Y, sin embargo, parecía un niño indefenso en sus brazos. (De la carta de una joven a la madre de Vladímir Putin)
Hace mucho tiempo que tengo la convicción de que los niños constituyen otra humanidad. Todavía no saben quiénes son, todavía no se han separado de lo que los rodea, la naturaleza y las cosas son solo una extensión de ellos mismos y por eso su mundo conforma un espacio mágico. Para ellos nada es imposible, los acontecimientos se producen sin causa ni consecuencia, como si la vida fuera un milagro. En el pecho de los niños late la ingenuidad, porque aún no recelan, y en sus ojos la inocencia, porque aún no han descubierto el poder del mal. En los rostros de los niños está grabada la promesa de un mundo nuevo sin crimen, y la ternura que sentimos por ellos se corresponde con la inauguración de una especie humana perfecta. Tocamos un mundo limpio al besar la mejilla de un niño. Por eso, sacrificar sus vidas en los altares era el precio más alto que podía pagarse a los dioses sedientos de sangre en el mundo primitivo. En los tiempos modernos, la crueldad de una guerra se mide por el número de niños cuyas vidas se ven destrozadas. Y esa es la pregunta: para que los imperios sigan floreciendo, ¿a cuántos niños es necesario matar?
La respuesta la dio una vez Madeleine Albright. La representante de Estados Unidos ante la ONU, y secretaria de Estado más tarde en tiempos de Bill Clinton, nos ha dejado una contundente imagen, a pesar de su determinación, rayana en la agresividad. Sin embargo, usaba broches con forma de mariposa y lograba consensos que parecían improbables. Con todo, cuando hoy se pretende redimensionar su imagen, se recuerda especialmente la respuesta que dio a propósito de lo que hablamos en el programa televisivo 60 minutos. Al preguntarle el periodista de la CBS sobre el medio millón de niños que morirían a causa de las sanciones de Estados Unidos contra Irak, Albright se mostró afligida y respondió que había sido una decisión muy difícil, en efecto, pero que era el precio que había de pagarse por la causa que se defendía.
Sabiendo que siempre hay un precio que pagar, todos los imperios acaban ser sanguinarios. En cualquier caso, hay diferentes grados de propósito y forma. Jorge Videla, presidente de Argentina entre 1976 y 1981, además de silenciar a los opositores y arrojar al mar a sus adversarios políticos, lanzándolos por las puertas de los aviones, llegó al culmen de la perversidad al raptar y secuestrar a unos 400 niños y recién nacidos, tras matar a sus padres, arrebatándoles su identidad para repartirlos entre amigos que aspiraban a la paternidad. El dolor que sentimos por la suerte de los niños adquiere entonces una intensidad insoportable. Tal vez por eso nos interesan tanto las biografías de los dictadores. ¿Qué suerte de tierna edad habrán vivido aquellos que esclavizan a sus compatriotas hasta el punto de privarlos del habla? ¿Aquellos que detienen, torturan y matan a sus conciudadanos? ¿Aquellos que invaden los países vecinos? ¿Aquellos que reducen a escombros las ciudades, destruyen hospitales, escuelas, maternidades, museos, casas, incendian campos, roban electrodomésticos y obras de arte, desplazan a millones de personas, desequilibran el mundo y prometen reducir a cenizas a la humanidad si sus pretensiones de dominio sobre otros no se ven satisfechas? Me quedo paralizada ante la imagen sus rostros infantiles. Entonces eran inocentes e ingenuos. ¿Cuándo se transformaron?
En el rostro de Josef Stalin a los diez años, con la barbilla levantada y los ojos cerrados, ¿es posible acaso adivinar la figura del hombre que, en 1936, al sostener en sus brazos a la niña de siete años Engelsina Markizova, dio lugar a la fotografía que difundió el lema propagandístico El amigo de los niños, pero que dos años después mató al padre y a la madre de esa niña, sin ninguna culpa, sin pesar ni piedad? Sin embargo, esa mirada y esa barbilla podrían ser el gesto voluntarioso de un futuro deportista o incluso de un abnegado misionero en África. En modo alguno anunciaba el rostro del niño que en ese pecho se acumularía la desmedida ambición de un criminal contra la humanidad. Mucho menos en el caso de Adolf Hitler, a los dos años, sentado en un pequeño sofá con pinceles amarillos, se adivina que esos ojos, cuando fueran adultos, firmarían la orden de aniquilación de miles de niños entre los siete millones de judíos que fueron torturados, deportados, gaseados y exterminados durante el Holocausto. Será una mitología muy personal, pero tiendo a imaginar que de niños no estaban hechos para esas cosas, que fue el encuentro con alguna terrible circunstancia lo que los impulsó al mal. Y, quizá por eso, me cautiva tanto la imagen de Vladímir Putin sentado en el regazo de su madre, María Ivanovna, cuando tenía seis años.
Es un niño delgado, pequeño, de pecho plano, sentados ambos entre el follaje, su foto podría aparecer en el álbum de un artista, de un escritor, de un médico, de un astronauta, de un ciclista, pero no, se autoproclamó emperador de la Federación Rusa y administra un Estado de terror descrito con todas las letras y un gran pathos en el magnífico libro de Serge Lebedev, El debutante, que, por supuesto, merece ser publicado en otros países. Es la descripción de un terror fratricida inimaginable. Por supuesto, María Ivanovna no sabía lo que tenía en su regazo. Desconocía que su hijo traicionaría la promesa de libertad que Borís Yeltsin puso en sus manos, ni que haría caso omiso de la lección que habían aprendido los pueblos del riesgo global que se había vivido en los momentos más tensos de la Guerra Fría, como en septiembre de 1983. En ese momento, para ahuyentar el terror, cierta banda alemana cantó con gracia Visite Europa mientras siga en pie. Ahora nos enfrentamos de nuevo a la misma amenaza, con el pueblo ucranio sirviendo de mártir una vez más.
Que este enredo no es solo obra de Putin es evidente. Pero ante el progreso de la guerra, al que asistimos con horror, día tras día, ante la crueldad, la brutalidad, la ausencia de límites en el tiempo y en el espacio por parte del agresor, dejando al mundo en suspenso, haciéndonos sospechar que en el fondo tiene la intención de conquistar Ucrania y de aniquilar hasta el último resistente ucranio, tal vez valga la pena prestar atención a las palabras de Ludmila Ulístkaya. Cuando el periodista de Le Monde le preguntó a la escritora el pasado 4 de marzo sobre la forma en la que Putin usa la historia rusa para legitimar su conducta sobre el terreno, la escritora respondió: “En cuanto a las opiniones de la persona que menciona, no me interesan. Su visión de la historia tiene que ver con la psicopatología”.
Lo que da que pensar es cómo los países, con tantos ciudadanos inteligentes, sabios y generosos, acaban siendo gobernados en determinado momento por seres perversos, y cuanto más perversos son, más permanecen en el poder. Así que vuelvo a preguntar una y otra vez: en los tiempos que corren, ¿dónde podemos ir en busca de esperanza? Un día de estos me quedé dormida frente al televisor. Cuando abrí los ojos, vi un coro de niños ucranios cantando. No pude entender dónde, pero sobreimpresionada podía leerse la traducción: “No tenemos miedo, no tenemos miedo, volveremos a nuestra patria”. Lo que significa que tal vez todo salga al revés de como lo deseamos, pero una cosa es segura: siempre hay ejemplos de resistencia y reconstrucción sobre los escombros que nos dicen que podemos tener fe en la humanidad. El resto son excepciones, incluso si están temporalmente al timón de un barco loco y descontrolado.
Escritora portuguesa, premio FIL de Guadalajara (México). Traducción de Carlos Gumpert.