La escena nos muestra un piso de tierra más bien desértico, y un charco de agua; tierra y agua, elementos rituales en un ambiente de misteriosa austeridad. En este espacio comenzarán las fábulas que narrarán la épica de dos bandos de la misma familia que se combatirán, y donde como toda fábula aparecerán las cosas y las situaciones más increíbles.
Voces e instrumentos desconocidos invaden el aire. El sonido es misterioso y mágico. Van apareciendo algunos personajes y hacen algo alrededor del charco. Uno de ellos es Ganesha, dios hindú con cabeza de elefante y cuerpo de hombre. Algo está pasando pero no entiendo una palabra. Aun así me concentro como si entendiera. El espacio se llena de los más variados colores, las abundantes telas de indecibles colores, la música de arcanas notas, el cast interracial, africanos, coreanos, japoneses, franceses, italianos, españoles y, claro, hindúes completan la variante cromática.
Los minutos van pasando. Me siento invadido por una sensación de intensa levedad. Lentamente comienza nuestro viaje junto a dioses y plebeyos, jóvenes enamorados y viejos sabios, guerreros y guerras, dioses y semidioses, la música bellísima y desconocida a nuestros oídos nos transportaba a mundos fantásticos. Al parecer, nosotros también nos uniremos a ese universo extraordinario y sorprendente y… ya casi alcanzando el nirvana, nos interrumpe un francés joven en el asiento de atrás, y en voz alta exclama: “C’est le magazine National Geographìc”.
Visualmente, la belleza tan distinta a los cánones occidentales nos conquista. Brook, el lúcido demiurgo que maneja los códigos de la espiritualidad de la India para mostrarnos el alma de las cosas, de la poesía, del canto, de los lamentos de un sitar, de la gestualidad de los rezos, del agua, la tierra, el fuego, del aire que hasta se puede ver y oler. Todo es etéreo y armónico, todos los elementos de escena obedecen al gran taumaturgo, al arte sublime de Brook que invade la sala hipnotizándola.
La insólita experiencia está por terminar. Los exóticos sonidos se van alejando, las máscaras parecen rostros verdaderos, muchos personajes, un coro de muchos personajes ataviados ricamente nos sorprende. Entre ellos sobresale el dios Ganesha, medio humano y medio elefante; me entero de que Ganesha es el dios de la sabiduría y la inteligencia, patrón de las artes, de las letras y de la ciencia.
Me fijo en la cabeza de elefante que cubre muy bien a la del actor que lo presenta, centro mi interés en el dios Ganesha e insistentemente me ronda un pensamiento… ¿Brook será Ganesha? ¿O Ganesha será Brook?
Las primeras tres horas han pasado sin que nos diéramos cuenta. Le hago el comentario a Ugo, quien con su habitual sarcasmo y con acento sureño me dice: “¿Todavía no sabes que el tiempo de la India es distinto?”.
Callo. Pausa. ¿Armañac o Calvados? Armañac y Calvados.
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