En uno de sus muchos ensayos extraordinarios, ¿Cómo deberíamos leer un libro?, Virginia Woolf dice, palabras más o menos, que leer una novela es un arte difícil y complejo: el lector ha de ser capaz de una percepción muy fina, pero además de grandes audacias de la imaginación, si quiere hacer uso de todo lo que el novelista le puede dar. Me gusta todo en estas líneas: me gusta la defensa de la dificultad, que no es popular en nuestros tiempos, y me gusta la audacia aplicada a la imaginación (ya que no todas las imaginaciones son iguales); pero sobre todo me gusta el concepto de “hacer uso” de lo que ofrece el novelista, pues contradice el lugar común, que cada día me resulta más irritante, de que la ficción no sirve para nada: de que su importancia, si es que le reconocemos una, es la importancia de las cosas inútiles.
Pues bien, hace unos meses, en un festival de Lancaster, tuve la oportunidad de defender la convicción contraria, y creo haber recordado el ensayo de Woolf para poder hacerlo. Dije que los lectores, o cierto tipo de lectores, usamos la literatura; que la usamos como se usa una herramienta, y que la pregunta más bien debería ser: ¿para qué la usamos? Una respuesta posible es que la usamos como fuente de información o de conocimiento, para saber cosas que no podrían saberse de otra forma o para obtener lo que Javier Marías llama reconocimiento: la literatura como forma de “saber que se sabe lo que no se sabía que se sabía”. He olvidado dónde encontré por primera vez estos versos de William Carlos Williams, pero sé que no soy el primero en traerlos a colación para defender la misma idea. La traducción es mía:
Mi corazón se levanta
pensando en traerte noticias
de algo
que te concierne
y concierne a muchos hombres. Mira
lo que pasa por lo nuevo.
No lo encontrarás allí
sino en
poemas despreciados.
Es difícil
obtener noticias de los poemas
pero cada día los hombres mueren infelices
por falta
de lo que allí se encuentra.
Los poemas como portadores de noticias: lo mismo puede decirse de las novelas, y acaso con algo de filología. Salvo algunas excepciones, como el español y el inglés, la mayor parte de Europa se refiere a las obras largas de ficción en prosa con una palabra derivada de romanice, que en latín medieval (esto me informan mis diccionarios) describe la lengua natural o común por oposición a la lengua escrita de los eruditos y las élites. Esta pequeña intuición etimológica me complace, debo confesarlo, porque refleja el impulso democrático que para mí es inseparable de la novela moderna: este género nacido con Rabelais o con el Lazarillo o con el Quijote, pero en todo caso con la idea de contar las vidas de gentes que nunca habían sido importantes. Pero nuestra hermosa palabra novela, que en italiano o en francés antiguo traía a cuestas el significado de “noticias”, me parece profundamente satisfactoria. Con su sugerencia de mensajeros que nos llegan desde países ignotos, con esa fascinación implícita por la realidad cotidiana —la que uno vería en los periódicos—, la novela promete hablarnos de lo que nos “concierne y concierne a muchos hombres”: en otras palabras, promete traernos noticias.
Ahora bien: la naturaleza de estas noticias siempre ha sido difícil de definir. Desde luego, no se trata de la información que buscamos en el periodismo o en la historia, por muy preciada que sea; no se trata de una información cuantificable ni que pueda confirmarse empíricamente, y muchos de los malentendidos acerca de las novelas surgen cuando se espera de ellas esa información. Por supuesto, cualquier lector atento cerrará El jugador de Dostoievski sabiendo más que antes sobre casinos, y probablemente aprenderá con La defensa de Nabokov muchas cosas que no sabía sobre el ajedrez. Pero si eso es todo lo que el lector obtiene —o todo lo que buscaba—, decir que ha perdido el tiempo es quizás un eufemismo cariñoso.
La novela que llamamos histórica ha sido a menudo víctima de este tipo de malentendidos. De nuevo: todos los lectores de La guerra del fin del mundo recogerán datos interesantes sobre la revolución de Canudos en el Brasil decimonónico, y no puedo sino alegrarme de que lo hagan, del mismo modo que todos los lectores de Wolf Hall aprenderán mucho sobre la corte de Enrique VIII. Pero tanto Vargas Llosa como Hilary Mantel, sospecho yo, quieren mucho más que ser tan precisos como la historia: quieren, sobre todo, contarnos algo que la historia no nos cuenta. La mejor historia es insustituible como fuente de cierto tipo de informaciones. ¿Qué sentido tendría utilizar la ficción para dar a los lectores más de lo mismo? La única razón de ser de la novela, dice Hermann Broch, es decir lo que sólo la novela puede decir. Las noticias que nos dan las novelas de A. S. Byatt o de Sebald o de Javier Marías —sobre el pasado, sobre el presente, aun sobre el futuro: pensemos en Tu rostro mañana— no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.
Carlos Fuentes se preguntaba qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento. Y así es: la ficción es conocimiento y siempre lo ha sido; y, aunque es cierto que se trata de un conocimiento ambiguo, impreciso e irónico, los lectores de novelas sabemos que nuestra comprensión del mundo sería incompleta sin él, o fragmentaria, o incluso gravemente defectuosa. Esto es lo que ofrece la ficción: para esto la usamos. Puede que me equivoque, pero me parece que esta idea cobró un nuevo significado para muchos en los meses de la pandemia (que ahora tratamos como si se hubiera ido, como si ya no estuviera). Para mí, desde luego, así ocurrió.
Me contagié del virus a finales de febrero de 2020, tan pronto que las pruebas de mi país no pudieron diagnosticarlo correctamente; durante unos meses, tras superar una neumonía y recuperarme sin consecuencias graves, estuve convencido de haber tenido un virus diferente, aunque cada nuevo síntoma confirmado por los medios de comunicación resultó estar presente en mi caso. La incertidumbre que sentí entonces cedió el paso con el tiempo a nuestra incertidumbre general, a la dificultad colectiva para saber cómo debía tratarse todo aquello. Hoy me parece, cuando miro por mis ventanas digitales (a través de las cuales prácticamente ningún lugar del mundo escapa a nuestra mirada), que la pandemia ha anulado o mermado nuestra capacidad de imaginar a los demás —su ansiedad, su dolor, su miedo— y ha agotado nuestras estrategias para afrontar nuestro propio miedo, nuestro propio dolor, nuestra propia ansiedad.
En esos meses difíciles, me consta que cientos o quizá miles de lectores echaron mano de La peste de Albert Camus, o del Diario del año de la peste, el libro tramposo y maravilloso de Daniel Defoe. Hay algo fascinante en este comportamiento, que contiene un impulso casi religioso (los creyentes buscando respuestas en un libro) y al mismo tiempo profundamente práctico y materialista: las novelas como intérpretes de nuestras enfermedades, si se me permite tomar prestado el hermoso título de Jhumpa Lahiri; o, por decirlo de otro modo, la ficción como vademécum. Estas palabras, sabrán los lectores, significan “ven conmigo”. Eso es lo que pido a mis ficciones predilectas: que vengan conmigo, que me acompañen, que me ayuden a interpretar lo que nos pasa y, al hacerlo, que me traigan noticias del mundo (El País)
Su último libro es Los desacuerdos de paz.