Estas jornadas agosteñas que lanzan lagrimones de fuego en la orilla del mar mediterráneo en el cual moramos, solamente invitan a la lectura y al rescate de las reminiscencias vividas. Unas – la mayoría – recorriendo páginas, otras, tras haber atravesando tierras y ciudades.
Caminar los barrios viejos de ciudad de Cairo en compañía de los relatos de Naguib Mahfuz, siempre ha sido avanzar sobre un tiempo casi desaparecido aunque aún no del todo.
Transitar de una calle a otra, es cruzar la historia venida de siglos, ya que la urbe polvorienta que él describe en sus libros es la de los viejos barrios de El Ghuriya, El Gamaliyya, o el del mercado de Khan el Khalili.
“El Cairo que yo amo – cuenta -, es por ejemplo, el de las calles de “Palacio del Deseo” o “Entre dos Palacios”, – títulos de sus obras – que siguen existiendo aunque con distinto nombre. Son calles populares y llenas de vida y sus habitantes siguen siendo muy parecidos a los que aparecen en mi obras. Pero sobre todo quiero describir El Cairo eterno de las gentes, de sus pasiones, vicios y sentimientos. La historia de las grandezas y miserias humanas reducidas a las calles de esa ciudad”.
Uno de los encantos para recordar de “Al Qahira” (El Cairo árabe), es en primavera cuando se percibe, al cruzar por sus caminos y huertos, los perfumes de los naranjos, sicomoros – tan mencionados en la Biblia – , palmeras, limoneros, guayabos o flores de jazmín cuyas esencias se pueden comprar en los bazares y mercados, con nombres sugestivos como “Noches del Desierto” o “Sueños de Cleopatra”.
En el centro de la ciudad, mientras se saborea un “karkadé” – bebida extraída de una planta roja servida en invierno caliente y en verano fría – uno se percata de que los cairotas llegan a las cafeterías para fumar en la particular pipa de agua (shisha).
En alguna gaveta quedan las fotografías de esa ceremonia, con la pipa en la boca y un turbante sobre la cabeza. Era una pose turística, pero un gesto del recuerdo convertido en agradable lejanía.
De la misma manera en este soliloquio se recatan las inmortales pirámides.
Antes de llegar al Valle de Giza, comienzan a emerger los espejismos de estas maravillas faraónicas, levantadas con la única misión de reverenciar a dioses llegados de la eternidad.
Estar delante de esas construcciones es concebir la perennidad buscada con ahínco por los faraones. Allí, bajo la luz tornasolada de una tormenta de arena, un guía de camellos nos recordó el proverbio que hace temblar la existencia en su dimensión cósmica:
“Todo el mundo teme al tiempo, pero éste teme a las pirámides”.
Uno, banal ser ante tanta grandeza, se percató en medio de esa soledad, como un pueblo, con la única pasión de ser inmortal, llegó a vencer el sentido de la muerte y al perenne siroco del desierto.
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