Oriente Próximo, ya inestable por cuestiones como la intensificación del conflicto iraní o el vacío de poder que deja la retirada estadounidense, puede ver su situación empeorada por las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania. Lo que, sin duda, tendrá implicaciones para la seguridad de Europa.
La invasión rusa de Ucrania amenaza con agravar aún más los problemas existentes en Oriente Próximo. Los países más pobres de la región están sufriendo mucho por los altos precios de los cereales y la energía, que ya eran altos y pueden subir aún más, y que inevitablemente provocarán disturbios. Al mismo tiempo, ahora parece más probable que el acuerdo nuclear con Irán fracase, en parte porque Rusia ya no tiene interés en promover el entendimiento. Esto, a su vez, amenaza con intensificar el conflicto no resuelto entre Irán y sus adversarios. Además, el conflicto con Rusia ha acelerado la retirada de Estados Unidos de la región. La reorientación de la política exterior estadounidense, centrada en la competencia estratégica entre grandes potencias, está dejando un vacío que las potencias regionales tratarán de llenar, produciendo muy posiblemente nuevos conflictos.
Malestar por los altos precios
Muchos países de Oriente Próximo son especialmente vulnerables a las subidas de los precios de los cereales y la energía. Para países como Egipto, Túnez y Libia, que importan más de dos tercios de su trigo de Ucrania y Rusia, la guerra hizo subir de inmediato los precios, provocando escasez del pan barato subvencionado. Países como Siria y Líbano llevan años sufriendo una inflación galopante que ha sumido en la pobreza a amplias capas de la población. La mayoría de los gobiernos de la región recurren a grandes subsidios para controlar la subida de precios, pero las restricciones presupuestarias crónicas limitan su margen de maniobra.
Para evaluar las implicaciones para la estabilidad de estos países, merece la pena echar la vista atrás y ver dónde estaba la región hace poco más de una década. Durante las protestas de la primavera árabe de 2011, los Estados de Oriente Próximo se dividieron en tres grupos. Repúblicas pobres como Túnez, Egipto, Libia, Siria y Yemen se vieron especialmente afectadas por las protestas y los disturbios. Durante décadas, habían sido gobernadas por regímenes militares que habían mostrado poco interés por el nivel de vida de su población. Las monarquías ricas, como Arabia Saudí y los Estados más pequeños del Golfo, tuvieron menos problemas durante ese periodo. Estos regímenes habían intentado durante mucho tiempo distribuir parte de los enormes ingresos procedentes de las exportaciones de petróleo y gas entre la población en general. De hecho, se beneficiaron tanto de los altos precios de la energía entre 2002 y 2014 que después de 2011 intervinieron cada vez más en sus vecinos más pobres. Un tercer grupo de Estados –Argelia, Irak y Líbano– estaba formado por repúblicas que primero se mantuvieron en relativa calma, a pesar de los disturbios en toda la región, posiblemente porque todos habían vivido recientemente sangrientas guerras civiles.
Hace diez años, la principal cuestión política era el bienestar económico, aunque también influyeron otras cuestiones importantes. Desde entonces, el nivel de vida ha seguido deteriorándose en los países más pobres de la región, aunque solo sea porque su población crece mucho más rápido que su economía. Egipto ofrece un ejemplo especialmente dramático. Su población asciende ya a más de 100 millones de personas y aumenta en más de dos millones cada año. A ello se suman unas políticas económicas fallidas, con más recursos invertidos en megaproyectos de prestigio que en un desarrollo económico sostenible. Los efectos de la guerra en Ucrania probablemente agravarán los problemas económicos del país, a pesar de que la producción de gas en el Mediterráneo está entrando en funcionamiento. Tarde o temprano, el resultado será la inestabilidad. Los egipcios, al igual que muchos habitantes de la región, no parece que vayan a comenzar una nueva ola de protestas, pero el continuo declive de las economías de Oriente Próximo podría cambiar esta predicción, llevando a la gente de nuevo a las calles. Túnez, Jordania y Marruecos también podrían verse afectados, e incluso países ricos en recursos como Argelia e Irak.
Muchos indicadores sugieren que los gobernantes de la región reprimirían las nuevas protestas con mayor violencia y eficacia que tras 2011. Desde el golpe militar de 2013 en Egipto, Oriente Próximo ha visto el advenimiento de un nuevo y más eficaz autoritarismo, modelado sobre todo en Emiratos Árabes Unidos (EAU). Este nuevo autoritarismo hace un mayor uso de la vigilancia tecnológica que los regímenes anteriores, y muestra aún menos tolerancia hacia la oposición. Además, los dictadores han aprendido recientemente cómo un régimen puede mantenerse incluso frente a la oposición de la mayoría de su población. La guerra civil siria demostró que la determinación, la fuerza bruta y los aliados poderosos pueden ser suficientes para aferrarse al poder, incluso cuando la base de poder del régimen se reduce drásticamente, como fue el caso de Bachar el Asad. La experiencia siria puede sentar un precedente, haciendo que los futuros conflictos internos sean aún más violentos que los de 2011.
El conflicto con Irán se intensifica
La guerra de Ucrania también ha repercutido en el conflicto entre Irán y Arabia Saudí, que se convirtió en una auténtica guerra fría en el Golfo Pérsico entre 2011 y 2019. El conflicto se suavizó un poco en 2019, después de que Irán y sus aliados en Irak y Yemen demostraran la vulnerabilidad de las infraestructuras petroleras de Arabia Saudí y EAU, sus principales oponentes. En un incidente remarcable, las instalaciones petroleras saudíes en Abqaiq y Khurais fueron atacadas por drones iraníes el 14 de septiembre de 2019. Los ataques provocaron el cierre de la mitad de la producción petrolera saudí durante varias semanas. Hasta ese momento, EEUU era considerado el máximo garante de la seguridad saudí. Sin embargo, en ausencia de un contraataque estadounidense, Riad y EAU decidieron buscar la distensión con Irán. Sin embargo, la vieja enemistad saudí-iraní persiste y el conflicto podría recrudecerse en cualquier momento. En 2020, en busca de un nuevo aliado contra Irán, EAU y Bahréin celebraron acuerdos de paz con Israel, un claro indicador de la gravedad de las tensiones en la región. Aunque Arabia Saudí no participó en el acuerdo de paz, el reino ha ampliado su cooperación con Tel Aviv.
El estallido de la guerra en Ucrania ha desplazado el equilibrio de poder en el Golfo Pérsico hacia Arabia Saudí y los Estados más pequeños del Golfo. A diferencia de los países más pobres de la región, las monarquías petroleras pueden hacer frente a un mayor coste de los alimentos y se benefician de la subida de los precios de la energía. Además, Arabia Saudí y EAU son los únicos productores de petróleo del mundo que pueden aumentar rápidamente su producción en más de dos millones de barriles diarios. Sin embargo, Riad y Abu Dabi han rechazado la exigencia del gobierno estadounidense de hacerlo para sustituir las exportaciones energéticas rusas. EAU se ha negado incluso a condenar la intervención militar rusa en el Consejo de Seguridad de la ONU. Las consideraciones económicas influyeron en esta decisión, así como el deseo de no poner en peligro sus relaciones con Rusia, que han mejorado considerablemente en los últimos años. Sin embargo, un factor más importante fue el deterioro de las relaciones de Arabia Saudí y EAU con EEUU. Las relaciones continúan deterioradas desde que en 2019 la administración de Donald Trump no interviniera militarmente contra Irán. Ahora esperan que Joe Biden reafirme la tradicional estrecha alianza estadounidense con ambos Estados y acabe con su distanciamiento con el príncipe heredero saudí Mohammed Bin Salman, a quien Biden responsabiliza del asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
La nueva fuerza de Arabia Saudí y EAU es solo uno de los factores que inciden en su conflicto con Irán. Además, la guerra en Ucrania está obstaculizando cualquier renovación del acuerdo nuclear con Teherán, del que Trump retiró a EEUU en 2018. El último problema a resolver en las negociaciones era si EEUU podría –y de qué manera– retirar a la Guardia Revolucionaria de Irán de su lista de organizaciones terroristas, a la que añadió en 2019. Pero en marzo de 2022, Rusia exigió que Irán mantuviera el comercio bilateral de ambos países ante las sanciones impuestas por su guerra en Ucrania. La exigencia rusa bloqueó de facto cualquier conclusión satisfactoria de las conversaciones nucleares, ya que Rusia es parte de las negociaciones con Irán, junto con EEUU, China, Reino Unido, Francia y Alemania. Las conversaciones sobre un acuerdo nuclear renovado se han estancado como resultado de la demanda de Moscú. Además, el problema del Guardia Revolucionaria no se resolvió, por lo que una repetición del acuerdo de 2015 parece hoy muy poco probable. Llegar a un acuerdo sigue siendo un objetivo para Irán, ya que es la única esperanza del país para acabar con las sanciones occidentales y permitir la recuperación económica. Los adversarios de Irán en la región –Arabia Saudí y EAU, pero también Israel– tienen una visión crítica de las conversaciones nucleares, pues temen que Irán utilice los recursos liberados por un acuerdo para financiar su cara política regional. Al mismo tiempo, temen que Irán pueda tener ya suficiente material fisible para construir una bomba nuclear, o que la adquiera pronto. Sin un acuerdo, parece posible, incluso probable, un nuevo conflicto en el Golfo Pérsico tras un breve periodo de distensión.
Continúa la retirada de EEUU
La invasión rusa de Ucrania probablemente también afectará a la retirada de EEUU de Oriente Próximo. Ya durante la presidencia de Barack Obama (2009-2017), la opinión predominante en Washington era que los grandes retos de la política global estadounidense en el siglo XXI se situarían en China y el Pacífico, más que en Afganistán e Irak. La administración de Obama hizo del “pivote hacia Asia” un objetivo político, y esto ha seguido siendo la base de la política estadounidense de los siguientes presidentes, incluso para presidentes tan diferentes como Trump y Biden. Una de las primeras manifestaciones de esta política fue la retirada de EEUU de Irak en 2011 –algunas fuerzas volvieron en 2014– y su repliegue en Afganistán en 2021. Una retirada completa de Irak y Siria no se descarta. El gobierno de Biden, al igual que sus predecesores, quiere liberar recursos financieros, políticos y militares para un conflicto con China, por lo que está rehuyendo la participación en Oriente Próximo. Hasta la guerra de Ucrania, Rusia desempeñaba un papel menos importante en las consideraciones estadounidenses: Washington veía a China como un adversario mucho más importante. Ahora, con la necesidad de recursos para el conflicto en Europa del Este, Oriente Próximo ha caído aún más en la lista de prioridades de Washington.
La retirada de EEUU de Oriente Próximo después de 2011 se pone de manifiesto en el hecho de que, a pesar de las numerosas guerras civiles en la región, EEUU solo ha intervenido cuando era absolutamente necesario, como cuando el Estado Islámico arrasó extensas franjas de territorio de Siria e Irak en 2014. La nueva política de contención de EEUU creó un vacío en Siria y Libia, que fue llenado por Rusia y por las potencias regionales. En otros países se observaron pautas similares. Irán ha intervenido en las guerras de Irak, Siria y Yemen utilizando una alianza de milicias dirigidas por su propia Guardia Revolucionaria y por la libanesa Hezbolá. Esta política ha conseguido ampliar la influencia de Teherán. Por su parte, Israel ha intentado frenar la expansión de Irán hacia sus fronteras. Desde 2017, ha realizado más de 1.000 ataques aéreos contra objetivos iraníes y aliados en Siria e Irak. Turquía lucha contra el PKK kurdo y sus organizaciones hermanas tanto en Siria como en Irak. También intervino militarmente en Libia en 2020 y envió tropas al Golfo para proteger a Catar de sus vecinos. Arabia Saudí y EAU iniciaron una guerra en Yemen con el objetivo de frenar la victoria de los rebeldes huzíes, aliados de Teherán. EAU es un actor en la guerra en Libia; junto con Egipto, apoyan al caudillo autoritario Khalifa Haftar.
Lo que estas potencias regionales tienen en común es que todas son demasiado débiles para imponer individualmente su propia visión del orden en la región. Irán es tan débil económicamente que debe recurrir a la guerra asimétrica, haciendo uso de milicias, grupos terroristas, cohetes, misiles de crucero y drones. Puede que Israel sea militarmente superior a su adversario iraní, pero los misiles y los drones iraníes con base en Líbano, Irak y Siria suponen, no obstante, una gran amenaza. Turquía se ha aislado en la región con su apoyo a los Hermanos Musulmanes; su poder reside sobre todo en la periferia de Oriente Próximo. Por último, Arabia Saudí y EAU no han logrado derrotar de forma decisiva a los huzíes yemeníes y han sido objeto de repetidos ataques con cohetes, misiles de crucero y drones, e incluso sus infraestructuras petrolíferas se ven amenazadas.
El desorden actual en Oriente Próximo es en parte el resultado de la desaparición de EEUU como hegemonía regional. Tras el estallido de la guerra de Ucrania, Washington mostró un renovado interés por los Estados del Golfo, a los que pidió que aumentaran la producción para compensar la pérdida de petróleo y gas ruso. Biden comienza el 13 de julio una visita a sus aliados de la zona, entre ellos Arabia Saudí, a la que en su día calificó de Estado “paria”. Sin embargo, no hay indicios de que la política estadounidense hacia la región vaya a cambiar drásticamente. Una acción más agresiva por parte de China en Oriente Próximo podría en algún momento hacer que EEUU volviera a la región, pero hasta ahora Pekín se ha limitado a ampliar las relaciones económicas. Esto significa que es probable que continúe la actual tendencia de los Estados regionales a aplicar una política más activa. La continuación del conflicto parece un resultado muy probable.
Replanteamiento de la ‘realpolitik’
Por su parte, tanto Alemania como Europa han perdido influencia en la región. Se trata de un hecho dramático si se tiene en cuenta cómo la inestabilidad de Oriente Próximo ha afectado a la seguridad de Europa durante años. Hasta ahora, Europa se ha centrado sobre todo en los movimientos incontrolados de refugiados y en el auge del terrorismo islamista. Sin embargo, en el futuro, la proliferación nuclear puede convertirse en un tema más importante. Hay muchas razones para esta pérdida de influencia: la falta de unidad entre los países europeos, la salida de Reino Unido de la Unión Europea y la debilidad general de la política exterior y de seguridad europea. Además, la política de Oriente Próximo se centra sobre todo en cuestiones de seguridad complejas. Si la UE tiene poco que ofrecer en esta cuestión, no puede esperar desempeñar un papel importante en la región.
El caso de Alemania es ilustrativo. Se trata de un país que no ha llevado a cabo una política de seguridad seria durante al menos 20 años. A pesar de los recientes compromisos con una “nueva época” en política exterior y de seguridad, Berlín ha permitido que sus fuerzas armadas degeneren. La reconstrucción se presenta ahora como una tarea descomunal. En 2014 y 2015, Alemania no quiso luchar contra los terroristas en Irak y Siria, los mismos que ya habían perpetrado numerosos atentados en Europa. Atentados terroristas como el de París en 2015 fueron posibles gracias a la negativa de Alemania a proteger sus propias fronteras, una decisión que iba en contra de cualquier política de seguridad racional. Teniendo en cuenta estos errores, no es de extrañar que Alemania (y Europa) no hayan tomado en serio las percepciones de amenaza de aliados y socios de Oriente Próximo como Israel, Arabia Saudí y EAU, y que no hayan reaccionado del todo ante la expansión iraní después de 2015.
El cambio que está haciendo Berlín en materia de política de seguridad debe venir acompañado de cambios concretos en su política para Oriente Próximo. En primer lugar, debe reconocer que los países prooccidentales de la región son aliados importantes, de hecho, esenciales para cualquier política activa en la región. Esto incluye a Israel, pero también a las autocracias del Golfo como Arabia Saudí, EAU y Catar, países que han demostrado durante mucho tiempo ser buenos y fiables socios en política exterior, de seguridad y energética. En segundo lugar, Alemania debe reconocer y denunciar los peligros derivados de las políticas revisionistas de Irán, cuyo objetivo último es la hegemonía regional. Irán seguirá siendo una amenaza para la región aunque se firme un nuevo acuerdo nuclear. Por último, Alemania y Europa deben hacer gala de modestia. Durante muchos años, no podrán desempeñar un papel en Oriente Próximo sin la ayuda de EEUU. Mantener y reforzar la alianza con Washington es y seguirá siendo indispensable para la política europea y alemana en la región.