Porque el Señor mismo con voz de mando, con voz de arcángel, y con trompetas de Dios, descenderá del Cielo, y los Muertos en Cristo resucitarán primero. 1 Tes 4.16.
Lo que pasó en Duaca, y conmocionó al mundo, no fue obra de un individuo, sino de todos los habitantes que lo desearon al unísono para que se diera. Claro, el hecho de ser un pueblo devoto ayudó. Una vez lo dijo un obispo: «A una feligresía rodeada de problemas, de adversidades y de mucha devoción se le aparecerán imágenes por todas partes. Aquí, alguien verá un santo; allá, uno descubrirá una virgen; acá, saldrán unas lágrimas. En verdad que nuestro Dios, con esas apariciones, prodiga alivio y consuelo a su rebaño, y gratifica su fervor».
Las relaciones mundanas de la población eran demasiado cotidianas; sus habitantes enfrentaban la vida de la forma más convencional. La comunidad era de unos veinte cinco mil habitantes, o mejor sería decir almas, porque religiosos sí eran. Ya había salido la primera excursión del año a Betania, de las seis a los sitios sagrados que se realizarían.
La vida corría sin sobresaltos; los días llegaban, los días pasaban; pero una noche de un bochorno infernal fue el primer aviso de que algo sucedería. Más tarde se dieron cuenta de que había sido un sopor divino. El amanecer fue seguido por una mañana que también sería caliente. Solo se veían unas nubes por el norte; por la tarde el cielo era de un azul que hería los ojos. Vino un día caluroso, y otro y otro. El pueblo se acostumbró rápidamente a una bóveda limpia y despejada.
A las tres semanas hubo un cambio que fue visto como un retorno a la normalidad, el firmamento empezó a cambiar. Por el este, tirando hacia la montaña, apareció una nube colgante que se movía lentamente hacia el oeste. El pueblo se alegró. Antes del mediodía ya estaba en medio del horizonte, un poco más arriba si se veía desde la plaza Bolívar; y ahí se quedó.
Al día siguiente fueron sorprendidos, seguía en el mismo lugar. Vino otra sorpresa, una segunda, y muy similar a la otra, apareció por el oeste y se dirigía al este, al mediodía estaba confundida con la primera; pero a la mitad de la tarde se había separado, y se quedaron una al lado de la otra. Las conversaciones ya no eran monótonas, lo que sucedía en el cielo rompía la intrascendencia de ellas.
Pasó la noche, y nueva conmoción: otra nube descendía sobre las dos anteriores. Para un nefelista avezado, se estaba formando una cara. Se veía el pelo, que a los lados era liso, con una caída natural. El calor atravesó la tercera noche, que fue muy tranquila, nadie hizo nada, solo hablar de lo que depararía el cielo mañana.
La mañana llegó y nadie se inmutó por la nube que surgía por el sur, y que, al mediodía, por su velocidad, estaría con las otras; era más pequeña y se ubicó entre las tres, opuesta a la tercera y equidistante de las dos primera sin tocarlas; la parte celeste dentro de ellas eran el rostro propiamente.
Apareció la quinta, ya todos veían una cara ciega de ojos, de cejas, de boca, de nariz; no de orejas, estas estarían tapadas por las dos primeras nubes que era la cabellera, y con bigote. El calor persistía; la gente esperaba, sin manifestarlo, lluvia. Una viejita fue la que descubrió qué eran, «Pero si ese es el rostro del Cristo que está en la iglesia». Hablaba de una pintura de Jesús de cuerpo entero dando el Sermón de la Montaña que estaba en el cimborio de la iglesia San Juan Bautista; y tenía razón. Eran idénticas; pero el del cielo era triste; el otro, sonreía. El párroco lo confirmó; y con eso bastó para que todos se volcaran a adorar la imagen celeste.
Esa noche había tantos feligreses en la iglesia cerciorándose de la semejanza que oficiaron una misa. Al día siguiente quedaron maravillados, ahora la imagen celestial sonreía; le había gustado la misa. Una vez la imagen amaneció triste, rápidamente descubrieron que alguien había cometido un pecado; días después regresó la sonrisa y la alegría en el pueblo, todos caminaban rectamente, sin pecar.
Luego de un mes, Duaca estaba inundada de visitantes, periodistas, cámaras de televisión y estaciones de radio. Los lugareños descubrieron que la figura en el cielo era milagrosa. Dos paralíticos caminaron, y lo curioso es que empezaron torpemente, como aprendiendo a caminar.
Hubo un hecho que tuvo repercusión mundial. Una señora falleció, se hicieron los preparativos pertinentes, la llevaron a la funeraria. Cuando llegó la hora del sepelio, el hijo se dirigió al Señor, allá en el cielo, y le imploró que resucitara a su madre. Todos quedaron pasmados cuando sintieron unos leves quejidos, colocaron la urna en el piso y la abrieron. La señora tenía los ojos abiertos y se oyó un lastimero «Hijo, hijo»; penosamente buscaba aire; clamó otra vez por su hijo; y cerró los ojos. Un médico presente dictaminó que había resucitado, agonizado y fallecido por segunda vez. La habían preparado para el entierro, así que sin vísceras y por el formol que le inyectaron no podía vivir por mucho tiempo. La alegría fue doble, el Mesías respetaba las leyes de la naturaleza, que ya lo sabían, y la muerte tenía remedio. Una semana después, los peregrinantes superaban las cien mil personas.
Llegó noviembre, y la procesión de La Chinita fue realmente escuálida, Duaca acaparaba todas las atenciones. Esto no gustó a las autoridades eclesiásticas, menos cuando la celebración de la Virgen de Guadalupe tuvo pocos feligreses. Claramente no podían permitírselo con la procesión más grande de Venezuela, la de La Divina Pastora.
Lograron que la fuerza aérea bombardeara las nubes con sulfato de plata, sin éxito. La Iglesia Católica llegó a un acuerdo secreto con la Organización Universal de Iglesias para que esta invadiera a Duaca de proselitistas de iglesia protestantes; y dio resultados. La gente empezó a olvidar lo que se veía en el cielo; y lenta y pedacitos a pedacitos la imagen se desvaneció; el Señor había regresado, pero antes de que descendiera del cielo a resucitar a sus muertos, lo mataron por segunda vez; dejaron sin efecto la parausía.
Ingeniero y escritor – marcialfonseca@gmail.com -@marcialfonseca