Mascaras griegas
Érase una vez un ratón llamado Robamigas quien, huyendo del acoso de una comadreja, se acercó a un estanque para beber. Allí conoció a la rana Inflamofletes, rey y caudillo de las ranas del estanque. Inflamofletes invita a su palacio a Robamigas, que era el rey de los ratones. Le pide que se suba a su espalda para cruzar el estanque, pero aparece un insecto inmenso y la rana, para salvarse, se sumerge en el agua, haciendo que Robamigas se ahogue. Roepán, padre del desdichado Robamigas, iracundo declara la guerra a las ranas. Inflamofletes, por su parte, convoca a los caudillos de las ranas, les asegura que Robamigas no murió por su culpa y declara también la guerra a los ratones. Muy lejos de mantenerse fuera del conflicto, Zeus convoca a los dioses para que digan quién apoya a las ranas y quién a los ratones. Atenea, que no perdona que los ratones le hayan roído los peplos, se inclina por las ranas. No obstante recomienda a los dioses no decidirse por ninguno y contemplar el combate de lejos. Comienza la batalla con una brutal matanza. Destaca entre los ratones un guerrero llamado Robapartes, “superior a los demás, émulo del propio Ares”. Éste “amenazaba con aniquilar a la estirpe de las ranas”. Entonces Zeus interviene y, lanzando un rayo, les manda refuerzos. Finalmente los ratones se dan a la fuga.
No es una fábula. Es el argumento de la Batracomiomaquia, la “Guerra de las ranas y los ratones”, parodia de la Ilíada que por mucho tiempo pasó por haber sido escrita por el mismo Homero y que ha llegado íntegra hasta nosotros. Plutarco, por su parte, asegura en su Moralia que fue escrita hacia el siglo V a.C. por un tal Pigres de Caria, dato que repite la Suda, la enciclopedia bizantina del siglo X. Incluso hay quienes argumentan que no pudo haber sido compuesta antes de la época helenística, hacia el siglo I a.C. El poema, de unos trescientos versos, está escrito de manera irregular, en parte en trímetros yámbicos, el metro del teatro, y en parte en hexámetros dactílicos, el metro de la épica. Reproduce en tono burlesco elementos del estilo épico, como la invocación a la Musa (“suplico al coro de Helicón que me llegue al corazón…”) o los epítetos guerreros. También remeda escenas fácilmente reconocibles de la Ilíada, como la asamblea de los reyes, el consejo de los dioses o el combate entre Glauco y Diomedes en el canto VI, como para que no quede duda de su intención paródica.
No es esta la única parodia antigua que conocemos. Igualmente famoso fue un poema llamado Margites, del que apenas se conservan siete fragmentos. Trata de un campesino jonio del mismo nombre, paradigma de idiotez, que “sabia muchas cosas, pero todas las sabía mal”, en palabras de Platón (Alc. 147 a). El poema también fue atribuido a Homero, lo que repiten Platón y Aristóteles, aunque la Suda lo atribuye a Pigres. Para Aristóteles (Poet. 1448 b), los orígenes de la comedia deben buscarse en el Margites, del mismo modo que están en la Ilíada y la Odisea los de la tragedia. La figura de este campesino estúpido e ignorante, “que no sabe contar hasta más de cinco” y que “no sabe si lo parió su madre o su padre”, es tenida como una parodia de Odiseo, que, como sabemos, era “ingenioso” y “astuto”. A esta lista se añadirá una Galeomiomaquia, la “Guerra entre los ratones y una comadreja”, que debería remontarse al siglo III a.C., según un papiro publicado en 1983 (P. Michigan, inv. 6946). Sin embargo, para Aristóteles, el inventor de la parodia fue Hegemón de Tasos, comediógrafo que floreció durante la Guerra del Peloponeso y de quien no se conservó prácticamente nada. Aristóteles dice en su Poética (1448 a) que, así como Homero representaba a los hombres mejores de lo que son, Hegemón los representaba peores de lo que son. Al parecer, su técnica consistía en alterar levemente los versos de poemas conocidos, transformándolos así de sublimes en ridículos.
Así pues, no hubo que esperar a la decadencia de la épica para ver el surgimiento de su propia parodia. Qué esperaremos entonces de los poetas líricos. En un yambo de Arquíloco de Paros, que vivió una generación antes que Safo y Alceo, se lee:
Algún tracio lleva, ufano, mi escudo, mi arma irreprochable que abandoné tras un matorral a mi pesar. Pero yo me salvé, ¿qué me importa el escudo?
Que se vaya al carajo. Ya me compraré otro que no sea peor (fr. 6 D).
Irreverente donde los haya, este yambo de Arquíloco, poeta y mercenario, desafía y ridiculiza los valores guerreros tal y como están plasmados en la tradición homérica. Más allá de su utilidad práctica, recordemos que el escudo (aspis) tiene un valor simbólico y moral para el soldado. El hoplita tiene el deber de defender su escudo y no permitir que el enemigo se lo arrebate. En ello va su honra. Por eso las palabras que, cuenta Plutarco (Mor. 240 f 16), decían las madres espartanas a sus hijos cuando partían a la guerra: “regresa con tu escudo o sobre él”. Hijos de una época y de unos valores diferentes, los versos de Arquíloco son a la vez superación, desafío y burla.
No es difícil imaginar que la comedia haya sido el lugar por excelencia para la parodia y el ridículo. Casi dos siglos después de Arquíloco, en las Nubes de Aristófanes (ca. 420 a.C.) Sócrates es presentado como un embaucador que enseña a los jóvenes las malas artes de la sofística en su academia, llamada “El Pensadero”. Al final de la comedia Estrepsíades, el enfurecido padre de uno de los alumnos de Sócrates, prende fuego al Pensadero y Sócrates tiene que huir. En las Ranas (405 a.C.) hay una competencia entre Esquilo y Eurípides para saber cuál de los dos poetas trágicos es el mejor. Siguiendo la técnica de Hegemón, ambos poetas recitan sus propios versos en contextos muy diferentes, por lo que el efecto de lo cómico está garantizado. El juez de este certamen es un Dioniso afeminado y torpe. Para bajar al infierno, Dioniso ha tenido que pedir consejo de Heracles, su hermanastro fortachón, brutazo y glotón. También en las Aves (414 a.C.) Heracles es presentado como un fortachón y un glotón que no puede pensar en otra cosa que no sea comida. Y es que, en Aristófanes, ni los dioses se salvan.
Sin embargo, no se podría hablar de parodia y ridículo en la literatura griega sin mencionar a Luciano de Samósata. Luciano nació en Siria, aunque su cultura y su lengua fueron griegas. Vivió en el siglo II de nuestra era, un tiempo especial en el que las viejas religiones paganas ya habían perdido su vigor, pero aún no se había impuesto el cristianismo, cuando Roma aún dominaba el Mediterráneo y el estoico y bueno de Marco Aurelio era el emperador. Quizás por eso fue que Luciano pudo escribir las cosas que escribió. Sin ser filósofo, tomó del epicureísmo su hostilidad contra la religión popular, del cinismo su desprecio por la falsedad y del escepticismo su desconfianza hacia cualquier creencia. Tampoco quiso disimular su repulsión hacia los cristianos, y todo eso lo convirtió en literatura. Quizás sea la Suda lo que mejor lo defina: “blasfemo o maledicente, o mejor dicho, ateo”. Apreció sin embargo a Epicuro y la filosofía del cínico Menipo de Gadara, y admiró la vida humilde y sencilla del ecléctico Demonacte, quien fue sin duda su maestro.
Luciano fue uno de los mayores genios satíricos de la literatura, uno de los más irónicos de todos los tiempos. Su corpus, unos ochenta opúsculos conservados casi en su totalidad, escritos en un ático clásico y purísimo, no deja títere con cabeza. Las Historias verdaderas, una de sus obras más conocidas, son una parodia de los relatos de viajes, donde cuenta en primera persona cómo él también hizo un viaje increíble y llegó hasta la luna. En Cómo debe escribirse la historia se burla de las descripciones maravillosas que hay en los libros de Herodoto. La Subasta de los filósofos es una critica de las escuelas filosóficas, una por una. Los Diálogos de los dioses y los Diálogos de los muertos recrean las más cómicas situaciones de los dioses en el Olimpo y de los héroes en el infierno. En el Elogio de la patria se burla de los lugares comunes en este tipo de discursos y el Prometeo es un ejercicio retórico donde se propone un juicio al titán benefactor.
Espíritu brillante y descreído, Luciano no es un ideólogo ni un moralista. Acaso un pedagogo empeñado en mostrarnos a través de la sátira y la parodia lo ridículos que podemos llegar a ser. No debe extrañarnos el que haya sido tan imitado incluso en vida, como muestra el Discurso verdadero contra los cristianos de su contemporáneo Celso, pero especialmente entre los bizantinos. A partir del Renacimiento se convirtió en autor de culto, cuya influencia es incontestable en obras como los Coloquios de Erasmo, o más tarde en el Coloquio de los perros, una de las Novelas Ejemplares de Cervantes. También en Los viajes de Gulliver de Swift o el Viaje a la luna de Bergerac, y sobre todo en Voltaire, llegando hasta las novelas de Verne y, por qué no, la Rebelión en la granja de Orwell. No cabe duda de que los griegos también nos enseñaron a reírnos de nosotros mismos, desarrollando las técnicas de la parodia y el ridículo, porque está claro que el viejo truco de Hegemón de Tasos, ese de introducir un elemento discordante en un contexto diferente, sigue siendo origen de risas y de burlas.
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