Juan Antonio Sacaluga: Biden, en el laberinto de oriente medio

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Joe Biden ha concluido su primera gira por Oriente Medio con los pies fríos y la cabeza caliente. Las urgencias de la guerra de Ucrania y la presión del calendario del programa nuclear iraní empujaron al Presidente norteamericano a hacer acto de presencia en una región cuya prioridad siempre quiso rebajar, cuando ocupaba responsabilidades políticas menores. Eso que convenimos en llamar establishment, agente de los grandes intereses americanos y globales, le indicaron la conveniencia de no parecer demasiado distante personalmente de la revisada arquitectura de seguridad regional.

La trampa saudí

El Presidente confía en que, a cambio de comerse sus palabras de tratar al todopoderoso Príncipe heredero, Mohamed Bin Salman (MBS), como un paria internacional, los saudíes consigan que la OPEP avale en su reunión de este otoño un incremento del bombeo de crudo. Eso reduciría la presión sobre los precios y aliviaría la presión energética de Moscú sobre Europa. No parece fácil: Arabia Saudí y los otros países del Golfo están al límite de su capacidad, como le recordó Macron a Biden en el reciente G7.

Poco más se esperaba públicamente de una cita envenenada. Las cuentas pendientes del Presidente con MBS enturbiaban las perspectivas. Al cabo, el orquestado encuentro entre ambos dirigentes no ha sido útil para la imagen de la Casa Blanca (1). Biden sustituyó el apretón de manos por el choque de puños, y el gesto irritó tanto o más a Hatice Cengiz, la novia/viuda del disidente Kassoghi, al editor del Washington Post (del que el asesinado periodista era colaborador) y a las organizaciones de derechos humanos (2). Aparte de esto, el presidente se metió una vez en líos. Biden aseguró que había tratado el asunto Kassoghi con Mohammed Bin Salman desde el principio de su conversación y que le había recriminado su responsabilidad personal en el escabroso asesinato. Por el contrario, el jefe de la diplomacia saudí (y anterior embajador en Washington) dijo no haber escuchado al Presidente expresarse en esos términos. Requerido por los medios para explicarse, Biden dejó traslucir cierta exasperación.

Este caso ha recibido mucha más atención en la prensa americana que la muerte de la periodista palestino-norteamericana Shireen Abu Akleh, por disparos de la policía militar israelí, aunque en Washington han preferido aducir razones técnicas para no avalar la autoría del disparo.  Las repercusiones diplomáticas de estas dos muertes, aunque muy distintas en su alcance, han puesto en evidencia la hipocresía o el cinismo con que el poder en Washington utiliza el asunto de los derechos humanos en la política internacional. La amplia experiencia en la materia nos indica que cuando se trata de vulneración de derechos humanos en países adversarios, el asunto se convierte en objeto de batalla constante y en medidas de sanciones acordes con el interés práctico del asunto, mientras que, cuando las violaciones son practicadas por países amigos, aliados o cómplice, como en este caso, la respuesta no sobrepasa el umbral de la retórica y el postureo. Esto es lo que se le ha reprochado a Biden en esta ocasión, y con razón (3). Pero su comportamiento no ha sido distinto al exhibido por sus antecesores.

Los asuntos más profundos de la gira no han aparecido en titulares, en parte por su complejidad, pero también por encontrarse en fase embrionaria o, a lo sumo, de maduración. La recurrente cuestión de hasta dónde quiere implicarse EE.UU. en las estrategias de seguridad en Oriente Medio lleva años siendo objeto de análisis en despachos y gabinetes. Hay quienes opinan que la prioridad china y la urgencia rusa desplazan a la turbulenta e intratable región a un lugar secundario. Pero los datos prácticos indican otra cosa menos rotunda.

Biden aseguró en vísperas de embarcarse el Air Force One que, por primera vez, un presidente visitaba la región sin que hubiera fuerzas norteamericanas en misiones de combate (4). Afirmación cuando menos inexacta. Negociadores norteamericanos en anteriores administraciones demócratas le recordaron que la noción “misiones de combate” está abierta a interpretaciones (5). En medios más críticos, como THE INTERCEPT, se detalló cómo la persistencia del esfuerzo militar norteamericano en la región está lejos de decaer, aunque una pax americana siga siendo esquiva (6).

Una nueva arquitectura de seguridad regional

Los estrategas norteamericanos, en todo caso, alumbran una nueva arquitectura de seguridad en Oriente Medio más multilateral, por así decirlo. Está asentada en los llamados “acuerdos Abraham”; es decir, la alianza entre Israel y algunos estados árabes aliados de Washington, con el propósito decidido y explícito de cercar a Irán, pero también de evitar nuevos sobresaltos “primaverales” como el de 2010 (7).

Se trata de una alianza en construcción, con proyectos integrados de defensa, pero no exenta de contradicciones y visiones diferentes (8). Ya están a bordo dos de las monarquías muy conservadoras de Golfo (los Emiratos y Bahréin). Se espera a Arabia Saudí, que prefiere una aproximación gradual y desde luego, pone un precio más alto, por exigencias de imagen, debido a sus responsabilidades religiosas. Como anticipo, durante la gira de Biden se ha hecho oficial la cesión de El Cairo a Riad de las islas Tirana y Sanafir, que controlan el acceso al Golfo de Aqaba desde el Mar Rojo (9). Recuérdese que el cierre de esos enclaves por Nasser y la consiguiente interrupción de la navegación fue una de las causas inmediatas de la guerra de los Seis días, en 1967.

Marruecos se sumó desde un principio al modelo Abraham a cambio del reconocimiento de su soberanía sobre el Sahara por la administración Trump. Biden no piensa modificar esa posición, pese a lo que dijo en su día (otra renuncia más) y a lo que piensan muchos demócratas. Jordania está formalmente ausente, por la cuestión palestina, pero su colaboración es amplia y multidireccional. Egipto es socio básico e imprescindible y, como siempre, clave de cualquier alianza regional. Bajo el férreo mando de Al Sisi el país de las pirámides ha superado todos los niveles de violación de derechos humanos ante la clamorosa ausencia de medidas eficaces de Washington.

Israel es la gran beneficiaria de esta alianza, que algunos han definido como la OTAN de Oriente Medio (barbarismo terminológico y estratégico, pero resultón). En realidad, antes de que cuajaran los Abraham, este acercamiento israelo-árabe era palmario. Sólo la retórica de la solidaridad árabe con Palestina dificultaba la oficialización (10).

El cerco Irán

La animosidad frente a Irán (país no árabe, por lo demás) ha facilitado el abandono de la impostura.  El proyecto nuclear del régimen de los ayatollahs es el elemento unificador de una estrategia militar compartida. El acuerdo roto por Trump no termina de ser reparado por Biden, porque nadie está convencido de que ya sea útil. Washington pone condiciones más duras que la de 2015 (eliminación del programa de misiles, renuncia a la desestabilización regional mediante el apoyo a sus aliados chíies, controles de verificación reforzados y retirada más pausada de las sanciones (11). Teherán no encuentra alicientes para aceptar estos cambios. Con uranio enriquecido ya al 60%, se encuentra a punto (dos semanas) del umbral de la bomba (breakout), y por tanto en posición de fuerza, en caso de que no haya acuerdo de renovación (12).

Israel sigue rechazando cualquier tipo de compromiso, pero su posición no es ya tan monolítica. En las FF.AA. y en la Inteligencia se empiezan a escuchar voces en favor de un acuerdo de limitación o temporización, para ganar tiempo. El objetivo israelí sigue siendo la destrucción completa del programa nuclear iraní, pero ahora se reconoce que la ruptura de Trump fue un error, porque aceleró el esfuerzo atómico de los ayatollahs, sin habilitar el “permiso” y los recursos materiales de una acción militar.

La actual administración, como las anteriores, se cuida de avalar la solución militar y menos de suministrar a Israel la munición necesaria para un ataque efectivo. Pero sigue mirando para otro lado mientras se acumulan los asesinatos de científicos iraníes por el Mossad, algo que nadie discute (13). El régimen iraní lo considera inevitable y parece reponerse con cierta facilidad de estas pérdidas (14). En todo caso, se trata de actos que, en otros casos, Washington (y Occidente en general) consideraría como “terrorismo internacional”. Un ejemplo de doble rasero.

La gira de Biden no ha ofrecido públicamente nada nuevo en este asunto, entre otras cosas porque Israel se encuentra con un gobierno provisional, tras la ruptura de la heteróclita coalición que hace un año alejó del poder a Netanyahu. Habrá elecciones en otoño y, si King Bibi vuelve a tomar los mandos, este consenso de presión concertada “diplomática” sobre Irán podría quebrarse. Sólo la certidumbre de que el régimen islámico adoptara la decisión de fabricar la bomba obligaría a Washington a replantearse la opción de pura fuerza. El tiempo se está agotando.

Notas:

(1) “Was Biden’s Middle East trip worth it?”, ISHAAN THAROOR. WASHINGTON POST, 18 julio; “Biden’s fraught sadu visit garners scathing criticism and modest accords”. PETER BAKER y DAVID SANGER. NEW YORK TIMES, 15 julio.

(2) “Joe Biden has a Saudi problem”. YASMINE FAROUK (CARNEGIE). WASHINGTON POST, 13 julio.

(3) “The true cost of the Biden’s Saudi visit. A meeting with MBS undermines Human Rights globally”. AGNÈS CALLAMARD. FOREIGN AFFAIRS, 13 julio;

(4) “Why I’m going to Saudi Arabia. JOE BIDEN. WASHINGTON POST, 9 julio.

(5) “What to expect from Biden’s big Middle East trip”. STEVE COOK y DAVID AARON MILLER. FOREIGN POLICY, 8 julio.

(6) “Biden’s trip is about exiting the Middle East- but U.S. might get pulled back in”. MURTAZA HUSSEIN. THE INTERCEPT, 14 julio.

 

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