Rafael del Naranco: Una tarjeta policromada

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Creí saberlo: viajar es evadirse; así, en momentos de vapuleo interior, es agradable saborear las horas recobradas en cada espacio de la memoria.

Algunas veces es fácil narrar viajes mientras otros se hacen taciturnos, esquivos, y aun así nos dejan una acuarela en la mirada que permanece en las retinas como una tarjeta policromada.

Entre tantos recuerdos aparece la ciudad de Belgrado igual a una querencia en las comisuras de la piel.

Uno camina entre las calles de la capital de la hoy reducida Yugoslavia, hasta el parque de Kalemegdan, atesorando historia centroeuropea. A lo lejos, tras la columnata de “El Vencedor”, se divisan las grandes llanuras que parten al encuentro de Hungría

Se sale de aquel arbolado con la sensación de que la propia mirada se ha enardecido.

“Lo protervo – dijo la amiga serbia – es esa capa de barniz histórico tan distinto en cada nación. Somos europeos, sí, pero no nos conocemos. El mundo de cada uno se encierra en sí mismo creando la amarga soledad del tumulto”.

Departíamos un licor agrio de ciruela con la calma de una charla que deseo no olvidar.

Robert D. Kaplan decía que cuando John Reed – autor de “Diez días que conmovieron al mundo” – llegaba a Belgrado, una vez instalado en el hotel  Moskva, caminaba hasta la calle Pariska y desde allí se dirigía hasta el parque de Kalemegdan.

La visita se producía en el intervalo de las ocupaciones austrohúngaras, y recordaba  que desde aquella altura había una sorprendente vista sobre el río Danubio.

Era más tarde, al volver de regreso, cerca del solar en que se levantó el antiguo hotel Srbski Kralj (Rey Serbio), lugar de hospedaje de Rebeca West, la escritora de “La oveja negra y el halcón gris”, y   entrando en el bulevar Kneza Mihaila, cuando nosotros nos dimos cuenta de la hermosura de la metrópoli eslava.

Policromada, algo gris, fría con frecuencia y hasta helada, es sin duda una urbe que invita recorrerla en tranvía, sin prisa, mirando tras los cristales.

Ahora, en la orilla de la costa mediterránea de Valencia en la que cruzo mis días, asumo una reminiscencia sobre las aguas del Seva circundando la isla de Ada Ciganlija, mientras Nicolas Bouvier, ginebrino, poeta, fotógrafo, guía turístico, pero por encima de todo un apasionado viajero, nos dice: “Creemos que vamos  hacer un viaje, pero es el camino el que le hace. O le deshace”.

Y es que el tiempo no existe, solamente la vida que nos lleva.

rnaranco@hotmail.com

 

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