Ovidio Pérez Morales: La Panorámica de la Doctrina Social de la Iglesia

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La Doctrina Social de la Iglesia, conjunto armónico de principios, criterios y orientaciones para la acción, propuesta oficialmente por el magisterio eclesiástico como servicio para la edificación de una “nueva sociedad” de justicia, libertad y calidad espiritual, está viva y en continua actualización. Destinada primariamente a la comunidad católica, se abre dialogalmente, por su contenido y propósito, a la ancha y vasta humanidad. No es una ideología ni un programa concreto operativo, pero si busca inspirar proyectos y animar políticas. Aspira servir a grupos, movimientos, partidos, pero no se ata a ninguno ni puede considerarse propiedad de alguien; de igual modo, no se encierra en ninguna región o cultura. En las líneas siguientes se ofrece un intento de introducción y síntesis de la DSI, con el deseo de estimular el conocimiento, difusión y aplicación de dicha doctrina, más oportuna y útil que nunca.

La Doctrina Social de la Iglesia, conjunto armónico de principios, criterios y orientaciones para la acción, propuesta oficialmente por el magisterio eclesiástico como servicio para la edificación de una “nueva sociedad” de justicia, libertad y calidad espiritual, está viva y en continua actualización. Destinada primariamente a la comunidad católica, se abre dialogalmente, por su contenido y propósito, a la ancha y vasta humanidad. No es una ideología ni un programa concreto operativo, pero si busca inspirar proyectos y animar políticas. Aspira servir a grupos, movimientos, partidos, pero no se ata a ninguno ni puede considerarse propiedad de alguien; de igual modo, no se encierra en ninguna región o cultura. En las líneas siguientes se ofrece un intento de introducción y síntesis de la DSI, con el deseo de estimular el conocimiento, difusión y aplicación de dicha doctrina, más oportuna y útil que nunca.

I. Características De La DSI

1.Connaturalidad

Lo primero que cabe afirmar de la DSI es que surge de modo connatural, necesario, de la misión asignada a la Iglesia en la historia por Jesucristo mismo. En efecto, éste la envió al mundo a evangelizar (Mt 28,18-20), tarea pluridimensional como aparece de modo patente a partir del día de Pentecostés, cuando a raíz de la predicación de Pedro, comienza la congregación, organización y actuación públicas de la comunidad cristiana (Ver Hch 2).

La evangelización comprende varios objetivos entrelazados, que pueden agruparse en seis: anuncio misionero, formación de la fe de los creyentes, celebración cultual, organización de la comunidad cristiana con sus servicios y ministerios, expresión social del mandamiento del amor. Con el tiempo se consolidará otro, diálogo para la comunión y solidaridad.

La expresión social -práctica de la caridad, compromiso con la justicia y solidaridad especialmente con los más débiles- aparece con particular acento desde los comienzos de la Iglesia. Claramente y de modo repetitivo planteó Jesús el amor como mandamiento máximo y el prójimo necesitado como hermano a privilegiar.

2.Enraizamiento y progresividad

La DSI se enraíza en la Palabra de Dios desde el Antiguo Testamento, en donde sobresalen el Decálogo y los interpelantes reclamos de los profetas sobre la justicia, la fraternidad y la atención a los más débiles. Éstas aparecen como prioritarias respecto de los sacrificios ofrendados en el Templo y los ayunos legales y voluntarios (ver Salmo 50). En el Nuevo Testamento se encuentra un desarrollo amplio del mandamiento máximo, comenzando por el Sermón de la Montaña y el discurso de la Última Cena. La narración del Juicio Final y el criterio allí formulado de salvación-condenación (Mt 25, 31-46), muestra de modo patente la presencialización de Cristo en el otro, particularmente el más necesitado y cómo la suerte humana definitiva se decide con la solidaridad en este mundo. Salta añicos así la interpretación marxista de lo religioso como alienación, por lo menos en lo que a la doctrina y la práctica cristianas auténticas se refiere. Dicho sea de paso que ese texto bíblico sobre solidaridad toca la relación no sólo persona-persona, sino también persona-comunidad (polis), de modo que, por ejemplo, al hambre del prójimo se atiende no sólo con limosna individual, sino también con iniciativas grupales y políticas alimentarias.

Este enraizamiento bíblico explica por qué, desde el inicio mismo de la Iglesia, los documentos oficiales y las enseñanzas de los escritores cristianos ofrecen principios, criterios y líneas de acción respecto de la justicia y la solidaridad, que con el tiempo llegarían a sistematizarse en doctrina social orgánica.

Se suele ubicar en la encíclica Rerum Novarum (“De las cosas nuevas”) del Papa León XIII (15. 5. 1891) el nacimiento oficial de la DSI. Dicho documento, por cierto, fue punto de llegada de múltiples emprendimientos teóricos y prácticos en materia social, que se tuvieron en campo católico, particularmente en Europa, en el transcurso del siglo XIX. Cosas nuevas y muchas venían sucediendo en el marco de la nueva sociedad industrial, una verdadera revolución. Novedades en máquinas y propuestas económico-sociales, concentraciones y movimientos obreros, ideologías emergentes, graves crisis e inevitables utopías. Justo a mitad de siglo el Manifiesto Comunista replanteó de manera radical la interpretación y solución de la problemática. El Papa desde su reclusión romana recogió reflexiones e iniciativas prácticas e ideó vías de solución en perspectiva cristiana. Lo cierto es que abrió un camino de presencia oficial orgánica y sistemática de la Iglesia en lo social y eso explica que en aniversarios de la famosa encíclica se fuesen sumando documentos pontificios de particular importancia, y algunos hasta se titularon con fechas conmemorativas (40o, 80o, 100o).

A poco más de medio siglo de la Rerum Novarum, tuvo lugar un acontecimiento trascendental que abrió un nuevo capítulo en la relación Iglesia-mundo y, consiguientemente, en lo relativo a DSI: el Concilio Vaticano II. Éste recogió, maduró y relanzó una renovación eclesial que venía andando desde comienzos de siglo, en un tiempo caracterizado no sólo por aceleración de cambio histórico o la multiplicación de cambios, sino por algo que ha llevado a identificarlo como de cambio “epocal”, por lo profundo y peculiar. Alvin Toffler le acuñó el término de “tercera ola”. En dos campos especiales se manifiesta: comunicaciones y vida.

En materia de DSI podrían mencionarse algunas novedades en esta nueva etapa. En primer lugar el tipo de relación Iglesia-mundo, en términos de diálogo; luego la integración de lo social en lo cultural. La categoría cultura se toma aquí no en un sentido restringido (artístico-literario, elitista…) sino globalizante, como totalidad de la vida de un pueblo, como hace el Vaticano II (ver Gaudium et Spes 53). Enmarcada así, la DSI se enriquece en temática, escenarios y perspectivas. Asume la problemática ecológica -sobre todo a partir de la Encíclica Laudato Si´ del Papa Francisco- y serios retos que están viniendo del campo de la sexualidad y la vida. La DSI está y debe estar en continuo aggiornamento.

Esta continua puesta al día se impone por el movimiento incansable de la historia y sus renovados desafíos. La nueva sociedad, al servicio de cuya construcción se define la DSI, es una realidad en cambio permanente. Por eso, una buena formación en este campo postula una incesante actualización. “Al día” no se pone nadie de una vez para siempre. Esto tiene particular aplicación en la contemporaneidad de cambio epocal y apabullante globalización. Entre las causas de la crisis de movimientos políticos y sociales inspirados originalmente en la DSI está la esclerosis en la actualización doctrinal (no pocos se estancaron en el preconcilio Vaticano II) y la ineficiente traducción operativa de lo teóricamente explicitado.

3.Razón y fe.

La DSI es una propuesta oficial de la Iglesia -mediante, entre otros, documentos conciliares, papales, episcopales- y su primer destinatario es la comunidad eclesial. Esta enseñanza magisterial se propone desde la Palabra de Dios en perspectiva de fe. Pero se argumenta también desde la razón, el derecho natural, lo sólidamente alcanzado por la humanidad en derechos humanos. Es así propuesta abierta al encuentro reflexivo y al trabajo conjunto con los que no participan de la misma fe o convicción. En este sentido la DSI no es confesional. Puede decirse que es un conjunto de validez general y en el cual el complemento y perfección dados desde la fe, antes que limitar, enriquece, posibilitando y favoreciendo así un diálogo amplio y flexible. La dignidad humana se ve reforzada y elevada por la consideración del hombre como hijo de Dios y sujeto de una vocación eterna. El prójimo es apreciado no sólo como ser humano, sino también como hermano en Cristo y co-peregrino hacia el Cielo. La conducta moral acentúa su sentido y obligación en la perspectiva del juicio definitivo de Dios. El compromiso por la edificación de una “nueva sociedad” histórica se acrecienta y estimula por la promesa de la ciudad de plenitud eterna. Lo revelado no empobrece sino que perfecciona la realidad y amplia horizontes.

La DSI no se restringe a un determinado ámbito cultural o nacional. De apertura universal, no está circunscrita por fronteras ni puede considerarse propiedad de un determinado movimiento o partido político. Por eso facilita el encuentro y promueve la cooperación. Es la tónica de los mensajes pontificios para la Jornada de la Paz y de la participación católica en los organismos de promoción y defensa de los derechos humanos. Una antropología cristiana perfecciona los elementos que una recta reflexión filosófica ofrece sobre el ser humano; al igual que la Iglesia -conjunto y miembros- se beneficia de los valores que la humanidad va descubriendo y perfeccionando en la historia. La Iglesia es maestra y también discípula; llamada, por tanto, a un serio discernimiento. La acción salvadora de Dios no se agota dentro de las fronteras visibles de la Iglesia; se extiende, en los modos que sólo él conoce y quiere, hasta donde está presente lo humano.

La DSI presta un valioso servicio para la edificación de una “nueva sociedad”, en consonancia con la dignidad y los derechos-deberes fundamentales del ser humano. Es un corpus que integra principios, criterios y orientaciones para la praxis, sin pretender convertirse como tal en un proyecto concreto societario. En este sentido no es una ideología, ni vía media programática, por ejemplo, entre socialismo y liberalismo, ni propuesta política suficiente para un plan de gobierno. Tampoco es simple utopía, ya que se ofrece como ideario orientador de proyectos históricos. Su servicio conjuga anuncio y denuncia junto a indicaciones prácticas.

Como síntesis ejemplares de DSI podrían citarse, a nivel universal el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia del Pontificio Consejo “Justicia y Paz” (2005), y, en ámbito venezolano, el Documento 3, La contribución de la Iglesia a la gestación de una nueva sociedad, del Concilio Plenario de Venezuela (2007).

II. Antropología Integral De Base 1

1. Dignidad y centralidad de la persona.

Fundamental en la revelación cristiana es la dignidad y grandeza del ser humano, creado a imagen y seme­janza de Dios y puesto como centro del mundo dado a su cuidado y servicio (ver Gn 1,26-27). El hombre vale y debe ser apre­ciado en sí y por sí mismo (no simplemente por lo que tiene, hace o produce). Fin en sí, no debe ser tratado entonces como ins­trumento, útil o medio para lograr algo. Se resiste a toda cosificación, como la que pretenden deconstructores contemporáneos, que terminan atomizándolo en piezas de fantasiosos rompecabezas, así como deshumanizándolo en su proceso de gestación o diluyendo su identidad al margen no sólo de la ética sino también de la biología. La ideología de género y sus consanguíneas woke y queer apoyadas en papá Estado y poderosos centros crematísticos y comunicacionales terminan en velados antropocidios.

La persona humana es y ha de ser “el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales” (Gaudium et Spes 25). Es portadora de derechos que le pertenecen intrínsecamente y son, por tanto, inalienables, como el derecho a la vida. La Organización de las Naciones Unidas apro­bó en 1948 la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Éstos no son regalo de ningún líder, grupo, poder humano. Pertenecen al hombre, creado por Dios con esos dere­chos, que ocupan un lugar prioritario en la DSI; han de ser respetados, promovidos, defendidos por todos los miembros de la comunidad hu­mana, por la sociedad y por todo Estado. Junto a los derechos individuales están los de las comunidades y de los pueblos; su conocimiento, promoción y defensa es obligación, no de unos pocos, sino de todos los ciudadanos.

Si somos portadores de derechos, lo somos tam­bién de deberes. Dos caras inseparables de una misma moneda, lo que exige una educación bifronte e integrada. Hemos de exigir, pero también exigirnos. Urge el reclamo, pero igualmente el servicio.

2. Ser complejo.

Los humanos somos un pequeño mundo (microcosmos). En primer lu­gar somos corporales, materiales, como las pie­dras, hechos del “polvo de la tierra” (Gn 2, 7), necesitados de aire y alimentación; sensibles en el conocer y el tender. La economía y las ciencias médicas tienen aquí su explicación.

Pero somos también espirituales, con un alma dotada de inte­ligencia y de voluntad abierta en libertad. Conocemos lo sensible como los animales, pero saltamos a lo abstracto y por eso investigamos y razonamos. Apetecemos lo material pero trascendemos al mundo de valores estéticos, éticos y religiosos. El amor humano puede pasar así de posesivo a oblativo, en la entrega desin­teresada a personas y causas nobles, a la amistad y la comunión.

Somos sujetos, con un yo individual y una intimidad irrenunciable. Conscientes y libres, somos responsables de nuestras acciones y vida. Pero también ineludiblemente sociales; fruto de una relación, vivimos y nos desarrollamos en relación. “Ser para el otro”, “ser para la comunión” es nuestra condición, vocación y misión personales; la diversidad sexual inscrita en el plan creador se sitúa en esta perspectiva comunional (Gn 2, 18). Robinson Crusoe absolutizado es, por tanto, simple fantasía. No extraña, por tanto, que Jesús haya definido como “mandamiento máximo”: el amor. El ser humano ha sido creado social, a imagen y semejanza de un Dios que, según la revelación cristiana es, en sí, Trinidad, relación interpersonal, compartir, comunión.

3. Ser auto trascendente

Como animal político conceptuó Aristóteles al ser humano. De modo semejante se lo puede calificar de animal religioso, en cuanto puede conocer con certeza a Dios “por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creada” como lo afirmó el Concilio Vaticano I. Este conocimiento abre a una religatio que es dialogal con la divinidad y se traduce en reconocimiento, alabanza y adoración, así como en -una reinterpretación de la realidad y fundamento de un humanismo trascendente. Antes que empequeñecer, Dios viene a robustecer el valor del ser humano y la defensa de su dignidad y derechos. La perspectiva de una vida postemporal, antes que debilitar, constituye fuerte estímulo y obligante reclamo para la construcción de una nueva sociedad. Un antiguo escritor cristiano, Ireneo, afirmó que la gloria de Dios es que el hombre viva. La genuina religión no aliena, sino que libera y eleva.

Según la revelación cristiana Dios, que es Trinidad, se ha hecho presente en la historia mediante la encarnación de su Hijo y la ha transformado en “historia en salvación” con un destino final de comunión plena humano-divina e interhumana, de la cual la Iglesia está llamada ser en el tiempo signo e instrumento. Para el cristiano el compromiso por un mundo mejor, en justicia, libertad y fraternidad constituye no sólo una valiosa tarea terrena, sino preparación efectiva de la polis eterna. El texto arriba citado de Mateo 25, 31-42 es bastante diciente al respecto. A la luz de la revelación la interpretación del ser humano se enriquece y su compromiso positivo temporal se robustece en un marco de respeto pluralista y de acentuada solidaridad. Al tiempo que proclama la centralidad de Cristo en una historia en salvación, la Iglesia reafirma la enseñanza de san Pablo a Timoteo: Dios, nuestro Salvador, “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1Tm 2, 4).

III. Persona En Sociedad

1. La primera comunidad: La familia

Como “ser para el otro”, la persona emerge, se desarrolla y perfecciona en sociedad. En ésta, la familia es la célula fundamental, componente básico, comunidad primera, seguro inicial de supervivencia y grupo introductor en una cultura. Por eso del bien-ser y de la buena marcha de la familia depende de modo decisivo el bien-ser y la buena marcha de la sociedad. De allí que la desestructuración del ser humano y una cultura de muerte buscan como objetivo primario la descomposición de la familia.

La familia es, por consiguiente, la primera escuela; y los padres, los primeros maestros. Esto, de modo necesario, sea buena o mala la familia, sean buenos o malos o estén ausentes los padres. La familia es la primera escuela de la democracia, del trabajo, de tantas cosas más y, por supuesto de la fe; en ella se experimenta el relacionamiento personal y se aprende a ser libres, justos, honrados, responsables, solidarios, con sana conciencia moral, creyentes y religiosos. Por eso la familia debe ser muy bien atendida por el Estado, por la entera socie­dad. En perspectiva cristiana es la comunidad primera, “iglesia doméstica”. Gran debilidad de nuestro país es la fragilidad de la familia.

2. La comunidad política

La comunidad familiar no existe sola; tiende a agruparse en socie­dades mayores (tribus, caseríos, pueblos…), como en círculos concéntricos de humanidad, en direccionalidad política. Se designa, sin embargo, como “co­munidad política”, no sólo una agrupación más grande y estructurada (con servicios, nor­mas y autoridad), sino también articuladora de lo irreductible de cada persona y lo específico del Bien Común.

Los animales con-viven en manadas, el ser humano está llamado a co-existir en sociedad como fruto de ac­titudes y comportamientos conscientes, respon­sables, que hagan de ella una “polis” verdaderamente humana, fraterna, pacífica. Por ello en la familia, en la escuela y a través de otros medios, la persona tiene que ser educada para el compartir, el encuentro, la comunidad, que en perspectiva creyente se concibe como “familia de hijos de Dios”.

El ser humano es libre, pero con una libertad condicionada, limitada, frágil, más aún, pecadora; por ello la convivencia política exige un esfuerzo sostenido para vencer el egoísmo indi­vidual y grupal, las rupturas que el mal moral produce (recordemos los frutos de pecados capitales como la soberbia, la avaricia, el odio, la envidia).

Quedando firme la centralidad, dignidad y los derechos inalienables de la persona el bien común se plantea como objetivo clave de la comunidad política y, por ello, categoría de primer orden en la DSI; subraya la prevalencia del interés de la comunidad por sobre los intereses particulares de individuos o de grupos. Al Estado le corresponde cuidar el bien de la polis; y una integral formación ciudadana debe educar en esa primacía del bien común. Éste ha sido definido por el Concilio Vaticano II como “el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de los miembros el logro más pleno y fácil de la propia perfección (Gaudium et Spes 26). El bien común ha de integrar: existencia y seguridad de los ciudadanos, vigencia social de un orden de derecho y justicia, compartir de ideales y valores fundantes de la convivencia.

3. Estado

Estado es una co­munidad política más organizada, jurídicamente estructurada y soberana en el ámbito internacio­nal. Suele tener su Constitución o Carta Magna, que establece los lineamientos funda­mentales de su vida y funcionamiento; los ciudadanos, como poder originario de la misma, deben conocerla para para una participación política responsable; el “analfabetismo” en este caso favorece en medida inimaginable los abusos del poder, los despotismos y la anarquización social.

El Estado ha surgido y tiene su razón de ser en su servicio a la persona y a la comunidad de las personas, al bien común de la entera socie­dad. La persona es anterior al Estado; es así como los Derechos Humanos no son ningún regalo o concesión del mismo, el cual debe reconocerlos, defenderlos, promoverlos. El “estatismo”, inflación del Estado, es una ideología que afirma su supremacía dominante respecto de los ciudadanos, de manera que los mandatarios actúan como propietarios, benefactores y “padres” y no como representantes, delegados y servidores del pueblo soberano; el estatismo propicia el clientelismo y la corrupción.

Estado y Gobierno son distintos; éste es órgano de aquél. El uno permanece y el otro pasa. Un ejemplo puede ilustrar: los Medios de Comunicación Social del Estado son de éste y no del Gobierno, el cual no los debe usar como si fuesen propios ni, mucho menos, del partido en el poder; deben estar al servicio de toda la ciudadanía. El Estado actúa mediante Poderes, cuya separa­ción efectiva, en el marco de la debida colabo­ración, establece la Constitución y reclama la democracia.

IV. Tríada Generadora

Los tres elementos que se desarrollan a continuación son particularmente estimulantes de una sociedad fraterna, corresponsable y proactiva. Generadores de una comunidad realmente protagónica.

1. Solidaridad

Según Juan Pablo II, es “la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común” (Sollicitudo Rei Socialis 38). El Concilio Plenario de Venezuela en su documento tercero sobre nueva sociedad agrega: “es una consecuencia de la naturaleza social del ser humano, así como de la igualdad fundamental entre las personas. Ella se consolida como uno de los principios básicos de la concepción cristiana de la orga­nización social y política (CIGNS 103). La dignidad del ser humano postula la desaparición de injustas desigualdades socio-económicas y de la pobreza. Ser solidario es sentirse prójimo (proximus) del otro y copar­tícipe de su suerte, como exigencia básica humana y cristiana. La descrip­ción del Juicio Final hecha por Jesús (Mt 25, 31-46) es bastante diciente.

La solidaridad tiende puentes de compar­tir; rompe las barreras del individualismo, del egoísmo. Orienta actitudes y comportamien­tos en la convivencia social hacia un horizonte de fraternidad, de comunión. Alguien ha dicho: el mundo anda como anda, no por lo que los malos hacen, sino por lo que los buenos dejan de hacer (pecados de omisión).

2. Participación

La participación deriva de la condición del ser humano como libre y social. Llamado, por tanto, a edificar la convivencia de modo activo y co­rresponsable. Asumiendo la parte que le corres­ponde en la tarea común. La falta de participación puede venir del poder económico, político, cul­tural, que cierra las puertas a la intervención de los ciudadanos, o también de éstos en cuanto no asumen la tarea que les corresponde en la construcción de una “nueva sociedad”. Hay un dicho: no hay que esperar que nos compongan el mundo, tenemos que componerlo.

Exigencia fundamental de la democracia es una activa y efectiva participación de los ciu­dadanos. Ésta no se reduce a intervenir en un proceso electoral; implica un trabajo sostenido, constante. La Constitución nacional dice: “El gobierno de la República Bolivariana de Venezuela y de las entidades políticas que la componen es y será siempre democrático, participativo, electivo, descentralizado, alterna­tivo, responsable, pluralista y de mandatos re­vocables” (Art. 6). “Es y será” significa también: “debe ser” y “hemos de trabajar porque lo sea”.

Es iluminador lo que dice san Pablo hablando de la Iglesia como “cuerpo de Cristo”, en que todos los miembros tienen una función propia y han de ejercerla en bien del conjunto. A propósito de participación resulta oportuno recordar: “Al hay que es preciso sustituirlo por el tengo que y entrar en acción para poder decir estoy en”. La comunidad como casa común tenemos que levantarla juntos.

3. Subsidiaridad

El principio de la subsidiaridad “exige –lee­mos en el citado documento del Concilio Plenario de Venezuela– que las personas, las familias y las comunidades menores conserven su capacidad de acción ordenándola al bien común, y que el Estado y las diversas ramas de éste, realicen sólo lo que aquellas no están en capacidad de ejecutar” (CIGNS 106). Con esto se logrará más eficiencia social y la situación del país será más feliz y próspera.

En los sistemas dictatoriales y totalitarios el Estado tiende a acaparar la acción de los ciu­dadanos y sus organizaciones, para fortalecer el poder central. Se cae así en un centralismo monopolizador e ineficiente, que impide o de­bilita la participación de los ciudadanos, con­siderados entonces como simples ejecutores de decisiones.

Como expresiones de subsidia­ridad se pueden señalar el llamado “federalismo” y la política de descentralización, que propician una desconcentración del poder, acercándolo en cuanto posible a los ciudadanos; se fortalecen así los niveles inferiores de poder (regional, estadal, munici­pal…) y los cuerpos sociales intermedios (ins­tituciones, asociaciones, gremios…). Se ha de procurar, claro está, la correcta articulación de estas diversas instancias con miras a asegurar el bien común.

Lo que puede hacer el pequeño no lo debe asumir el grande. El nivel superior no margine al inferior ni tampoco deje de atenderlo en sus limitaciones; y éste no se inhiba descar­gando su responsabilidad en aquél. Vale para lo micro y para lo macro en un mundo en globalización.

V. Tríada De Componentes Básicos De Una Nueva Sociedad

La tríada siguiente corresponde a los tres ám­bitos societarios: económico (tener), político (poder) y ético-cultural (ser). Como valores característicos cabría reconocerles respectivamente: justicia, libertad y gratuidad.

Estos tres componentes han de considerarse básicos y ac­tuarse en estrecha interrelación, dada la integralidad del ser humano (unidad antropológica), y teniendo presentes la circunstancia concreta histórica así como la necesaria jerarquía de valores. El nivel econó­mico es fundamentalmente del orden de los “medios”, el político del orden de los “fines intermedios”, y el ético-cultural, del orden de los “fines penúl­timos y últimos”, de la “totalidad de lo humano”.

1. Comunicación participativa de bienes

Principio fundamental en la DSI es “la destinación universal de los bienes”, en el sentido, de que éstos han sido creados para servir al desarrollo de todos los seres huma­nos individual y grupalmente, como personas y como pueblos.

La DSI hace la crítica tanto del capitalismo li­beral como del colectivismo marxista, que son como idolatrización de la riqueza, bajo forma ya individual, ya colectiva o estatal. Juan XXIII afirmó claramente la función social de la pro­piedad al decir que “todos los bienes de la tierra es­tán destinados, en primer lugar, al decoroso sustento de todos los hombres” (Mater et Magistra 119). Juan Pablo II expresó al respecto: “Sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social” (Discurso en Puebla 1979).

Hay diversas formas de propiedad (estatal, privada, cooperativa, social), las cuales deben valorarse en función del bien común y del desa­rrollo integral de las personas, no olvidando la opción preferencial por los pobres y desvalidos de la sociedad. Concepciones extremas sobre la propiedad serían, de una parte, una privatista, que exacerba el individualismo y pro­picia injusticias y desigualdades, y de la otra, una colectivista a la marxista, que minimiza la participación personal y conduce a un estatismo radical de corte totalitario. La propiedad privada se legitima como resguardo de la persona y estímulo a su inicia­tiva y participación en la perspectiva del bien común.

La DSI no propone un modelo socio-econó­mico determinado, pero estimula propuestas que mejor conjuguen los valores expuestos y respondan más eficazmente a las circunstancias y necesidades de cada tiempo. En este sentido se aprecia la denominada economía social de mercado. Toca a los laicos y a los ciudadanos en general, como deber y bajo propia responsabilidad, idear formas, que serán siempre perfectibles.

2. Democracia

Es un término muy antiguo y significa “poder del pueblo”. Juan Pablo II en su encíclica Cen­tesimus Annus afirmó sobre este punto:

La Iglesia aprecia el sistema de la democracia, en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garan­tiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de manera pacífica. Por esto mismo, no puede favorecer la forma­ción de grupos dirigentes restringidos que, por intereses particulares o por motivos ideológicos, usurpan el poder del Estado (CA 46).

Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Re­quiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los ver­daderos ideales, así como de la «subjetividad» de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad.

La DSI considera la democracia como forma de organización social preferible. El Concilio Ple­nario de Venezuela formuló como tarea de la Iglesia y particularmente del sector del laicado: “Ayudar a construir y consolidar la democracia promoviendo la participación y la organización ciudadana, así como el fortalecimiento de la so­ciedad civil” (CIGNS Desafío 4).

A la democracia se oponen aquellos regímenes o sistemas autocráticos, dictatoriales y totalitarios que se apropian o interpretan el poder como hegemonía de una persona, un grupo o un partido, sin respeto y acatamiento verdaderos a la soberanía popular. Del sistema democrático, conquista moderna, se ha dicho, humildemente, que es el menos malo de los sistemas; y, sabiamente, que en él no sólo se vota, sino que se elige.

Una sociedad democrática genuina se carac­teriza por la presencia activa de los ciudada­nos, que toman en sus manos y co-organizan, según sus capacidades y oportunidades, su convivencia, su comunidad política.

3. Calidad de vida

No basta para una “nueva sociedad” un orde­namiento justo de la economía y un genuino funcionamiento democrático. El ser humano tiene una dimensión ética y espiritual que plantea ulteriores exigencias y horizontes. Es preciso atender no sólo al campo del “tener” y del “poder” sino al del “ser” y al del “ser más. El hombre plantea necesidades superiores: armonía con el ambiente, relacionamiento interpersonal amis­toso, especial sensibilidad respecto de los más débiles, realización artística, cultivo ético en valores no rentables ni políticamente útiles, apertura espiritual y religiosa, oración y contemplación. Es el ámbito de la gratuidad.

El ser humano es pluridimensional y, por lo tanto, una liberación-desarrollo integral del mis­mo debe atender a las varias dimensiones de su existencia, con peculiar atención a lo que toca a lo más propiamente personal y comunitario. Se ha dicho que la sociedad necesita técnicos y políticos, pero también poetas y místicos. El crecimiento y desarrollo del hombre consiste primordialmente “en ser más y no en tener más”.

Un nuevo humanismo no descuida el impe­rativo de una buena alimentación del cuerpo, pero atiende cuidadosamente el del desarrollo espiritual. No se deja apri­sionar por el bienestar material y el consumismo, pues entiende la realización personal también y preferencialmente como elevación moral y espiritual El Evangelio interpreta la realización plena y definitiva del ser humano en la línea del man­damiento máximo del amor, de la comunión humano-divina e interhumana.-

Ovidio Pérez Morales: Pregonero (Táchira) 26/6/1932. Presbítero: Roma 26/10/1958. Obispo, Caracas 19/3/1971. Obispo De Coro (1980), Arzobispo De Maracaibo (1992), Arzobispo/Obispo De Los Teques (1999). 2a Vocación: Comunicador Social.

Encuentro Humanista.org

 

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