Historias de Vigirima y de unas morocotas perdidas, por Francisco Jesús Velásquez Arcay

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Vista parcial del río Vigirima, Guacara, estado Carabobo en Venezuela.

Todo pasa y permanece. El hombre y sus fantasmas prodigiosos. Pedro Francisco Lizardo, El tiempo derramado. 

A Sofía y Rodrigo

A la Vigirima de las morocotas perdidas vine a conocerla por los cuentos de mi abuela Lilia. Después supe que esa región abarcaba unas tierras legendarias con empinadas cumbres reunidas en torno al río Vigirima, cuyo cauce nace en un punto invisible de la Cordillera de la Costa, recorre la selva lluviosa de ese fértil valle y luego de serpentear entre piedras milenarias entrega sus aguas al Lago de Valencia.

En el principio el valle de Vigirima estuvo habitado por ancestrales aborígenes que dejaron grabado en unos misteriosos petroglifos el cautivante mundo que los rodeaba. Deslumbrados por el agua, la tierra, la lluvia y el sol aquellos seres originarios quizás habían elegido a Vigirima como un vasto templo natural.

Transcurrieron varios siglos o quizás milenios y aquellas tierras rituales se transformaron en un escenario de guerra cuando fueron sacudidas por los cascos de los caballos y las descargas de los fusiles en medio de la Batalla de Vigirima. De esa batalla se sabe que fue la más larga de la guerra de independencia, que se libró en noviembre de 1813, que las tropas patriotas fueron comandadas por el idealista general José Félix Ribas, que las tropas enemigas estaban al mando del realista coronel Miguel Salomón, quien salió por Patanemo hacia Guacara al mando de 1.200 hombres provenientes del Regimiento de Granada, que Bolívar pidió a Ribas que formara las tropas necesarias para hacerle frente, que el mismo Bolívar llegó a pasar revista a su ejército y vio que tenía 2.000 hombres entre agricultores de Caracas, estudiantes y unas pocas tropas organizadas en Valencia, que la batalla llevaba tres días y los realistas no bajaban de las altas cumbres de Vigirima hasta que por fin los patriotas arribaron a esas alturas y lograron desalojarlos; y finalmente, que los extenuados realistas terminaron por retirarse bajo el refugio de la noche para ir a guarecerse en Puerto Cabello.

Los historiadores describen que el campo de batalla quedó regado de incontables muertos y heridos, así como de tres piezas de artillería realista, numerosos fusiles, bagajes y pertrechos.

Un siglo después, las emancipadas tierras de Vigirima se habían apaciguado hasta llegar a convertirse en una región feudal que albergaba haciendas de café en tiempos de Juan Vicente Gómez. Todavía está en pie la Quinta Pimentel, que perteneció a la familia de un compadre de Gómez llamado Antonio Pimentel, conocido terrateniente y ministro de Hacienda entre los años 1910-1912.

Pero entre los relatos de mi abuela Lilia sobre Vigirima no figuraban los pueblos prehispánicos ni la Vigirima heroica de la guerra de independencia, ni sus fértiles cultivos de café. Los cuentos de la Vigirima de su infancia eran más interesantes, como el mencionado al inicio sobre el olvidado entierro de morocotas.

El cuento de las morocotas perdidas de Vigirima tenía su origen en el hecho de que varios terratenientes del siglo XIX y principios del XX, desconfiando de la seguridad bancaria de su época, optaron por enterrar unas botijuelas de morocotas y de otras valiosas pertenencias. Se sabe que a esa manera de ocultar sus bienes la gente de aquellos tiempos le daba el tenebroso nombre de “entierro”.

Existen muchas historias de entierros. Se han encontrado entierros al derrumbar viejas edificaciones o al remover algún solar. También se ha escuchado de entierros arduamente buscados, pero justo antes de ser hallados son defendidos por un espanto que sale en defensa de ese sombrío patrimonio. Tampoco faltan los entierros inventados para distraer la atención de exploradores o de guías turísticos.

Para hacer más creíble su historia, mi abuela Lilia aseguraba haber poseído una libreta con las señales para hallar el entierro escondido en Vigirima. Inexplicablemente, esa libreta no indicaba a quién pertenecía el entierro ni señalaba linderos de ningún tipo. Según su relato las frases de la enigmática escritura parecían acertijos. Los puntos de referencia eran ambiguos. Todo señalamiento se hacía depender de coordenadas naturales que el tiempo se habría encargado de borrar, como: “las yerbas que sirven de pasto”, “un cerco de palo”, “dos lajas superpuestas”, “la marca de unos caracoles”, “la mata Flor de Baile”, “el paso del río”, “el lado del cerro que va hacia el Molino” y “un costado de las tierras que fueron del Marqués del Toro”.

La Vigirima evocada por mi abuela Lilia era una arcadia perdida, un caserío telúrico que no figuraba en los mapas, una región donde su abuelo don Vicente era propietario de unas tierras que los sociólogos o los historiadores de nuestro tiempo no habrían dudado en designar con la sofisticada expresión de “latifundio”. Pero en la Vigirima de 1900 no se sabía lo que eso quería decir, y don Vicente salía a recorrer sin remordimiento sus extensos dominios en compañía de sus hijos, quienes muchos años después, cuando los arropó la inexplicable ruina familiar, recordarían a su padre señalando con un dedo la verde lejanía de Vigirima mientras trataba de explicarles los confines de su hacienda:

–Es todo lo que ven, hasta donde les alcanza la vista.

Vista parcial del rio Vigirima Guacara estado Carabobo en Venezuela 1
Vista parcial del rio Vigirima Guacara estado Carabobo en Venezuela 1

Vista parcial del río Vigirima, Guacara, estado Carabobo (Venezuela). Fotografía de Jeluhet Houtmann Rueda

Según el relato familiar, fue por esa época cuando comenzó a rastrearse el entierro de las legendarias morocotas, sin que faltaran historias como la de aquel difunto que se le apareció a un pariente bajo una luna metálica y amarillenta como una morocota, y le recomendó que no siguiera buscando lo que no se le había perdido.

Y es que la noche era la ocasión propicia para explorar aquellas tierras porque la mata Flor de Baile abría en medio de la oscuridad. Por eso, una procesión de hombres iluminados con teas y lámparas de aceite salía de las casitas de bahareque, guiados por un pariente entendido en materia de entierros. Pero todo lo que hallaron no pasó de carcomidos botones de bronce, algunos picos de lanzas herrumbradas, restos de municiones inútiles, parte de un sable con unas iniciales desfiguradas, y un escapulario bien conservado de la Virgen del Carmen (algo así contaba mi abuela Lilia esta parte de la historia).

También recuerdo cómo el chispeante humor de mi abuela no perdía la ocasión de rememorar su curiosa historia cuando le pedíamos que nos ayudara a buscar un cachivache extraviado:

–¡Mijo, eso está más difícil que el entierro de Vigirima!

Lo cierto es que después de tanto excavar la tierra reverenciada por los ancestrales aborígenes y emancipada por los héroes de la independencia, parece que las señales naturales referidas en la libreta no sirvieron de nada porque el río había variado su curso, las matas aludidas ya no existían, los cercos se habían derribado y de las tierras del Marqués del Toro nunca se supo dónde comenzaban ni dónde terminaban.

Hasta aquí llegaba el cuento de mi abuela Lilia. Después viene el paso inexorable de los años con su carga de indiferencia y olvido, la amarga pérdida de tantos ramajes de nuestro árbol familiar y, por último, el día en que ya nadie recordaba a quién seguirle preguntando por la remota historia de las morocotas perdidas de Vigirima.

Se cree que ese entierro fue hallado por los hijos de nuestra parpadeante modernidad cuando removieron la tierra que se hizo a un lado para abrirle paso a la carretera que atraviesa Vigirima. Aunque no es descabellado pensar que todavía quede gente que aún siga buscándolo.

O a lo mejor ya no quede nadie que quiera saber nada de ese misterioso entierro. Y así parece haber pensado mi abuela en una de sus taciturnas reflexiones al final de su vida, cuando le pregunté: ¿por qué aquellos parientes no persistieron en la búsqueda de las morocotas perdidas de Vigirima?

–Porque desenterrar los reales de un muerto es pavoso, mijo.

Fotografía de Jeluhet Houtmann Rueda – Prodavinci

 

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